Había suspendido el casamiento con las invitaciones impresas. Aunque no las habían repartido (ni señado el salón o contratado DJ) su ex futuro marido la condenó como a una criminal. La sospecha es que él tampoco quería casarse a fin de cuentas, pero aprovechaba la confesión de ella para cargarla con el peso de ambas frustraciones. Esa tarde dijo hola y adiós (sin portazo) con un breve segmento temporal en medio. No había mucho para decir y quería que el duelo empezara cuanto antes para que terminara pronto. 

Las semanas siguientes fueron un enjambre de culpa y decepción. La mujer apenas probó bocado y casi no salía de su casa. Iba y venía de la oficina como un espectro, sin un minuto de más. Se había mudado a esa ciudad unos años antes, persiguiendo un sueño (o escapando de una pesadilla, “que es lo mismo” solía decirse): una ciudad que era una maroma y la deglutía delicadamente, sin que ella pudiera notarlo. Ahora caminaba por la calle y la gente se le hacía peligrosamente cercana, impertinente y monstruosa. Hubiera salido corriendo de no ser por esa cara amiga que la observaba del otro lado de la plaza: un amigo de un amigo de no se quién, que había conocido no se acordaba bien cuándo y que había mudado su estudio ahí a la vuelta. La sonrisa del pibe le devolvió el aire; en agradecimiento silencioso se quedó conversando con él.

Un par de meses después, dormían en la misma cama de la casa que compartían: del reencuentro a la convivencia, casi sin escalas. El quinto piso de un edificio en Triunvirato y Los Incas había puesto fin al corto duelo e instalaba, una vez más, la ilusión de la vida de a dos, sostenida en una suerte de amnesia que pisoteaba los acontecimientos recientes.

Los despertaba cada mañana un viejo radiorreloj: esos aparatos chatos y alargados que dan la hora en numeritos de luz roja y se programan para que suene alguna emisora a la hora de levantarse. Esa mañana empezó a cantar Fabiana Cantilo: “Yo vivo en una ciudad que tiene un puerto en la puerta...”. Anunciaba el fin de la noche. Ella sonrió en duermevela y acarició la mágica espalda de su compañero. Volvió a sentirse poderosa; pecó de feliz cuando se dijo ahora sí, esto sí que es para siempre. No importaba que la ciudad no la correspondiera, o que la prisa del diario trajín la masticara. Ese invento llamado amor la atrapaba, sin resistencia, y todo volvía a ser como antes del dolor.

Yo vivo en una ciudad, que tiene un puerto en la puerta y una expresión boquiabierta para lo que es novedad. Invencible, se miraba al espejo: con una mano se maquillaba y con la otra recibía la taza de café que le habían preparado. Apenas tenía treinta años y ya había llegado al mejor lugar del mundo. Esa idea la revestía como un tapado suavecito que abriga hasta los tobillos.

Lo que no supo ver es que no siempre hace frío, y cuando no, un abrigo tan largo e infranqueable se convierte en un peso, un estorbo. ¡Ah, el amor! Infame mentira, siempre. Una palabra tramposa y escurridiza que nunca significa lo que esperamos… ¡Ahhhhhhh, el amor!!!!!! Al pie del altar o en un quinto piso: el fin es inminente. Alguien dijo que el amor es una torta de chocolate: podés cortarla en partes chiquitas para que te dure, aunque se vuelva rancia; podés comértela en un atracón. Pero en algún momento, la torta se termina. Ni cara amiga del otro lado de la plaza, ni café caliente a la mañana.

Puteás al radiorreloj cuando arranca con ese sonido metálico o hace lluvia por mal sintonizado; la espalda de ese otro ya no es mágica y te asfixia tenerla tan cerca en la cama.

Otra vez el pantano. No hay nada cocinándose en la imprenta, pero sí las ganas de salir corriendo.

Una de esas tardes, un par de años después, él llega y la encuentra llorando. Hay un bolso preparado arriba de la cama y ella sentada al lado. Él no hace preguntas, también conoce lo que pasa. No llora, no sabe. Se apena como le sale, se acerca a esa íntima desconocida y le apoya la mano en el hombro. Ella llora más fuerte. Dejan que la vida suceda (la vida siempre tiene razón) y ella sale por la puerta. Fin del cuento.

Yo vivo en una ciudad que tiene un puerto en la puerta. Por fortuna, cada puerta que se atraviesa es siempre un puerto: al que se arriba o que se abandona. Las puertas siempre se abren y detrás de ellas hay algo, al menos una promesa de continuidad. Los finales dramáticos son ilusorios, como el amor. Nada se clausura, siempre hay algún “del otro lado”. 

Cruza la avenida y para un taxi: no mira para atrás, ya aprendió. Sube al auto y llora como si no hubiera nadie. Entre espasmos y sollozos, se acuerda de un viejo libro de Rilke que dice: "En las cosas más profundas e importantes estamos indeciblemente solos".