Desde que la comida peruana es una de las comidas más vitoreadas en el mundo gourmet con estrellas y premios internacionales, la memoria del paladar peruano se derrama sobre aquellos aromas originarios que hoy la hacen famosa; en esa degustación patriótica –que llevan adelante los chefs de moda– las papilas gustativas nombran de inmediato a Teresa Izquierdo, la cocinera afroperuana hacedora de la emergente gastronomía del Perú. Teresa nació en el Distrito de Lince y pronto se mudó con Luz Divina, su mamá, a Lima. Luz era cocinera en casas de familias ricas y fue en una de esas cocinas donde empezó todo.

Un día, cuando Teresa tenía ocho años, su mamá se enfermó y ante la desesperación de perder el trabajo que las mantenía, decidió ir a cocinar en nombre de su madre. Una tía la acompañó hasta el micro, cuando llegó, explicó que su mamá estaba enferma y que ese día iba a cocinar ella, la dueña de casa la miró con cara de susto y le preguntó qué iba a cocinar, Teresa no dudó el menú: sopa servida, lentejas con arroz y asado con ensalada. Le dieron veinte centavos de propina que la cocinera de estreno le mostró a todxs con lxs que se cruzó camino a casa. Desde aquel momento siempre supo que quería cocinar.

Lo hacía con su mamá y también sola. Preparaba turrones que vendía en la calle, probaba suerte con recetas familiares de tamales (usaban la ceniza del carbón para pelar el maíz) y de ranfañote (un dulce tradicional hecho con pan duro frutas secas y miel). A los catorce años ya cocinaba carapulcras (tradicional guiso peruano) en las ferias y en las fiestas de los concursos de caballo de paso. Después, también fue cocinera en casa de ricos donde nunca eran menos de ocho los hambrientos. Madre e hija preparaban servicio de catering, banquetes y hasta freían en la puerta de su casa (Teresa lo recordaba como un primer intento de independencia) pero cuando su mamá murió, se cansó de cargar sola por la ciudad ollas y comidas y volvió a trabajar como cocinera.

El intento deseado se volvió real cuando a fines de los años setenta (el 26 de abril de 1978) abrió su propio restaurante, lo llamó “El rincón que no conoces”. Teresa cocinaba, atendía, servía y cobraba (como en Buenos Aires lo hace Florencia, la cocinera dueña de la embriagadora Tita en Retiro). Eran solo seis mesas y una oferta sencilla: “comida casera hecha con cariño y dedicación, y si se acaba, paciencia para esperar que se vuelva a preparar”. Pronto aquellas primeras seis mesas se multiplicaron y Teresa pasó a ser la piedra angular de la cocina peruana que no olvida sus raíces mientras gana bocas en diferentes lenguas.

Todas las comidas son ricas, “si lo preparas bien, bien difícil va a ser que no lo comas”, decía la cocinera cuando preparaba manjar de quinua o crema volcada de quinua y recordaba los tiempos en los se decía que la quinua era para los pollos y para los patos. “Éramos siempre de ajiacos, cuando se es pobre y en una casa hay bastante familia no te comés un churrasco, te haces un guiso donde la carne se corta en pedacitos y si no hay carne se hace estofado de papa, la cocina es ingenio”. Siempre hablaba del ingenio, del sabor y de las ocurrencias, como las que tenía su madre cuando probaba y no le gustaba la sazón. Una de esas ocurrencias es el cordero a la jijuna (trozos de cordero macerados en chicha de jora, con aderezos a base de rocoto), un plato estrella en el restaurante de Teresa que ahora gobierna su hija Elena, y que nació cuando su madre molió rocoto y le echó chicha al cordero desabrido. “Son cosas que se le ocurren a una, lo inventaste y punto, ya está listo”. Una gracia, una intervención oportuna. El arte de un plato servido. Una troupe de jóvenes cocinerxs que la recuerdan con el batán -piedra de moler- entre sus manos, y que aprendieron de ella a relamerse en el deleite amoroso de la cocina criolla, memoria viva del recetario eterno, lloraron y cantaron en su entierro.