EL CUENTO POR SU AUTOR
Hace unas semanas, en mi ciudad, cerca de mi casa, se suicidó el cura Eduardo Lorenzo, acusado de abusar sexualmente de menores durante los últimos treinta años. Se suicidó en la sede de Caritas La Plata, donde colaboraba mi abuelo, y donde alguna vez fui a acompañarlo. El cura Eduardo Lorenzo, párroco de la iglesia Inmaculada Madre de Dios de Gonnet, donde tomé mi comunión y mi confirmación. Fue él quien bautizó a mis sobrinos y casó a amigos y parientes. Pese a que estaba acusado de abuso sexual con acceso carnal agravado contra al menos cinco víctimas, y que una pericia oficial dijo que tenía “rasgos psicopáticos y perversos”, fue despedido en su iglesia con una misa, y a la vez, con una sentida carta del Arzobispado.
CÓMO DESENTERRAR UN MUERTO
Lo primero que me sale es una carcajada. Después una risa nerviosa, nerviosa no, triste. Pero nadie se ríe al lado mío, todos me miran y yo intento contener la risa pero es peor porque siempre pasa lo contrario, me ahogo, me dan arcadas, intento tragar para no largarlo todo ahí, me levanto y una copa de vino se cae en la mesa del living, que no tiene que mancharse, conocen la situación y corren los platos y la picada con quesos y fiambres. La primera que me dice que es de muy mal gusto reírme de una muerte es Lina, que vino con su marido, lo acabo de conocer hace un rato, aunque ya lo conozco desde siempre, porque estos son todos iguales, los sacás del envoltorio y tienen olor a pasto y a vacas, a inseminación y a soja, olor a dólares tienen. El tipo quiere ayudarme, no me acuerdo el nombre, no quiero vomitarlo, sería una forma bastante pelotuda y triste de conocer al marido de mi hermana.
A Lina es a la que desconozco, pero la desconozco desde siempre: es como si nunca hubiera sido mi hermana. Nos llevamos seis años, creo que siete. Soy la menor. Mamá nunca pudo tolerar que me haya transformado en la menor. Y en el medio está Carla, pero Carla nunca se quiere meter en quilombos, siempre tiene que estar bien con todos, o por lo menos, cuando hay un problema baja la voz y te dice algo como tratando de tender puentes entre tu odio y su tranquilidad, porque no quiere crear problemas, ni crearlos ni que los creen, quiere conciliar, es lo que nos enseñaron. Conciliar. Si hay un problema, conciliamos. Dicen que siempre quise llamar la atención. Ya estoy un poquito grandecita para todo este jueguito, me dice el tío Eduardo, que era amigo del santo difunto. La noticia acaba de salir en el noticiero local. Lo acabamos de ver todos. Eduardo Esperanza, el cura de nuestra comunidad, se acaba de suicidar, de limpiar, está muerto.
Voy al baño pero no llego y vomito todo el pasillo. Los gritos de ellos atrás, me pongo la mano en la boca para contener, voy juntando lo que puedo con la mano. Cuando llego al inodoro estoy vacía. Un hilo de baba blanca, otra arcada, pero no me sale más que espuma, una espumita amarillenta que cae y entra en el agua y se encapsula y queda ahí abajo, en el agua limpia y asquerosa del inodoro, como una parte de mi pasado, la puedo ver, sé que va a estar siempre ahí en el fondo, aunque tire la cadena cientos de miles de veces.
Ahora mi boca se abre como si estuviera poseída, pero lo único que sale es un aire caliente y espeso, como un espíritu maligno. Atrás mío todo es gritos. Están diciendo que hay que limpiar el pasillo. Quieren entrar en el baño pero me levanto y cierro. Me quedo sentada contra la puerta, sosteniendo el peso de esos golpes, sosteniendo el peso de lo que no entienden.
El padre Esperanza, el cura copado que ponía rock en las misas, que había venido a cambiar los aires de la iglesia Inmaculada Santa María, la iglesia del barrio, un barrio de familias acomodadas. Sus dedos con la hostia metiéndose en mi boca, tocando una parte de mis labios: primer contacto ritual, su facultad de colonizarnos, el poder que le confería la iglesia para mirarme a los ojos y decir el cuerpo de cristo, y yo tener que decir, el cuerpo de cristo, e irme a sentar con la hostia en la boca y las manitos muy juntas, a pensar en mis pecados, en el perdón y en las cosas malas que había hecho, en lo culpable que debía sentirme.
Primero tenía el cargo como director en el colegio San Juan, que dependía de la iglesia Inmaculada Santa María. Pero no era director, sino que tenía el cargo ese de superior religioso, o sea, no venía todos los días. En esa época no ponía cumbias o rock todavía, su papel era el de cura entrador, hablaba tu idioma, podías entenderle en las clases de catequesis, a mí, que nunca me había gustado la catequesis. Voy a hacer que les termine gustando esta materia, nos decía.
Era un colegio chico. La iglesia también era chica. Si no podíamos crecer era porque nuestro barrio estaba delimitado por la autopista y las vías del tren. Desde las aulas veíamos pasar el tren en medio de una clase, o cuando estábamos en la misas se escuchaba la bocina de la locomotora. De vez en cuando el tren cortaba algún cuerpo en varios pedazos. Cuando salíamos del colegio y algunos cruzábamos las vías para volver a casa, veíamos restos de carne enroscada, cuero cabelludo con sangre, alguna zapatilla y el hueso expuesto. No sabíamos de quiénes eran esos cuerpos, pero al otro día antes de clase nos hacían rezar por sus almas.
Trabo la puerta del baño. Vergüenza de haber vomitado todo el pasillo. No quiero salir. Vergüenza me tiene que dar. Quiero sacarme todo lo que tengo. Me meto otra vez los dedos hasta la garganta y me ahogo. Escucho gritos de afuera. No son de afuera. Son mis gritos. Pero no soy yo la que estoy gritando, sino el otro espíritu, el del pasado, mi parte masculina muerta que ahora quiere salir.
Para tomar la comunión tuvimos que hacer un curso a la tarde fuera del horario escolar. Fue más o menos de dos meses. Ahí lo conocí. Siempre estaba con otros pibes pero nunca con chicas. Me acuerdo de haber visto alguna vez a este Fernando, quizás porque salió hace poco en la tele, o no sé si lo confundo con otro chico que en esa época estaba siempre en las actividades que había en la iglesia, es que los ojos, la cara, todos ellos eran tan iguales, éramos todos tan lo mismo. Aunque en esa época nadie sabía nada, pero cuando este Fernando salió hace poquito en la tele dando la conferencia de prensa, fue como si hubiera explotado una bomba en uno de los bancos de la iglesia, la bomba que nunca explotó cuando éramos chicos, porque en una época, cuando Esperanza todavía estaba en nuestro colegio, empezaron con los llamados y las amenazas de bomba, teníamos que salir todos de las aulas y quedarnos en el patio. Después nos íbamos a casa. Decían que las llamadas eran porque Esperanza había echado a ese chico, a Damián, aunque no sé si antes de Esperanza había amenazas, creo que había, y tampoco sé si eran por Damián, porque después de echarlo siguieron llamando un tiempo más hasta que al colegio le recomendaron hacer la denuncia y un día que habían llamado pusieron una patrullero en la puerta y después el comisario entró con otro policía y estuvieron hablando con la vicedirectora y saludando aula por aula, en tono amistoso, diciendo que estaban ahí para protegernos. Dicen que a partir de ahí no hubo más llamados.
El olor a pasto, a transpiración adentro la carpa. Las linternas allá lejos, por la zona de la tranquera. Van a tardar como una hora en volver. El olor a pata. Estoy solo en la carpa. Dije que me dolía la muela pero no me dolía nada. Me quería quedar porque Hernán y Matías habían dicho que yo era una mariposa. Fui al baño y a la zona de las duchas. No me daba miedo quedarme solo en el campo. Me quedé mirando el fuego que habían hecho y ahora se apagaba. Volví a llenar la cantimplora y me metí otra vez en la carpa.
Papá en esa época participaba en la cooperadora el colegio. A veces tenía que ir a la iglesia a hablar con Esperanza y yo lo acompañaba. Me quedaba dando vueltas por los pasillos que había y a veces jugaba con los chicos que iba a hacer catequesis porque iban a colegios que no eran católicos y las familias los llevaban ahí para que después puedan tomar la comunión.
Una vez por año se hacía el campamento en algún fin de semana de noviembre. Íbamos con los maestros. El año que fui yo nos hicieron ver como capaban a los terneros. Yo no sabía lo que quería decir capar. Había unos gauchos que se metían en un lugar donde estaban los terneros. Había un cuchillo afilado. Iban agarrando uno a uno a los pobres bichos y cuando les cortaban los huevos les salía sangre y mugían de dolor mientras se quedaban dando patadas al aire. Los huevos los ponían en una palangana gigante. Eran grises, medios marrones, el agua con sangre. Decían que eran ricos para comer a la parrilla.
Íbamos a la misa del domingo al mediodía. Después de la misa la gente del barrio se quedaba hablando en el patio de la iglesia, ahí donde nos habían dado la comunión, donde había tenido el bautismo de mis primitos y el casamiento de mi tío. Mis hermanas se encontraban con algunas amigas. Yo no me podía alejar mucho de mamá, pero a veces jugaba con Ricardito, que era el hijo del tipo que tenía los camiones de mudanzas. Ricardito hablaba y se pasaba la lengua por afuera de los labios como un mongo. Nos dejaban correr por atrás de la iglesia pero sin acercarnos a la calle. Dábamos la vuelta y volvíamos al patio central donde todos saludaban a Esperanza. Lo rodeaban y él iba saludando y hablaba con cada uno de los vecinos. La gente estaba contenta, decía que un tipo tan humano como Esperanza, era lo que la iglesia necesitaba. Tenía fama de mujeriego. O se la habían hecho, pero se veía con buenos ojos que fuera mujeriego, no era como los otros curas, este era distinto. En las clases de guitarra, se decía que a los chicos también les enseñaba algunos temas de rock. Esperanza no era como los otros curas. No le conocían novias, pero decían que tenía varias mujeres, que era bastante picaflor.
El día que fui con papá a la casa que quedaba al lado de la iglesia, la casa donde vivía el nuevo cura. Papá estaba en la cooperadora el colegio, que dependía de la iglesia. Esa fue la primera vez que lo vi.
Era el que bautizaba a los bebés, el que les mojaba la cabecita y les ponía el óleo sagrado haciéndose una cruz con el pulgar en la frente. Hacía chistes en las misas. Chistes con el matrimonio o con algo relacionado a lo que estuviera hablando en ese momento. La gente se reía. Todos nos reíamos. Sus temas en las misas eran de lo más variados y modernos. Usaba palabras modernas y tocaba temas que nadie tocaba. Hablaba de la juventud, había que estar cerca de la juventud, porque ése era el futuro de nuestra iglesia católica.
Me preguntó por qué no había ido con los otros a recorrer con las linternas. Le dije que porque me había peleado con los chicos. Quiso saber por qué me había peleado con los chicos. A mí no me molestó que entrara en la carpa. Se sentó y empecé a contarle todo.
En los últimos años se había calmado. Se lo veía más apagado, tranquilo. Se comentaba lo de una denuncia. El arzobispado lo protegía porque había sido sólo una denuncia. Y tampoco se supo mucho sobre esa denuncia. Hasta que después vino lo de la conferencia de prensa y todo eso. Pero en ese momento muchos salieron a defenderlo. Mi familia también lo defendió. Incluso yo lo defendí.
Tenía un séquito que lo protegía de los ataques. Eran padres, pero también jóvenes, algunos jugaban al rugby. Todo su séquito, ahora me los imagino, los puedo ver, mirándome, mirándome y acusándome, desde un lugar alto de la iglesia, juran que lo conocían, juran por dios que todas esas acusaciones son falsas, un vuelto de cuando estaba en el servicio penitenciario de la provincia. Soy la culpa, soy el lobo vestido de cordero.
Estoy encerrada en el baño. Del otro lado de la puerta escucho las voces de mis familiares. Me duele el cuerpo. Meto los dedos en el fondo de mi boca y mis dedos sienten la lengua y la campanilla, pero también mi lengua siente los dedos, y la campanilla también siente mis dedos, es como si cada parte de mi cuerpo sintiera por separado, como si estuviera, de alguna forma, desarticulada. No me sale más vómito. Golpean la puerta, creo que es mi tío, pero la voz y los gritos se me confunden, como se confunde ahora lo que siento, no sé se reír o llorar, si seguir vomitando o sentarme en el inodoro. Ya no son golpes de mano sino de hombro. La puerta empieza a retumbar. Van a tirar la puerta abajo. Y no es joda.
Nos enseñaba a tocar la guitarra. Teníamos clases los martes. Nuestros padres nos dejaban en lo que era la casa que tenía al lado de la iglesia. Después de clases mi papá se quedaba siempre hablando con él por el tema de la cooperadora. La señora Ana me daba un vaso de coca y yo esperaba en la cocina. Para mí la señora Ana era como su mujer, aunque sabíamos que no podía tener mujeres, y además la señora Ana era más vieja que él, y lo que se decía siempre era que él andaba con señoritas. Un día mi papá no llegó o llegó más tarde o ese día no iba y entonces me quedé en su casa durante un buen rato. Ese día la señora Ana tampoco estaba. Estuvimos hablando en el sillón. Estaba oscuro. Al rato vino mi mamá a buscarme en la camioneta. Esperanza la trató mal a mamá porque había estado llamando a casa y no contestaba nadie. Mi madre no sabía cómo hacer para pedirle perdón. Unas clases después mi papá le llevó de regalo el equipo de mate de alpaca que le habían comprado en un viaje que hicieron al norte. Me mandaron a que se lo diera, en señal de disculpas. A Esperanza le encantó el regalo. Me agradeció con un beso y un abrazo.
Unos meses después de las amenazas de bomba, Lisandro, de cuarto grado, tuvo un brote místico. Nos enteramos todos a la salida. Los gritos se habían escuchado por el pasillo. Lo habían llevado a dirección y lo dejaron encerrado bajo llave esperando que llegaran los padres. Cuando abrieron la puerta Lisandro había puesto boca abajo todas las fotos de los portarretratos y rezaba envuelto en la bandera papal. Estuvimos unos meses sin verlo. Decían que lo habían tenido que internar. No sé cómo hicieron con las materias, pero cuando se reincorporó, parecía el mismo de siempre, era como si nada de nada hubiera pasado.
La imposición de sus manos sobre nuestros cuerpos, sobre nuestros pecados. El cuerpo de cristo, decía él dándonos la hostia, y uno tenía que decir amén y abrir la boca para recibirlo. Tocando a nuestros bebés, para recibirlos en la Santa Iglesia, dando la comunión a los chicos, uniendo los matrimonios con sus santas manos, legitimado por la iglesia y por el estado, para decidir sobre nuestros cuerpos, la llave para entrar a la casa de Dios, hablando desde el altar, desde ese lugar donde nos miraba elevado, levantando sus manos y tomando la sangre de cristo. Su palabra impuesta sobre nuestro silencio. A todos nos bendijo de alguna forma, a todos nos tocó tarde o temprano.
Después de la conferencia de prensa de este chico, hubo algunas denuncias anónimas. Lo fueron acorralando. Se comentaban cosas del juzgado, la citación, los medios, Esperanza ya no era el mismo, no se reía ni hacía chistes. Pero resistía. Bueno, también resistía porque de arriba tenía banca, la curia, esos viejos que eran todos amigos de mis abuelos, como el sapo ese que vino una vez a casa y se quedó dormido en la mesa después de comer. Mi abuelo lo tuvo que despertar y nos saludó y se lo llevó en su auto. Antes de irse de casa rezó y bendijo a mi familia bostezando.
Hay un video en youtube donde un periodista lo filma con su celular a la salida de la misa mientras los fieles lo saludan. El periodista le pregunta a Esperanza por el chico que dio la conferencia de prensa acusándolo de abuso sexual. Ahí le cambia la cara, es otro, no es el Esperanza que conocemos, ahora mira a cámara desencajado, increpa al que filma, le pide su nombre, le dice que lo va a denunciar a él, que no es un periodista, que los periodistas como él son la lacra de la sociedad. Empieza a acercarse a la cámara, lo acompaña un patovica de dos metros, un gordo que parece seguridad de un boliche más que un fiel católico. Esperanza le dice al periodista que un día va a andar por la calle solo, que tarde o temprano algo le va a pasar, que ésta no se la va a llevar de arriba. Y así cierra el video.
Tenía un revólver. Decían que se los mostraba a los chicos. Porque de alguna forma él se consideraba un justiciero, combatiendo la inseguridad en el barrio, trabajando directamente con el comisario. Dijeron también que a algunos de los chicos se los enseñó a usar. En el campo, cuando iban de campamento con los chicos de la congregación. Me lo imagino, atrás de alguno de los chicos, sus manos firmes sobre las manos temblorosas, el disparo y el fuego en la noche, la cara de Esperanza, las caras de algunos de esos chicos, iluminándose por un segundo, el disparo, y después otra vez la oscuridad.
Cierra la carpa desde adentro. Yo no digo nada, no puedo decir nada, no me sale decir nada. Afuera no se escucha a nadie. Lo único que escucho es la respiración. Me toca la pierna. Me dice cosas que no quiero escuchar. Y yo no diga nada, aunque quiera no puedo decir nada, porque no me sale decir nada.
Ahora el que grita y golpea la puerta es otra vez mi tío. Pero también está la voz de mi hermana, la de mi madre que es la misma voz, o parecida, es que son tan iguales. Mi cara en el espejo. Todo el rímel de los ojos corrido. Tomo un poco de agua de la canilla y me lavo la cara. Me arreglo un poco el pelo, me lo ato. Aviso que si siguen golpeando y gritan no salgo una mierda.
En las fotos de mi comunión está Esperanza hablando y dando la misa ante toda la gente de mi colegio. Yo estoy vestidito con pulóver verde y el pantalón gris. Tengo las manos juntas y un librito y un rosario. Atrás mío están mis padrinos. Me acuerdo la torta que había hecho mi mamá para la comunión. Era blanca y amarilla con una paloma hecha de mazapán. Me acuerdo que me reglaban plata. Mucha gente vino a casa, pero no tanto mis amiguitos porque ellos también estarían festejando en sus casa su propia comunión. No era como el festejo de un cumpleaños. Mi abuelo me regaló un libro que se llamaba La alegría de ser tú mismo. Nunca lo quise leer ese libro.
Sentada sobre el inodoro leo en la pantalla: Se suicidó el cura Eduardo Esperanza, acusado de abusar sexualmente de menores durante los últimos treinta años. Me quedo un rato así. Golpea mi tío la puerta. Esta vez amable. Conozco ese tipo de amabilidad. Después me va a querer matar y seguro me va a decir puto de mierda como ya me dijo varias veces. Está viejo y patético. Siempre fue patético. Se suicidó el cura Eduardo Esperanza, leo. Y ahora no hay arcadas sino otra vez risa, ya no es una risa nerviosa como antes, es una risa libre, estoy tentada, no puedo parar. Otra vez ellos gritan desde afuera. Ahora creo que se preocupan. Abro la puerta del baño de golpe. Los veo a todos en perspectiva por el pasillo, es un segundo, mi tío primero, mi mamá, mis hermanas, está el marido de mi hermana. Alguien se abalanza contra mí. Mi tío me agarra y me zamarrea y a mí no se me va la risa, sigo tentada. Lo empujo y trastabilla, hace como un gritito de dolor y se cae de culo. Está viejo y patético. Y yo estoy joven y bella. Me causa gracia cómo cae de culo y me río otra vez. Tengo olor a vómito y el marido de mi hermana que intenta decir algo y le pido que por favor cierre el orto. Voy hacia el final del pasillo. Mis hermanas me putean y mamá llora. Y yo no puedo parar de reírme.