El Oscar del domingo será uno de los más recordados de toda la historia. No solo por la sorprendente performance de la coreana Parasite –primera película no hablada en inglés en hacer doblete ganando la categoría principal y Mejor Film Internacional–, sino también porque la transmisión de la señal ABC registró la audiencia más baja desde 1974, cuando se adoptó un sistema de medición confiable. El promedio durante las tres horas y media de la gala 2020 fue de 23,6 millones de espectadores, seis millones menos que el año pasado y tres que 2018, que con 26,5 millones había establecido el récord negativo anterior. Por si fuera poco, las críticas de los medios relacionados con el quehacer audiovisual de Hollywood se hicieron un festín pegándole a la ceremonia como si fuera una bolsa de box.

La era dorada del premio más importante del show business quedó atrás. Si bien es cierto que hoy puede seguirse lo ocurrido dentro Dolby Theatre sin recurrir a la tradicional pantalla chica, la caída está lejos de ser un fenómeno novedoso y generado únicamente por las nuevas formas de consumo. Según cifras de la consultora Nielsen, la audiencia entre mediados de los ’70 y fines de los ’90 osciló, salvo un par de excepciones, entre los 40 y 50 millones de espectadores. Pero desde el pico de 1998, cuando 55 millones de personas vieron en vivo y en directo el arrasador triunfo de Titanic, los números no hicieron más que bajar: 45 en 1999, 41,8 en 2002 y apenas 33 un año más tarde, lo que marcó una caída del 60 por ciento en apenas un lustro. Las once estatuillas para El Señor de los Anillos: el retorno del Rey elevaron nuevamente la audiencia por encima de los 45 millones, para luego continuar la pendiente negativa hasta 2008, que con 32 millones estableció un piso que recién sería perforado por los 26,5 millones de 2018. Luego del ascenso del año pasado, los 23,6 millones del domingo vuelven a encender las luces rojas en las oficinas de la Academia.

Hace un buen tiempo que la cadena ABC implora por una gala de una duración menor a tres horas. La organización atendió al pedido el año pasado quitando la figura del presentador, pero de todas maneras la transmisión se extendió más allá de lo establecido. Este domingo tampoco hubo un conductor fijo, pero de todas formas duró tres horas y media. A esa extensión kilométrica se sumó una dinámica digna del Grammy, con sus números musicales sobreproducidos y pomposos cortando el ritmo, en la que imperó además la voluntad de un guion tan férreo como absurdo. El apego a un protocolo estricto encuentra su razón de ser en el recordado papelón de los sobres de 2017, cuando se anunció que la ganadora de la categoría Mejor Película era La La Land en lugar de Luz de luna. Desde entonces es prácticamente imposible que alguien cometa un pifie de esas características, pero también que durante la tres horas y pico se vea algo distinto a un trámite aburrido y monótono.

La única dosis de frescura e irreverencia la aportó la troupe coreana. “Gracias a los ganadores de Parasite, la ceremonia se convirtió en algo mucho más bellamente caótico de lo que los productores podrían haber esperado”, escribió la periodista Caroline Framke en el portal Variety, para luego observar que “la gala perdió rápidamente su propia trama en medio de un millón de distracciones por las frenéticas y a menudo desconcertantes decisiones de los organizadores”. En esa misma línea opinó Daniel Fienberg, quien en un artículo publicado en The Hollywood Reporter consideró que la ceremonia de este año fue “una montaña rusa de decisiones bizarras de producción y dirección” que se “salvó del desastre gracias a los premios para Parasite”.