Todavía recuerdo cuando en el galpón de La Chilinga se hizo una jornada sobre el candombe argentino, bien diferente al uruguayo. En esa jornada que convocó a distintas organizaciones, una militante afrodescendiente tomó el micrófono y dijo que había una esperanza para el mundo: Barack Obama. Del mismo modo, una activista feminista “histórica” supo decir que la única revolución triunfante había sido la de su activismo. Y también, en esa época, una militante lesbiana afirmó que la militancia lgbtt era más abierta a las otras demandas. Todas estas afirmaciones fueron vanos intentos de escribir sobre el agua, cuando no una afirmación del narcisismo de la diversidad y la disidencia separatistas: festejos caídos con la velocidad de las bombas que el afropresidente lanzó sobre países árabes; con la incorporación al macrismo del feminismo que se creía impoluto en su “casa” generizada, siendo cómplices en estos años pasados de un plan de saqueo; y por sectores lgbtiq+ que son apéndices de financiamiento de organizaciones como el Victory Institute que organiza fastuosos congresos en Colombia con mesas sobre “emergencia democrática” en Venezuela y Nicaragua, mientras fuera del hotel 5 estrellas donde se sesiona asesinan a dirigentes sociales de su propio país.

La creencia en el carácter revolucionario de los géneros, sexualidades y transiciones no es novedosa, es la estación tardía a la que llegaron muches militantes con esa memoria selectiva que les sube a la trocha del trencito conserva disfrazado de una radicalidad que se agota girando sobre sí misma. La derecha fue muy hábil no en desmantelar luchas, sino en encorsetarlas para que si logran consagrar un derecho no se toque el status quo general. Si queremos derechos necesitaremos un Estado invirtiendo y eso ningún neoliberal nos lo va a conceder. Que me perdonen las maricas, trans, inter y tortas confesas de la derecha argentina partidaria u oenegeril, pero yo no siento que tengamos nada en común, al contrario, no les quiero en el Congreso de la Nación haciendo uso de su orientación sexual, identidad de género y su expresión, ni en cargos ejecutivos. Como bien dijo en su momento David Halperin, para una política queer lo único que se tiene en común (más o menos) con las heternormatividad es lo que hacemos en el catre, en el resto somos diferentes. Si lo que nos diferencia es las prácticas de catre y somos iguales en el resto, no se estaría entendiendo donde está el carácter emancipatorio de la “diferencia”.

El señor Pete

Por eso, cuando uno mira el debate de las internas estadounidenses entre los demócratas confieso que mi corazón y aliento está con Bernie Sanders. No me interesan mujeres moderadas como Elizabeth Warren, Amy Klobuchar o Tulsi Gabbard, y menos Peter Paul Montgomery Buttigieg, alias “Pete”, que es un blanco de la clase alta americana, formado en elite de Harvard y Oxford que luego de recibirse, y gracias a los contactos de pertenecer, formó parte de la Consultora McKinsey con un sueldo inicial de un palo verde. Su tan promocionados contactos con el clan Kennedy y su antigua admiración por Bernie Sanders fueron marcas de ese progresismo gringo posible que pronto olvidó. No es para menos: haber sido “trabajador” de “The Firm” es siempre el producto de la bastante bien repartida capacidad, las más elitistas conexiones y el desparpajo ético/moral de coincidir con un monstruo de dimensiones globales que se dedica a problemas de “dirección estratégica”: artífices del marcaje de los disidentes saudíes que luego pasaron por las armas por la monarquía mafiosa de túnica, de contratos mafiosos con la familia Gupta y la crisis de los opiáceos en Massachusetts y Oklahoma que produjo 17.000 muertes.

Pete, el candidato “abiertamente gay” que el Victory Institute festeja, fue servicio de inteligencia de la Armada estadounidense del bochornoso ataque y matanza en Afganistan. El gay candidate estuvo en la fuerza naval entre 2009-2017, es decir, no fue un toque, sino un completo… entrenamiento. Si bien su tesis de graduación en historia, literatura y filosofía trató sobre temas éticos (Influencia del puritanismo americano en la política exterior de EE.UU), al señor Pete no se le escuchó nunca condenar las invasiones a las que nos tienen acostumbrados los gringos cuando tienen un quilombete interno y necesitan crear consenso o poner en marcha el aparato corporativo económico militar. Por eso no es casual que también trabajara para The Cohen Group, un think tank de defensa creado por el ex Ministro de Defensa Willian Cohen que es un republicano que trabajó para Bill Clinton y la política del garrote de la tristemente conocida como una abanderada “demasiado franca en asuntos de política y demasiado ansiosa por usar la fuerza militar”: Madeleine Albright. Aunque, hay que reconocerlo, Cohen fue uno de los pocos elefantes (republicanos) que en su momento se le paró de manos a Richard Nixon. Sin embargo, el continuismo demócrata-republicano que de algún modo quebró, nos guste o no, Donald Trump y que ahora Sanders quiere girar a la izquierda (con todos los riesgos y frenos que encontraría de ganar), fue el dispositivo bipartidista tipo La Moncloa que en España hizo del PSOE un eterno correctivo de dobladillo del PP, aunque ahora debió acudir a la izquierda y al populismo para salir de la aburrida tarea repetitiva de zurcir un desajuste sin tocar nunca las dimensiones de la prenda que el “socialismo español” y los conservadores llamados “populares” acordaron al darle carácter constitucional al déficit cero. No da para extrañar al Generalísimo… ¡Pero joder! ¡Tampoco olvidar que para entrar a la Unión Europea el requisito que se le pidió a España fue cerrar su alto horno de fundición! Porque de eso se encargarían alemanes y franceses mientras a España le dejaron el turismo y los servicios atados a una moneda de un banco continental que controla con pocos votos.

No faltará, diría sobran, quienes pregunten qué coño tiene que ver la economía con la gayness de Pete: ¡Todo! Me gustaría preguntarle a Pete que haría con los inexistentes sistemas públicos de salud, educación y vivienda en Estados Unidos, que si bien recuperó empleo por el proteccionismo de Trump, sigue viendo crecer la brecha entre ricos y pobres y bajas lentas en cobertura de salud. “Paris is burning” nos mostraba no solo el inicio de “vogueo”, sino también los modos de organización de un grupo frente a la pobreza que sabemos siempre golpea más en las poblaciones marcadas por el desprecio. Los buenos números de la economía americana alcanzan a sectores industriales que Trump, nos guste o no, reactivó a fuerza de una guerra comercial que nos tira esquirlas a todos/as nosotros/as, sobre todo, a quienes no tienen acceso al trabajo formal, como los colectivos trans y travestis.

Pete funda su carrera en su gestión como alcalde en Indiana donde desarrollo los famosos y localmente ineficiente PPP: proyectos de participación público-privado, con los que realizó transformaciones urbanas sostenidas más por el capital privado, que por los intereses públicos, en donde sus innovaciones se hicieron bajo el paradigma de las “smart cities”, queda claro el viejo culto de relación demócrata con los trimillonarios de Silicon Valley. Su incursión a la militancia gay no surgió del activismo de base, sino que surgió cuando cobró relevancia la disputa Indiana Senate Bill 101 que acá se impulsa por los grupos evangélicos de derecha como “libertad religiosa” que permitiría, por ejemplo, discriminar en nombre de principios teológicos. En este caso Pete fue opositor de esta medida en defensa de la no discriminación. Felicitaciones Mr. Pete por estas posturas, pero para gobernar un país se necesita algo más que progresismo legislativo. El bautismo de “Presidente gay” se lo debemos al periodista Frank Bruni del “New York Times” que se ha convertido en uno de los impulsores de su candidatura. Por pura coherencia, ya que ese diario, conocido como “The gay lady”, jamás apoyaría algo más que superara el reconocimiento acotado sin redistribución. Entre los machos de la política americana no hay cornadas, y el Pete es uno de ellos.