La manos hablan y las de Ketty La Rocca, mucho. Declamando la perseverancia en busca de un lenguaje o huyendo de su esclavitud, sus manos fueron lengua, laringe, cuerdas vocales, aire y labios. Las manos de Ketty La Rocca protagonizaron uno de los primeros videos que el arte del siglo veinte nos legó (¡qué siglo de manos con Georgia O'Keeffe inaugurándolo!) y el primero estelarizado exclusivamente por gestos manuales. Lo llamó Appendice per una Supplica (1972), nueve minutos y medio de conversada tensión en silencio donde dedos largos y afilados como los que pinta Dasha Shishkin -cuando pinta manos porque generalmente las esconde-, brotan ensortijados desde un fondo negro aludiendo gramáticas nuevas.

Las suyas y las de un hombre en tráfico de manos, componen el elenco mímico que narra, señala y empuña; es una batalla, una danza pendenciera que husmea y repele. Antes y después de nadar en la fragilidad muda, Ketty repetía en sus performances como un mantra la palabra “usted”, era su palabra favorita para interrumpir la lectura de un manifiesto que no manifestaba, para señalar la ausencia como una auspiciosa excursión a los resabios del lirismo y para excitar la comunicación improvisando una métrica no acentual. No sirve el yo solo, salgamos a buscar un usted. Efluvio y poder, subyugación y lenguaje.

Se llamaba Gaetana, nació en la punta este de Liguria, en La Spezia, y a los dieciocho años se fue a Florencia a estudiar música electrónica en el Conservatorio Luigi Cherubini. La ciudad renacentista le convidó pulso tonal telarmonioso que ella trasfiguró, buscando espesor nuevo en el lenguaje viejo, en poemas y collages con retumbos del Pop Art, del descontento dadaísta y del Gruppo 70. Entre 1964 y 1965 denunció a través de sus obras al negocio que hacía cada vez más ricos al machismo y a la Iglesia Católica: la mujer sensualmente delicada, coqueta y prolijamente explotada.

Dos obras como ejemplo, Top Secret, labios presos detrás de una reja y Elettroaddomesticati, un collage, dos mujeres, un estereotipo sensual y una boca amordazada. Compartía becuadros y bemoles con la WAR (Women Artists in Revolution), con Redstocking Artists, con el Manifiesto de la Revuelta Femenina de Carla Lonzi y con los espacios culturales que se rebelaban contra los tradicionales roles de género. Años de experimentaciones lingüísticas de identidad femenina con monogramas en PVC que coreaban lecturas de Barthes, McLuhan y Eco; un desafío semántico-visual, una conjugación nueva en un cuerpo nuevo donde las manos, en días corridos de tristes menesteres, sufren lo que le han sacado desde nacidas.

Como Ketty no confiaba en el lenguaje que acunaba el poder dominado por los hombres (“las mujeres solo tenemos acceso a un lenguaje que nos es extraño y hostil"), salió a buscar alternativas conceptuales en una celebración de prosodias donde conversaban manos clarividentes como las que Alice Neel les pintaba a las mujeres de sus cuadros. El diagnóstico de una muerte inmediata: un tumor en la cabeza, dispuso su última performance -craneología-, y su esgrima con la enfermedad artera. Esta vez usó las radiografías de su cráneo y las intervino con sus manos, sí, otras vez sus manos, pero esta vez con los puños cerrados. Ketty La Rocca, relegada durante mucho tiempo, es vanguardia feminista de los setenta, y un éxito cultural cada vez que un banner anuncia una retrospectiva. Revancha de una filológica dactilar que le hace frente a la pesadilla ininterrumpida del olvido largo.