“Mi tía solía decir que si un grillo entra en la casa es que algo malo se avecina”. Las palabras de Leanne Grayson (Nell Tiger Free) flotan en la lúgubre atmósfera de la Filadelfia imaginada por M. Night Shyamalan como una servicial advertencia, como una inevitable premonición. En la serie creada por el británico Tony Basgallop para Apple TV, el sombrío universo del director de origen indio, con sus giros dramáticos, su humor retorcido y ese estado de insistente inquietud, no solo asoma en los dos episodios que dirige sino que impregna el espíritu de toda la historia. Shyamalan oficia como algo más que productor ejecutivo, es una especie de hombre detrás de la cortina que modela con un ingenio perverso ese mundo con aires de gótico contemporáneo. Un relato opaco y enrarecido, ceñido a una casona imponente del centro de Filadelfia, envuelta en la lluvia intermitente y los largos cortinados, con animales vivos que se convierten en extraños manjares, con cultos subterráneos que invaden el ánimo de sus protagonistas, con secretos inconfesables que aguardan en las sombras de la memoria el instante de su revelación.

Servant comienza un día de lluvia. Un taxi avanza en la noche acompañado por estridentes acordes de violines, por el sonido del agua que golpea contra el asfalto, por el ahogado estertor del freno que anuncia la llegada. Leanne desciende del auto bajo el aguacero, con sus zapatos abotonados y su valija pequeña. La casa de los Turner se impone ante sus ojos, con sus ventanas iluminadas como ojos encendidos, con sus infinitas escaleras, sus largos pasillos, el sótano habitado por una invaluable colección de vinos carísimos. Es la niñera que llega para cuidar al primogénito de la familia, ahora que Dorothy (Lauren Ambrose) ha decidido volver a trabajar. Dorothy es la reportera estrella de una cadena local, dedicada desde hace meses a la maternidad. Su marido Sean (Tobby Kebbell) es un chef experto en cocina molecular, ensimismado en sus extravagantes creaciones, crítico de las debilidades humanas y las fallas culinarias. Leanne ingresa en ese mundo con la parsimonia de quienes se entregan a lo absoluto, con su voz tímida y tranquila, con sus ojos siempre alertas.

Basgallop (Hotel Babylon, Berlin Station) equilibra el relato entre lo ominoso y lo desajustado. Cuando Dorothy lleva a Leanne a conocer la casa, cada ambiente exuda su admonición: los platos alineados en la mesa del comedor, los utensilios expectantes en la cocina, las goteras en la esquina de una habitación, la ventana que se resiste a cerrarse. Pero cada indicio de cierta extrañeza se corona con la risita nerviosa de Dorothy, con su cara deformada por el invasivo primer plano, con su intento de reforzar cualquier normalidad posible. Es que Leanne viene de la lejana Wisconsin, del seno de una familia rural, modelada en creencias religiosas y deberes familiares. El choque entre esos dos mundos es lo que Basgallop conduce con inteligencia, usando esos chirridos en la comprensión como el abismo de una diferencia. El rezo nocturno de Leanne, su apariencia monástica, la comida austera, el sigilo con el que deambula por la casa contrastan con la intensa emotividad de Dorothy, con los excéntricos festines que Sean prepara en su cocina, con el gusto por los caprichos, la soberbia y el hedonismo de los Turner. Es en ese juego de opuestos, que combinan el horror y el disparate, que Servant afirma sus logros, tomando las enseñanzas del cine de Shyamalan, con sus aciertos y falsetes, como faro.

Ya en el primer episodio se juegan las cartas más fuertes. En esa noche de presentaciones, llega para Leanne el esperado encuentro con Jericho, el pequeño bebé de los Turner. Pero Jericho ya no está, ha muerto hace algunas semanas, y en su lugar un muñeco ofrece a Dorothy el teatral consuelo de la sustitución. Sus ojos fijos y su pelo ralo destacan en el centro de la cuna como el terrible recuerdo de la pérdida, que Dorothy silencia en su conciencia y Sean conserva agitado por la culpa. Sin embargo, para Leanne no hay sorpresa ni extrañeza. Ella acuna al falso Jericho con devoción, le cambia los pañales, lo lleva a pasear por el parque. Mientras la ficción de Dorothy se afirma, Sean intenta comprender la misteriosa actitud de Leanne, cautiva de la representación como la actriz más dedicada. “Creo que tenemos que hablar sobre esto”, le anuncia a la mañana siguiente. Pero no hay nada de qué hablar. Las palabras de Sean se pierden frente al rigor de la rutina y el temple de la convicción.

Servant encuentra su poder de sugestión en la decisión de delinear un mundo cerrado. El exterior a la casa de los Turner se refiere únicamente en imágenes virtuales: los reportajes televisivos que muestran a Dorothy en la puerta de un juzgado o en los túneles inundados del subterráneo; Sean camino al aeropuerto o en la tribuna de un estadio como parte de su ritual como celebridad culinaria; Leanne en las cámaras de vigilancia de la entrada que la espían como al agente de una misión secreta. Ese cuidado en la construcción del espacio, ceñido a los laberínticos interiores de la casa, a la imponente bodega que se aloja en el sótano, a las calles aledañas que apenas funcionan como prolongación de la histeria de esa mansión, donde suena la alarma de un auto, un hombre es atacado, el cochecito de Jericho espera solitario, permite dar relevancia a los contados personajes, todos atraídos por el magnetismo de esa construcción, exquisita trampa de toda normalidad. Y es allí donde brilla Julian, el excéntrico hermano de Dorothy, interpretado por el ya crecidito Ron de Harry Potter.

Con la barba pelirroja y los ojos desorbitados, el Julian de Rupert Grint es el último ingrediente de esa peculiar familia, playboy malcriado y ferviente catador de la colección de vinos que resulta el delegado ideal del espectador, quiebre consciente de la racionalidad y al mismo tiempo eslabón esencial para la construcción cómica. Julian sabe del brote psicótico de Dorothy y fue aliado junto a su cuñado del artificio del muñeco, “objeto transicional” destinado a sobrellevar el duelo. Pero ahora, luego de la llegada de Leanne, se convierte en el perfecto comandante de la investigación sobre el pasado de la niñera, perdido en la lejana Wisconsin, bajo el fuego de un incendio y el silencio de una lápida. Es aquello oculto detrás de la tímida apariencia de “servicio” que ofrece Leanne, de la cruz de paja que protege a Jericho y las astillas punitivas que asedian a los infieles, lo que la serie entreteje con su elegante puesta en escena y su mórbido sentido del humor. Es Shyamalan quien vuelve a hacer gala de su inventiva, la que ostenta por momentos como un hallazgo y en otros como una secreta burla, pero que goza de la celebración de los que son capaces de reírse y asustarse de las mismas cosas.