Texto y fotos: Julián Varsavsky

Al bajar las escaleras mecánicas del aeropuerto de Teherán aparecen la gigantografía de un teléfono Samsung con fondo de ruinas babilónicas y otra con el semblante cálido --algo severo-- del ayatolá Jomeini, líder de la Revolución Islámica de 1979. La modernidad sobria algo apagada del aeropuerto no llega a ser vetusta, un adelanto del urbanismo promedio de Teherán. En el hall aparecen mujeres de negro con aura luctuosa de abadesa medieval, dejando ver solo el rostro: una minoría viste así pero el resto se cubre la cabeza, piernas y brazos hasta las muñecas con mayor o menor colorido, algunas vistiendo un jean poco ajustado.

Al salir veo los canteros ya sin plantas, con arena de un desierto que lo invade todo hasta el borde del asfalto. Voy directo a la estación central para tomar un bus a la ciudad de Yazd: durante el viaje, Irán se me va revelando como un gran desierto con pocos oasis devenidos en ciudad. Al alba llego a Yazd y sin transición entro al casco histórico tres veces milenario con casas y mezquitas de adobe: un solo misil lo destrozaría hasta sus cimientos.

La milenaria Yzad tiene un casco antiguo de adobe declarado Patrimonio de la Humanidad.

En una mezquita conozco a Alí, un clérigo muy amable y jugador de voley que habla un castellano perfecto: vivió en Ecuador, donde sufrió en carne propia los estereotipos occidentales: “Yo vestía a la manera occidental pero mi esposa usaba túnica y se cubría la cabeza; la mayoría de los taxis no me paraban y una vez nos debimos bajar de uno porque el chofer tuvo miedo de que fuésemos a explotar”.

Alí me invita un té y abre su maletín para mostrarme una foto pegada en su interior: es el obispo Arnulfo Romero, asesinado por militares en Salvador. Hablamos de política latinoamericana y brotan simpatías. Hasta que llega el choque cultural: en Irán existe pena de muerte para homosexuales. Alí me concede que no está bien pero lo minimiza: “Es casi imposible que condenen a alguien porque cuatro personas deben atestiguar que vieron a una pareja de hombres teniendo relaciones; la condena es por tener sexo en público”. Le planteo que los derechos de las minorías son bandera de la izquierda en mi continente y no nos entendemos: derecha e izquierda son parámetros occidentales. De hecho, para él los políticos iraníes cercanos al clero como Ahmadinejad son de izquierda por su carácter antiimperialista, mientras que los más progresistas como Rohaní, que hizo las paces con Obama, serían la derecha capituladora.

Me pierdo bajo el sol ardiente en los estrechos laberintos del casco histórico de Yazd, el último de los 22 sitios declarados Patrimonio de la Humanidad por Unesco al ser ejemplo vivo de “adaptación sustentable a la vida en el desierto”, erizado de minaretes y torres de ventilación conectadas a canales subterráneos que refrescan los interiores, una suerte de aire acondicionado ecológico. El otro rasgo valorado por Unesco es el carácter interreligioso de Yazd: conviven en paz los musulmanes con seguidores del originario zoroastrismo y judíos; cada credo tiene sus recintos sagrados, entre ellos el Templo del Fuego, considerado fundamental para fieles de Zaratustra, con una llama “encendida” desde el siglo V. En los bordes de la ciudad vieja hay fastuosas mezquitas azulejadas, un intrincado bazar y el mausoleo de los Doce Imanes.

ETERNA PERSEPOLIS

Surco el desierto otra vez --sobre asfalto y con aire acondicionado-- rumbo a la monumental ciudad de Shiraz. Me instalo y vuelvo a la ruta hacia el monumento de más peso histórico de Irán: las ruinas de la legendaria Persépolis, erigida sobre una meseta solitaria por el primer gran emperador de la historia, Darío “El Grande”, en el 520 a.C.

La ciudad ceremonial de Persépolis fue una de las capitales del imperio Aqueménida.

Entro a las ruinas por una ancha escalinata que desemboca en un victorioso portal custodiado por intimidantes toros alados de piedra con cabeza humana y barba asiria. Esto mismo veían magnificado cien veces los embajadores vasallos del imperio, documentados aquí mismo en bajorrelieve e identificables por su ropaje y las ofrendas al Emperador: camino casi “hombro a hombro” con la figura cincelada de hombres árabes, babilonios, elamitas, armenios, lidios, asirios, medos, partos, sirios, etíopes, tracios, kashmires, capadocios y egipcios que avanzan en procesión. Estas delegaciones tributarias eran recibidas con fanfarria de trompetas desde lo alto: fragmentos de bronce de una de ellas están en el museo. Entonces atravesaban el Portal de todas las Naciones, donde aún se lee una inscripción cuneiforme --el primer alfabeto de la humanidad-- con la bienvenida firmada por el rey Jerjes.

Estoy parado en los restos de una de las cuatro ciudades del imperio Aqueménida, que iba desde orillas del río Indo a las del Danubio azul; desde las sabanas de Etiopía al Egipto faraónico. Camino entre 250 columnas, algunas en pie y otras fragmentadas en el suelo pero inmunes a los milenios. Esto fue parte de los primeros palacios y grandes templos levantados por el hombre: antes todo había sido nomadismo y precariedad, el mundo a la deriva de la horda y el clan.

En el Palacio de las Cien Columnas veo tallada a la elite persa junto al regimiento de Los Inmortales, llamados así por Heródoto: cuando uno caía en combate era reemplazado para mantener siempre la cifra de 10.000, dando la imagen al enemigo de haber bebido el elixir de la inmortalidad: se los reconoce por una manzana en la base de la lanza.

Persépolis fue una ciudad ceremonial consagrada a Ahura Mazda, un dios del Zoroastro, culto que aún siguen 25.000 personas. Fue de una belleza extravagante para la época. Los extranjeros debían dar testimonio en todo el imperio de la maravilla que habían visto: fue hecha para impresionar. Las dinastías persas dominaron por 1.100 años hasta que Alejandro Magno de Macedonia los derrotó en el 330 a.C dando lugar al segundo imperio de la historia, liderado por los griegos. Fue aquí donde los persas recibieron el flechazo de gracia. Alejandro en persona tomó la ciudad, disfrutó de sus mieles y harenes durante meses, la saqueó ordenadamente llevándose sus tesoros en 3000 camellos y la destruyó por el fuego. Por último fue tragada por el desierto y comenzó a volver a la superficie en 1930.

EL ARTE DEL ARABESCO

Los árabes llegaron a Persia en el 633 d.C. y así comenzó otra historia. La potencia del Islam mantiene a los monumentos religiosos como algo vivo: en Occidente tendrían un valor casi de reliquia, mientras aquí son centrales y con peso político. Persépolis es campo de estudio de la arqueología. Pero el ambiente de la arquitectura islámica --ya sea centenaria o milenaria-- es materia de la antropología.

El arte del arabesco en la mezquita de Shiraz.

Para sumergirme más en la cosmovisión musulmana viajo a Shiraz --de aquí en más no se aclarará que una ciudad está rodeada por desierto porque todas lo están--, con 2500 años de historia que se respiran en el ambiente. En el siglo XVII fue capital de Irán y en sus alrededores viven miles de nómadas en carpas sin paredes --un techo de fieltro estacado con palo central-- de manera parecida a la de los tiempos medievales e incluso aqueménides.

El tesoro más sagrado de Shiraz es el complejo islámico Shah-e Cheragh. No lejos de allí está la foto más colorida de todo Irán: los vitreaux de la mezquita Nasir ol Molk, que en la mañana reflejan su fragmentado diseño sobre alfombras persas en las que uno quisiera poder volar.

La mezquita de NAsir ol Molk, con sus vitraux, es la foto más buscada de un viaje a Irán.

El viaje por el mundo persa continúa hacia uno de los oasis de la Ruta de la Seda --a partir de ahora no se usará más la palabra milenaria porque casi toda ciudad lo es-- llamado Isfahán. En un templo se me acerca Mohamed, un joven fotógrafo que resulta haber vivido de niño en Buenos Aires, a donde su padre vino a estudiar psiquiatría. Me cuenta en su limitado inglés que es fanático de las películas de Kiarostami. Excepcionalmente, resulta ser ateo y lector de Marx, Borges y Foucault. Pero la barrera idiomática no permite ir más a fondo, salvo por una frase que repite con preocupación: “Huelo la guerra”.

Cruzo un bazar y desemboco en la plaza Naqsh-e Jahan, de 560 metros de largo, una cumbre artística del mundo islámico --a partir de ahora evitaremos decir que un edificio es patrimonio de la humanidad porque…-- con mezquitas, madrasas y fuente central. Desde la plaza veo en la arquitectura el reflejo de una cosmovisión y también un presente político terrenal. Centenares de fieles asisten por día a cada mezquita, cuyo rol social y asistencial está muy arraigado. Además, muchas son universidades. Desde allí salieron durante meses --en tiempos de la Revolución Islámica-- centenares de miles de hombres y mujeres que ponían el cuerpo a las balas de los francotiradores del Sha prooccidental y eran reemplazados por otros, como Los Inmortales de los frisos de Persépolis. “Levantaban los muertos y seguían”, testimonió el famoso periodista Ryzard Kapuscinski.

En la fiesta de Muharram los niños también llevan luto por el profeta Hussein.

Hace apenas 40 años, el poder político real se fue trasvasando de a poco a las mezquitas, a medida que aumentaban la represión, la tortura y el asesinato de clérigos y gente común, cimentando el descrédito del Sha. Así como en la Revolución Rusa la consigna fue “todo el poder a los soviets”, lo que sucedió aquí fue “todo el poder a las mezquitas”. Esto, en gran medida, continúa para bien o para mal. Por detrás de aquellas masivas movilizaciones vinieron los estudiantes islámicos radicalizados como vanguardia enfrentando al Sha, quienes tomaron la embajada norteamericana consolidándose un conflicto con EE.UU. que Obama y Rohaní comenzaron a cerrar, pero Trump volvió a agrietar a fuerza de tweets y misiles. Apuntar a los sitios sagrados de Irán excede lo simbólico: sería cortar de raíz la fuerza más profunda del poder político.

“Cuidate mucho”, dicen los compasivos si uno les cuenta que se está por ir a Irán. Es entendible: a los iraníes --cuyo papel fue central en la derrota de ISIS-- Occidente les ha puesto un estigma en la frente y ellos se empeñan en borrarlo. A lo largo del viaje, muchos frenaron su auto bajando la ventanilla para gritar “Welcome to Iran!”. Por la calle, centenares de transeúntes me dijeron con reverencia “Salam, salam” llevándose la mano al corazón. Cuando me perdí en Shiraz un señor cerró la persiana de su tienda, encendió su moto y me llevó al hotel. El guía de una mezquita en Isfahán lo pidió sin eufemismos: “Por favor dígale al mundo que no somos terroristas”.