EL CUENTO POR SU AUTOR

Trabajo a unas cuadras de mi casa y, a diario, hago el recorrido a pie. Una tardecita tuve que desviarme para llevar una documentación a una compañera y atravesé la plaza San Martín, en Haedo. A lo lejos divisé a una mujer sentada en un banco, abrazada a sus piernas sobre la piedra. Me pregunté qué le pasaría. Me fui acercando; intuí que tendría mi edad y descarté un factor dramático de gravedad cuando noté que no lloraba. Pasé a su lado, ella me miró; tal vez buscando alivio en la confirmación de que no nos conocíamos, cosa bastante extraña en una ciudad donde nos conocemos casi todos.

Dejé el documento en casa de mi compañera y, aunque podría haber tomado otro camino, volví a cruzar la plaza. Si sigue ahí, la escribo, me propuse como si necesitara una excusa o un ejercicio de pensamiento mágico que me sirviera de coartada. Todavía estaba sentada en el banco, aunque en otra posición.

En el trayecto a mi casa me inventé la historia de la mujer. No me costó nada empatizar con ella, tenemos un par de cosas en común. Si un día vuelvo a encontrarla en la plaza, ya sabré quién es. Después de todo, en este barrio nos conocemos casi todos. 

SIEMPRE

Siempre tiene que estar.

Bueno, se acabó. No va a estar más.

Harta está.

Siempre lo mismo.

En un rato le van a empezar a caer los mensajes y se le van a acumular las llamadas perdidas. No va a responder, que la busquen.

Se va a quedar ahí, en el banco más escondido de la plaza. Dónde va a ir, no sabe, después verá.

Le vibra el celular en el bolsillo del jean. Mira la vista previa sin abrir el mensaje “Dónde estás”. Lo vuelve a guardar. Que la esperen.

No sabe si va a volver y por el momento no le interesa. Ahora no está.

Vuelve a vibrar el celular y otra vez, espía el mensaje sin abrirlo: “¿A qué hora volvés?”

Qué insistencia. Como si ella tuviera la obligación de anunciar cada paso que da con precisión de horarios y lugares. No señor, ella tiene el mismo derecho que el resto de su familia a tener una rutina personal sin dar cuentas. Claro que puede. Ella no es menos que los demás, no les debe nada.

No, ellos son los que le deben.

Mira el reloj, las ocho y cuarenta. Conserva la costumbre de llevarlo en la muñeca, no le basta la hora en la pantalla del celular. Le gusta el reloj como un adorno, como un objeto vivo enlazado a su brazo, el giro de las agujas formando parte del movimiento de su cuerpo. Ella también gira sobre su propio eje sin poder salir; está encerrada, atrapada y es el tiempo el que le marca los límites de su encierro. Ella es su propio reloj.

Ahora la vibración es prolongada y traduce una llamada. No atiende. Duda si apagar el teléfono. Quiere saber si su familia ya registró su ausencia pero no tiene idea de cuánto va a poder sostenerla.

Lo apaga.

Levanta los pies, los apoya en el banco, mete la cartera en el triángulo que se forma debajo de las piernas, las rodea con los brazos. Con la cabeza en las rodillas, la plaza queda en otro plano y, sin embargo, el cerebro vuelve a acomodar todo en su lugar, las líneas siguen siendo verticales, horizontales, los coches pasan en el mismo sentido.

Vuelve a la posición de antes. Le gustaría descansar en algún respaldo pero ése es un banco de los más comunes, no tiene opción. Podría acercarse al monumento al padre y apoyarse ahí pero para eso tendría que sentarse en el suelo de tierra, no hay mucho pasto y se vería más patética.

Monumento al padre, hay que ser hijos de puta, piensa.

A unos metros ve a una pareja conversando. Afina la mirada y logra distinguir a un hombre grande y una joven. Se inventa que son padre e hija. Que se encuentran en la plaza porque hace años no se ven y la hija aceptó pero sin ganas porque no es la primera vez que él le pide perdón y después vuelve a desaparecer. Que soy adulta pero eso no tiene nada que ver, papá, podés cada tanto preguntar qué es de mi vida o contarme la tuya, sos mi viejo.

Él mira al suelo, avergonzado y vuelve a repetir las promesas de siempre. De repente se levanta, se aleja y atiende un llamado en el móvil. La hija se queda sentada esperándolo.

Qué boluda, piensa ella, andate a la mierda, piba y rajate vos ahora; le diría. Pero la chica se pone de pie y lo sigue a paso lento y a distancia. En minutos, la pareja desaparece de la vista.

Saca el celular del bolsillo y se queda mirando la pantalla negra, su propio reflejo. No lo enciende, que sigan insistiendo. A ver cuánto tiempo debe pasar para que salgan a buscarla A ver cuándo empiezan a inquietarse. O tal vez ya haya sucedido ante su falta de respuesta.

No recuerda cuánto hace que está sentada ahí, a qué hora llegó ¿Ocho y pico?

Desde ese banco puede ver el movimiento de las cuadras que rodean la plaza. Personas que regresan del trabajo, autos que estacionan, una verdulería que ya cerró.

Ella debería estar de vuelta, ocupándose de la cena. Debería. Pero esta vez no debió. Esta no.

Para todos, siempre.

En la escribanía, en el asesoramiento cuidado a los clientes; con rigor horario en la agenda de la escribana; la atención telefónica solícita. Puntual en los registros, paciente en las colas y las esperas ante las ventanillas municipales, prolija en el traspaso de las escrituras al protocolo. Eficiente. Soportar los enojos, los apuros, la soberbia de los propietarios. Impoluta.

Su casa. El hogar, se ríe, qué hijos de puta, el hogar. Después de las ocho horas de trabajo, la comida. Que todo esté dispuesto y no falte nada. Tiene que pensar en algo rápido que no le demore mucho tiempo para no cenar a cualquier hora sino después se va a dormir tarde y en plena digestión. Algo que les guste a todos para no tener que preparar otra cosa. Tiene que repetir el circuito: ropa a lavar, descolgar la seca, tender la del lavarropas pero antes consultar el servicio meteorológico y sopesar si afuera en la soga o adentro en el tender. Sacar la basura antes de que pase el camión. Que siempre haya toallitas, maquinitas de afeitar, jabón, hisopos y todas esas cosas que son imprescindibles, sobre todo cuando faltan. Apagar las luces, cerrar las puertas, ordenar las llaves para que todos puedan salir sin tener que buscar. Guardar la vajilla que se usó durante el día. Contactar al albañil a ver cuándo va a poder venir a arreglar la pared del patio y rezar a cuanto dios se le cruce que no se rompa la heladera, se tape un caño o se pele un cable.

Y aunque el marido ayude y los hijos se apiaden cuando ella los entera de que ya no da más, que no puede ser que sea quien se encargue de todo cuando ha pasado ocho horas afuera, que ya están grandes, que llegan a casa antes que ella, que por favor, que les pide, dénse cuenta, que la próxima. Lo que ella necesita es no estar. No estar para nadie, no estar más. Suspenderse en un tiempo diferente. Ser sólo ella. Invisible, inaccesible. Sola. Única.

Hace una eternidad que no es ella sola. Que no responde a su hambre, a sus ganas de salir a caminar, de quedarse en la cama, escuchar la música que quiere, no hablar. Ella ya no recuerda si alguna vez ocurrió eso de estar sola y vivir para una. Tal vez nunca y ahora tenga añoranzas de un tiempo que no existió, puro deseo.

Siempre. Todo el tiempo. Irreversible. Ya está. Aunque los hijos sean grandes, el marido colabore y ella les esté tan agradecida por la ayuda, hay que estar siempre. No se puede romper con eso. Tiene que prepararles y acomodarles la vida aunque esté cansada del trabajo, la familia y el tiempo. Y estar siempre para todos. Para los cuñados y los primos en las fiestas y los cumpleaños. Para los vecinos. Para los clientes. Aunque esté harta.

Le duele la espalda. A través del jean siente la dureza de la piedra del banco. Se sacaría los zapatos. Se prendería un cigarrillo. Un Marlboro 10, pediría, que es la primera marca que se le viene a la cabeza porque los Virginia le darían vergüenza. O, dame un paquete de cigarrillos cualquiera y dejar que el azar o la preferencia del kioskero decidan.

Pero no. Hace muchos años que no fuma. Hace la cuenta y le da más de diez, más de quince. Tampoco fumaba mucho, un paquete de veinte por semana, una risa. Nunca logró tragar el humo; “chimenea”, le decían. Otra risa.

Además, los kioskos ya deben estar cerrados, deben ser más de las nueve, sospecha sin mirar el reloj.

No se podía quedar en la oficina; aunque se hubiera encerrado se habría cruzado con sus compañeros o les habría llamado la atención que se fuera tan tarde y tendría que dar explicaciones. O tal vez algún vecino se alarmaría al ver la luz encendida y le avisaría a la escribana. Los empleados se quedan después del horario, tienen la llave, no se preocupe, les diría ella, pero es muy tarde, doctora, bueno voy a ver qué pasó. O algún otro podría llamar a la policía, nunca falta.

Tampoco puede ir a lo de su amiga, a tres cuadras de la plaza. Qué le diría, me fui de casa, una tarada. La amiga querría saber qué había pasado y ella tendría que contarle y pedirle asilo. ¿Me puedo quedar acá? ¿Dónde? No sé. Esperá, dejame que veo cómo acomodo a los chicos. No, no, un despelote, perdoname. Una refugiada, qué risa.

Mira a los costados, ya casi no queda nadie en la calle. Mejor, piensa, la reconocerían los vecinos del barrio si está solamente a siete cuadras, no llegó más lejos. Salió de la escribanía, se bajó del colectivo y empezó a caminar. Primero hizo el recorrido de siempre, pasó por la puerta de su casa. Vio las luces encendidas adentro, se imaginó al marido frente al televisor, los hijos ensordecidos por los auriculares. La cocina, esperándola. El lavarropas, la soga o el ténder.

Siguió de largo y llegó hasta la plaza a siete cuadras. Aunque eligió el banco más alejado ahora se da cuenta de que un farol la ilumina directo a ella, como un escenario. Que no pase nadie conocido, piensa, qué dirían, sola a esta hora, de noche, qué ridícula.

Empieza a refrescar, se pone el saco de hilo que guardó en la cartera.

Mira el reloj, es tarde. Le duele la espalda. Si llega a llover se va a mojar. No va a tener dónde meterse, la plaza es toda abierta. Y sola, tan tarde, le da miedo.

Le duele el culo de estar sentada tanto tiempo en ese banco frío y duro. Tendría que haberse quedado en la oficina. No habría podido evadir las explicaciones, pero estaría cómoda y un poco más segura. Además, en cualquier momento va a tener ganas de hacer pis y el único baño accesible es el de la estación de servicio de la avenida a ocho cuadras.

Tiene hambre ¿Quedará salsa en el freezer o tiene que volver a hacer?

Saca el celular del bolsillo. Lo enciende y empiezan a aparecer los avisos de mensajes y llamadas. No los mira. Guarda el celular en la cartera.

Se levanta. Se frota el culo con las manos para darse calor. Si alguien la ve, qué risa.

Vuelve.