He decidido abrirme de todo, incluso de ustedes. Borrarme del centro de las ideas de los otros y volverme una persona elemental, atado a un único principio: la intuición. Es que hay demasiados consejos, ¿viste? Demasiados libros y personas que saben lo que le conviene a uno, demasiadas teorías, escuelas y sabelotodos. Por suerte, uno desobedece por pereza y por falta de dinero, porque si no la vida de uno estaría guionada hasta el asco. Estoy harto de que los otros crean saber todo sobre uno: la cantidad de harina que consumir, si tenés que ir al psicólogo, cómo se llama la época y generación que vivís, si sos millennial, centennial, si hiciste las cosas bien o no, si lo que opinás está bien o debe ser deconstruido y reconstruido. ¡Basta!

No estoy bromeando. Debe ser la nota más seria que escribí. Resumo: No quiero que me vengan a aconsejar sobre lo que tengo que hacer, decir, pensar. No me importa si el que me lo dice está avalado por la ONU y lo visita el fantasma de Freud para asesorarlo. Chau, flaco. Andá a darle consejos a tu madrina. Y después se quejan de que la sociedad se haya pasteurizado y a todos nos vendan las mismas porquerías. Y eso no lo hicieron la Coca Cola y Amazon. Lo hicimos entre todos, por crédulos y por comprar todas las recetas, desde las que la van de científicas hasta las que son una sanata de acá a la China. ¿Por qué cualquiera puede venir a darte consejos? Tenés que comer así, hablar así, pensar así y ser así. Váyanse a la mierda. Esa es mi respuesta.

Nada da más placer que mandar a un sabelotodo castigado al rincón. “El problema son las grasas trans”. Y vos: “mi abuelo se comía una bondiola por cena y vivió cien años”. “El problema es el alcohol”. “Graham Grenne escabiaba como dos cosacos y vivió ochenta y siete años y escribió cincuenta novelas”. Miren si Van Gogh se hubiera cruzado con uno de estos aconsejadores seriales. “Vincent, tenés que ir al sicólogo”. Y chau Van Gogh. “Ay, qué cosas tan oscuras escribís, Franz”. “No seas tan rebelde, John”.

Esta mañana arranqué desayunando sandía con vino. ¿Y qué? Si escuchando los consejos de ustedes me fue para la mona, mejor cambiar. Comé menos carne, tomá este tecito de yuyo, ¡comé algas! ¡Algas! Si comer algas prolongara la vida, las mojarritas vivirían eternamente. Váyanse al Himalaya a vender bufandas.

Hoy cualquier paparulo te dice que tu problema es la mala relación con tu vieja. Cualquier gil te habla del estrés, de la vida moderna y del colesterol como si supieran lo que circula dentro de nuestras venas. Si vieran adentro nuestro, saldrían corriendo. Y a la política también la tengo en la lupa. Le doy una par de chances más, pero que no abuse. Vamos bien mientras sean más acciones que teorías.

Y las religiones, ¡mamita! De ser por ellas seríamos eunucos los hombres y algo así de horrible las mujeres. Y luego los numerólogos, los parapsicólogos, los grafólogos, los homeópatas, el feng shui, el biomagnetismo y así hasta el infinito y más allá. Si cada una de estas reservas del saber tuvieran un mínimo de razón, el mundo sería un paraíso, señores. Y como si no bastara con los psicoanalistas están los psicoanalizados que analizan. De los filósofos que apenas se entienden brotan los ¡divulgadores de filosofía! Cada gurú tiene mil pichones de gurúes que repiten los mantras como si en lugar de haber nacido en Berazategui hubieran nacido en India. Buscate un trabajo honesto, diría Pappo.

Nos hemos vuelto corderitos, señores. Médicos especialistas para cualquier tontería, rutinas alimenticias organizadas por alguna Maru Botana de ocasión, psicólogos para cada mínimo derrape, gurúes que brotan como hongos, consejos de revistas escritos por un Chiabrando que busca hacer unos pesos extras, astrólogos, consteladores, teóricos de cada cosa que hay en la tierra, gente que le pone nombre a todo: época, gente, hábitos. ¡Vayan a ponerle nombres a las gallinas del fondo! Y de remate, los especialistas de la televisión, que no son especialistas en nada pero hablan de todo. ¡Vaffanculo! ¡Vayan a freír churros!

Incluso hay argentinos que pretenden saber lo que le conviene ¡a un australiano! ¡No me importas cuántos títulos tengas, flaco! No me interesa si estudiaste en la mejor escuela del mundo, si de Harvard salieron los hijos de puta que hoy gobiernan el mundo. Andá a venderle recetas de una vida mejor a tu abuela

Cada vez que salgo a la calle y alguien amaga darme un consejo me tapo los oídos y empiezo a decir “leru… leru… sucio tenés el agujero”. Y salgo corriendo. Y para colmo, por cada consejo que aceptás, dejás mil sin aceptar y te sentís mal por no ser mejor persona, por no cuidarte, por no estar a la altura de la época. ¡No cuenten conmigo!

Manden a todos al carajo y sean felices, o al menos sean honestos con sus ganas de no obedecer. Ya sé que esto es un consejo y que yo recomiendo no seguir consejos, pero con este se ahorran el resto. Y además ahorran plata.

Hay que cobrar un impuesto al consejo, señores. Al que da un consejo, zas, tiene que pasar por ventanilla. Es la única forma de que acabar con la superpoblación de iluminados. Y ni hablar de los artistas que saben lo que hay en el “alma” de uno. Ni yo sé qué hay en mi alma, suponiendo que esa asquerosidad exista, ¿lo vas a saber vos porque te decís artista? Y si a veces aflojo y me enternezco con una frase de Silvio Rodríguez o de Chico Buarque es porque me conviene, simplemente. Más allá de eso, no cuenten conmigo. Lo que quiero saber ya lo sé, lo que me falta está por ahí. Cuando tenga ganas, iré en su busca, en persona. 

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