EL CUENTO POR SU AUTOR

Un adoquín suelto después de un siglo de encajar en su puesto. De drenar las aguas negras y las aguas blancas, distribuyendo como un secreto la velocidad acuática y subterránea de la ciudad. De acompañar los temblores a prueba de microscopio de las tierras planas sobre las que nadie camina como si hubiera que ponerse a resguardo. Piedra escuadrada en resistencia al calor y al frío: sus estrías son invisibles, y también lo habían sido sus lentísimos avances y retrocesos, los empujones a los que fue sometido.

¿No se parece a un corazón? No, no se parece a un corazón. Un adoquín suelto al costado de la calle donde estuvo encastrado por décadas no se parece a ninguna cosa, ni siquiera a un animal abandonado a su suerte por un amo cruel. Mientras tanto, las máquinas desinfectantes arrasan la superficie con grandes estruendos. Después, nuevas máquinas dejarán caer suaves gotones de brea caliente, el ungüento oscuro. La brea se esparcirá hasta ocupar el lugar exacto en el que antes hubo una piedra, idéntica a sí misma, cada día.

Una pareja también es un encastre, y en este cuento se exploran los movimientos milimétricos de sus materiales desconocidos puestos a prueba. En el calor del verano, en la altura y en el descenso, en la presión y en el desgaste. Ajustándose a la contaminación de nuevos elementos, movimientos, temperaturas, fuerzas irresistibles. Intrusiones, fantasmagorías. Piedras entre piedras, soportando la constricción, las avalanchas, la abundancia. ¿No se parecen a un corazón, bombeando sus deseos en sistema intermitente, temiéndole por un instante a la misma cosa? No, tampoco. No se parecen a un corazón ni a nada, ni siquiera a las sombras que se abren entre lo que sí podemos ver.

LOS CORTESANOS

La luz cruzaba el sistema solar entero para caer, repartida por la sombra de los árboles, en su remera. Así y todo estaba oscurecido, como si nada pudiera tocarlo. Yo iba apenas un paso y medio detrás suyo. No sé si la luz me tocaba.

Íbamos juntos y a la vez no, como van las parejas que discuten por la calle, peleando también a través del ritmo y la velocidad. El odio de las discusiones es un animal anfibio que da saltos gigantescos e intempestivos, paranormales. Así, yo odiaba también todas las cosas que encontrábamos a nuestro paso. A los perros, por ejemplo. O a sus paseadores. Podría haber odiado a los horneros, que se colgaban de los árboles cantando y volvían a los nidos que habían escondido en las ventanas de los edificios, pero no. Nuestra medida máxima de desprecio, al parecer, eran los perros.

Habíamos intentado salir temprano para llegar a horario al almuerzo familiar, pero la discusión nos había demorado por todo el departamento. Al principio en el comedor y después en la cocina, persiguiéndonos. Después habíamos discutido solos y ensimismados, en voz baja, mientras nos terminábamos de cambiar, y ese momento se había parecido a una pausa, quizás a una reconciliación. Las últimas cosas hirientes habían sido dichas casi en la puerta, de espaldas a la heladera donde se repartían los imanes de todos nuestros viajes. Ahí estaban la vicuña en miniatura, el destapador de Barcelona y una torre Eiffel que había perdido su pico en algún golpe. Después y con mucho trabajo habíamos hecho silencio, y lo habíamos mantenido vivo como a un fuego hasta subir al ascensor.

Pero ni bien salimos a la vereda, los ataques se reanudaron. Ahora, un paso y medio por delante de mí, la discusión era por completo inconducente. La llevaba él, como una bandera, pero podía pasar e iba a pasar que yo tomase el asta en cualquier momento y comenzase a agitarla con frenesí. Mientras tanto, era una cortesana de mi propia vida, de mi propia situación. Iba rendida y última en esa larguísima cohorte que empezaba en él y terminaba conmigo.

Por un segundo había intentado rastrear el hilo que nos había tironeado hasta este malestar y no había logrado encontrarlo. ¿Desde qué hora estábamos odiándonos? Venía de muy lejos, de muy atrás. De viejos odios para otros que se empujaban entre sí hacia el futuro. Iba a alcanzar con un cambio de viento para reconciliarnos, pero ese viento tendría que llegar solo. Iba a ser necesario el cansancio, la necesidad. Un favor diminuto e irrenunciable, por caso, podía servir. Si me lo pidiera, pensé. Así también piensan algunas enamoradas que todavía no han besado nunca.

El cielo estaba radiante. Ni una nube: el clima despreciaba nuestra marcha. De haberlo notado a la vez, eso hubiese alcanzado. Pero yo no quería hablar, no quería hacer comentarios amables. Cruzamos la calle sin esperar el semáforo y entramos al supermercado conservando la distancia. Nos separamos enseguida.

Ahí dentro nos habíamos convertido en dos seres con lentitudes independientes. Pasé por delante de cosas que hubiésemos necesitado de ser otro tipo de pareja, pero la verdad es que no había muchas opciones, ni siquiera para ellas: las góndolas eran pocas y entre los productos había faltantes que abrían largos huecos de sombra hasta las paredes, eso que nadie les conoce a los supermercados. Hundí la vista en los vacíos desparejos y secretos; me entretuve buscándolos como si buscara tesoros, intentando identificar un patrón en todos ellos. Hacía un rato ya que nos habíamos perdido de vista, pero ninguno trataba de encontrar al otro.

Me interné en el fondo, por las heladeras. La vibración de los motores podría haberme serenado si me hubiese quedado ahí lo suficiente, bajo el parpadeo del tubo blanco, pero ¿quién puede soportar la calma en medio de una tormenta? Así que volví de la zona glacial con las manos congeladas y dos latas, heladas, durmiéndome los dedos.

Entonces lo vi. De espaldas, eligiendo el vino. Lo vi tomar uno que conocíamos bien. Después lo vi devolverlo al estante, elegir otro. Me sentí herida: yo no conocía ese vino nuevo, no sabía cuál era. Llegué justo cuando terminaba de tomarle el peso y, en un gesto micrónico, se decidía a llevarlo. Le pregunté por la marca con el tono que solía usar para renovar votos bélicos. De quién había aprendido ese tono y por qué no podía abandonarlo; él respondió algo seco, mantuvo también su apuesta. No insistí. Tampoco hubiese sabido yo qué vino elegir.

La fila a esa hora era larga y una mujer tardaba demasiado en la caja. La tarjeta no funcionaba, el cambio no era suficiente, el cajero se había equivocado. Algo fallaba. Por contagio, nos impacientábamos entre las botellas, los jabones y las ofertas. Era como un virus, pero él no se inmutaba. En cambio, leía la etiqueta de la botella, se iba de viaje por viñedos lejanos sobre los que también caía, radiante, el sol del mediodía. A esta altura a mí las manos me ardían, pero no veía dónde apoyar las latas. Pensé en reventarlas contra el suelo.

Finalmente llegamos a la caja. Pagamos con corrección; era una coreografía vieja, después de todo. Desde afuera nadie hubiese advertido lo que pasaba. Seguimos hasta la avenida sin hablarnos. Las cargas iban repartidas con exactitud. Ahora me parecía que las cosas que se nos cruzaban debían de quedarse con todo el odio, que teníamos que empezar a despegarnos de esa tela de araña. Vi su espalda recta, la dignidad de sus hombros. Vi el esfuerzo de sus manos con la bolsa de las compras, vi la dignidad de sus manos. ¿Qué veía él de mí? ¿Qué hubiese visto de ser capaz? Una piedad descorazonadora empezaba a tomarme. Y una especie de desesperación. Doblamos a la izquierda, de memoria. Esa era la cuadra en la que teníamos por costumbre alabar las calles de adoquines que aún sobrevivían en el barrio.

No sé si fui yo quien la reconoció primero al llegar a la esquina. De pie junto a la parada del colectivo, miraba el curso de la avenida. Fue un segundo en el que la vi entera. Esperaba por su viaje balanceando el peso de su cuerpo hacia adelante y hacia atrás, su pelo negro cayéndole como una cinta hasta las caderas. No odié su pelo negro, que era como un imán y me absorbía, aunque muchísimos metros me separasen de él, de su perfume y su consistencia. No supe si él la había visto. Si él estaba viéndola. No supe si la miraba mientras nos deteníamos, ahora sí, antes de cruzar.

Había un gran bolso en el suelo, entre sus piernas. Qué llevaba en ese bolso y hacia dónde iba con él y por qué andaba por nuestro barrio ahora; ¿estaría yendo o viniendo? También me pregunté si esta iba a ser la última vez que nos la cruzáramos, si él se la habría cruzado andando solo por estas cuadras y no me lo había dicho nunca, o si yo me la había cruzado andando sola por estas cuadras y quizás no me había dado cuenta. Hasta entonces ella había pasado a ser, de alguna manera, tan sólo un nombre. Una palabra breve que economizaba sus apariciones entre nosotros con reemplazos venenosos.

¿Qué hacía esa mujer mientras nos odiábamos en su nombre? ¿Sufría? ¿Era feliz? ¿Lavaba su pelo negro en las casas de otras personas? ¿Sabía que la mencionábamos y la sentábamos a la mesa y la arrastrábamos a la cama y después al sueño? Y más tarde en el trabajo, mientras las computadoras fallaban. ¿Y qué nombre ocupaba sus conversaciones? ¿Era el mío? ¿Era el de él?

Seguí sin hablar, en la esperanza de que no la hubiese visto, y hasta no la miraba yo, como si así pudiese lograr que no existiera. El tiempo entró en una espiral extraña; se torsionaba y alargaba mis conjeturas, deformándolas. Los pensamientos se repetían y se apilaban en mi cabeza mientras sonaban bocinas de taxis, motores, arranques de motos. Él me dijo algo que no alcancé a escuchar en medio de todo el ruido. Podía haber sido algo acerca del vino, de lo que habíamos olvidado levantar en el supermercado para el almuerzo. Seguí esperando, sin responder, a que corte el semáforo.

Cruzamos al fin la calle. Giré la cabeza en la dirección en que me la había topado y ya no estaba ahí. Ni ella ni los demás pasajeros que esperaban a su costado.

Ahora venía la cuadra que había perdido el empedrado hacía poco. Grandes máquinas, algún día que no vimos, habían alisado el terreno. En las canaletas, aquí y allá, se encontraban restos de la superficie anterior. Esa era la vereda en la que nos felicitábamos por estar tres cuadras más allá, todavía del lado de la resistencia, del viejo mundo. Yo seguía sin mirarlo. El corazón me latía como si se estuviese defendiendo en sueños. Y ese pelo, de repente, era brea extendiéndose por toda la ciudad, tramo a tramo. Una alfombra real que se desenrollaba con lentitud desde el principio de los días hasta nuestra casa.

“Es una pena. Me gustaba tanto esta cuadra, antes”, escuché de repente, con total claridad. Tampoco entonces me atreví a mirar con qué cara me hablaba. Lo dijo sin ninguna entonación particular, con el tono que usaba para decir las cosas comunes y silvestres.