EL CUENTO POR SU AUTOR

Alguna vez le mostré a una muy querida amiga un texto al que le había dedicado todo mi esfuerzo y me dio, como única respuesta, que la había hecho reír mucho. Ni que le había gustado, ni que estaba bien, mal, aburrido o pésimamente escrito. La había hecho reír mucho.
Aunque la respuesta no me gustó tanto traté de escudarme en esa idea según la cual una de las cuestiones más difíciles de la literatura es hacer reír. De hecho, suele darse como una de las excepciones que confirman la regla el ejemplo de La conjura de los necios, aunque a mí uno de los libros que más me hizo reír fue Vercoquin y el pláncton de Boris Vian.
Este cuento no tiene nada que ver con eso o, tal vez, un poco sí pero en otro sentido: a partir de esa opinión bastante extendida de que a la literatura le cuesta hacer reír la idea fue contar los denodados intentos para lograrlo por parte de alguien que carece totalmente de gracia. Un cuento sobre la desesperación de quien intenta en vano hacer reír pero ya no en el ámbito de la literatura sino en una rutina de stand up (género muy adepto a ese tipo de ansiedades), que tiene lugar en un pub de alguna ciudad de Europa central en el que, sin embargo, se habla inglés.
Respecto al título, un detalle insignificante que me importa mucho: leí esa frase hecha en una novela de un tal Phil Carradice acerca de los últimos días de Dylan Thomas antes de morir en un hospital de New York. Ahí Carradice le hace decir al moribundo galés que su madre solía usar esa expresión. La misma frase aparece en Bob Dylan’s Dream: “Ten thousand dollars at the drop of a hat, I´d give it all gladly if our lives could be like that”.
Incluida en The Freewheelin’, tal vez sea una de las pocas canciones de Bob Dylan que, más allá de la duplicación del nombre, comparten algo de la singular estética de Dylan Thomas. Tranquilamente podría aparecer entre los cuentos de Retrato del artista cachorro, ese notable libro plagado de gracias y desgracias. 

AT A DROP OF A HAT

Además de presentar a cada uno de los comediantes, el animador era, tal vez, más gracioso y profesional que muchos de ellos. Nacido en Macedonia hacía varios años que vivía en el país y ya contaba con la ciudadanía. Gordo y de piernas muy anchas, usaba un pantalón suelto que parecía que se le iba a caer en cualquier momento (“tal vez se me caiga y no me de cuenta así que, por favor, cualquier cosa me avisan”, dijo al empezar, despabilando las primeras risas) y hablaba un buen inglés, comprensible para cada uno de los espectadores que, entre abrigos y vasos, se distribuían en las mesas de un bar céntrico con nombre acorde al uso exclusivo de ese idioma que, acaso, consolidaron como lengua franca contemporánea las canciones de los Beatles.
Al principio hizo algunos chistes que tuvieron buena repercusión, pero era de esos humoristas que, más que por la broma en sí, hacen reír por contexto. Antes de cada presentación, el macedonio le pedía al público un fuerte aplauso y, en determinadas ocasiones, que se tomaran también el trabajo de corear el nombre de quien, en instantes, subiría al escenario. Es que ustedes no saben lo que significa el momento previo, decía con una seriedad que buscaba la empatía del público para luego pisotearla con alguna broma.
La pronunciación de esos apellidos que se estiraban por el alcohol y el murmullo no siempre era la correcta, y algunos comediantes tomaban eso para hacer su primer chiste y romper así el hielo.
Lo más difícil y fundamental era, justamente, acertar el primer tiro porque la clave en el stand up es generar una primera impresión positiva que casi siempre termina confirmándose a lo largo del show.
Ya incluso en la postura inicial de cada uno de los humoristas puede cifrarse el éxito o el fracaso de su actuación.
El irlandés subió con seguridad las escaleras del escenario. Era de los pocos que tenían un público ganado de antemano: algunos iban a ver exclusivamente su monólogo sobre la tremenda dificultad del idioma. 


Con un marco mítico de resonancias bíblicas, el irlandés imaginaba una situación en la que un padre y su hijo ultimaban los detalles de un idioma lo suficientemente difícil para disuadir a todos los extranjeros que osaran aprenderlo. No podían faltar algunos sonidos impronunciables, como esa extraña r que parece resbalarse de toda articulación humana ni una enorme cantidad de terminaciones que harían cambiar cada palabra de acuerdo al lugar que tuviera en la oración.
Una de las mayores risas las ganaba el irlandés cuando contaba en primera persona su experiencia cada mañana en el trabajo: llegaba temprano a la oficina y saludaba con una palabra que sistemáticamente era respondida con otra distinta y cuando, al día siguiente, utilizaba esa nueva fórmula, sus colegas lo sorprendían con otra frase y, cuando al día siguiente, intentaba también emplearla le respondían con una opción distinta y así hasta el infinito. Era correr siempre absurdamente detrás de los nuevos saludos de sus compañeros, y ese era solo el comienzo.
Lo increíble, decía el irlandés visiblemente enojado, es que después los escuchás hablando entre ellos en el tranvía o en el metro y casi que es posible entenderlos porque parece que utilizaran solo dos o tres palabras. Y ahí empezaba un despliegue de sonidos y gestos fenomenal que duraba varios minutos aunque parecieran segundos, en el que el irlandés imitaba la manera casi espástica en que los locales, solo con un puñado de frases hechas, breves como onomatopeyas, eran capaces de mantener larguísimas conversaciones.
El hecho de que algunas de las risas más notables correspondieran a los espectadores nativos no hacía más que dar un baño de verosimilitud a ese absurdo chiste.
Sosteniéndose un poco en esa superstición del monolingüe que consiste en creer que ninguna otra legua resulta tan expresiva como la propia, la rutina del irlandés enumeraba cada una de las dificultades fonéticas, gramaticales y aspectuales de ese idioma que, más que un medio de comunicación, era una trampa permanente, un simulacro para que aquellos que quisieran aprenderlo fracasaran sin sospechar, siquiera, que no había idioma que aprender sino una enorme puesta en escena que consiste, acaso, en acumular excepciones absurdas o incluso ir superponiendo reglas a medida que alguien pretendía empezar a hablarlo. Como si existiese una división total entre el idioma que, casi telepáticamente, hablaban los locales y el que daban a conocer a los extranjeros.
Por supuesto, y ese era otro gran momento de la actuación, la estafa debía contar con un componente fundamental, tan sutil como irónico, aquello que aseguraba la eficacia del engaño al mismo tiempo que su gracia y continuidad en el tiempo. Ese ingrediente indispensable consistía, y ahí las dotes histriónicas del irlandés imitando a los locales alcanzaban su clímax, en una exagerada congratulación de los nativos, plagada de sonrisas usadas y palmaditas condescendientes cada vez que los ingenuos aprendices acertaban alguna de las palabras o estructuras típicas del idioma, que se limitaban casi siempre al acto de pedir una cerveza o expresar, paradójicamente, que no entendían algo.
Otra prueba de que el idioma era una gran puesta en escena para engañar a la gente era que, cuando iba a un bar junto a algún amigo local, el irlandés pedía alitas de pollo, un plato especialmente difícil de pronunciar en ese idioma, e inexorablemente el mozo le pedía que por favor repitiera lo que había dicho y, aunque lo dijera tres o cuatro veces más, nunca le entendían. Pero cuando su amigo lo decía, de manera sospechosamente idéntica, el mozo le entendía antes incluso de que terminara de hablar y, lo que remataba el chiste, era el colmo de que ese plato era casi la única opción que ofrecía el menú.
Aun con la potencia de esa rutina que podría considerarse profesional y que algunas noches había tenido la aprobación absoluta del público, esa tarde de viernes la exigencia era mayor porque, entre los espectadores, provenientes en su mayoría de Latinoamérica y algunos países mediterráneos, había una mesa de rumanas que parecían poner a prueba no la paciencia de los participantes sino más bien su dignidad humana.
Ante algunas de sus primeras intervenciones que, en general, mostraban escepticismo o directamente indiferencia a lo que ocurría en el escenario, el irlandés mostró en primer lugar una genuina sorpresa como si eso le estuviera sucediendo por primera vez. Y su esfuerzo en ignorarlas pronto fue cediendo, como suelen hacer los buenos comediantes, a una serie de bromas tan improvisadas como oportunas que las incluían.
Esos chistes no eran tan ingenuos como para incrementar la ironía de la mesa ni tan agresivos para empañar su espectáculo. Las réplicas que el irlandés les devolvía a las rumanas no estaban ni cerca de ser lo más divertido de su presentación pero, al menos, lograban contrarrestar con relativa eficacia el obstáculo que ellas significaban.
En definitiva, aunque tal vez no fue una noche memorable para el irlandés, no al menos en lo que hace a su actuación, logró redondear un papel más que digno despertando una gran cantidad de risas del público. Ese tipo de risa que, aun cuando la idiosincrasia del stand up simule igualarlas, no debería provenir de la burla sino de la empatía.
Apenas el macedonio presentó a la siguiente humorista el ambiente osciló entre el silencio expectante y una sensación de vergüenza ajena.
Se llamaba Nancy, tenía más de setenta años, sombrero negro, pelo largo totalmente blanco, una remera suelta con estampado y la actitud de quien acaba de levantarse de la cama luego de una noche sin poder dormir.
Había algo muy adolescente en el tono con que hacía chistes asociados al sexo, la pornografía, los fluidos y la felatio. Daba la impresión de que Nancy estaba aplicando una estrategia que había planeado antes incluso de subir al escenario: dirigirse solamente a aquellas mesas que podían llegar a contar con un público más benévolo o al menos no tan cruel como las rumanas, que parecían afilar sus colmillos para conseguir su objetivo: derrumbarla, anularla, generar ese punto máximo de fracaso de todo tipo de representación que consiste en que la persona ceda su identidad transitoria para caer en una humillación total e irreversible.
Así como el irlandés tenía sus grandes hits, Nancy también soñaba con acumular ciertas armas letales que, en forma indefectible, rebotaban contra la incomprensión o el desprecio del público.
Una de las primeras era un intento de broma falsamente lingüística y difícil de explicar que consistía en asociar el sentido de la frase en inglés “at a drop of a hat” con la eyaculación precoz, rematando la supuesta gracia con un leve e incomprensible movimiento de su sombrero.
Pero la broma carecía de cualquier tipo de lógica y hacía recordar esas situaciones en que alguien intenta transmitirle una canción a otra persona mediante un débil tarareo que proviene, sobre todo, de su imaginación y en nada se parece a la verdadera melodía.
En lugar de hacer del defecto virtud, ella lamentaba con sinceridad cada uno de esos reveses, asegurando que ahí acababa de irse uno de los mejores chistes, atribuyendo la culpa a los problemas de acústica o incluso a los pliegues que subyacen a la aparente simpleza del idioma inglés, y eso no hacía más que acentuar su falta de gracia.
Por momentos, de hecho, en medio de ese silencio que interrumpían las risas irónicas, algunos espectadores especulaban sobre cómo una persona así había decidido dedicarse al stand up: las elucubraciones tenían que ver con su historia, con una serie de fracasos amorosos y hasta algunas tragedias, de las importantes y de las otras, que la habían llevado a ir en busca de un shock de adrenalina: hacer el ridículo frente a la gente dos o tres veces al mes como otro se tira en paracaídas.
Luego de varios amagues que consistían en hacer la mímica de peinarse aunque, en realidad, esos movimientos no hacían más que acrecentar su desaliño, Nancy anunció que iba a revelar cómo es la vida sexual de una persona de setenta y un años.
Se quedó completamente callada, de frente al público, tratando de esquivar lo máximo posible el alcance de la luz, como si se estuviera escondiendo de las miradas.
El silencio de los espectadores, con el paso de los segundos, empezó a ceder al golpe de los vasos en el acto del brindis, las toses, algunos estornudos y, poco a poco, también a ciertos diálogos que empezaban a brotar como si ella no estuviera ya delante de ellos.
Pero a pesar de que hacía lo imposible por esconderse, Nancy aún estaba ahí y no había forma de ocultarse en el escenario. Cada tanto se acariciaba el sombrero, miraba para los costados, intentaba hacer foco en algún rostro compasivo, inspeccionaba sus uñas y, todo eso, en completo silencio.
Habían pasado ya bastantes minutos cuando, desde una de las mesas latinoamericanas, algún alma bondadosa empezó a pedir a la gente que estaba con ella, sin estridencias ni sobreactuación, que se rieran, que aplaudieran porque ese era el chiste. Un chiste rústico y al mismo tiempo abismal, destinado por su propia esencia al fracaso.
Se escucharon, a partir de entonces, algunas risas extrañas pero no quedaba claro si tenían que ver con la supuesta broma de Nancy o con alguna situación generada ya en las mesas porque era como si el espectáculo hubiera quedado suspendido.
Nancy, sin embargo, estaba decidida a seguir su show y las primeras palabras que dijo al dejar la parálisis fueron: “el mundo sería mejor”… y, entonces, desde la mesa de las rumanas (que estaban esperando el momento exacto para dar el golpe letal) le gritaron “sin usted”.
Nancy acusó recibo, era muy evidente que sí. Y, aunque con una voz bastante más frágil, continuó su frase: “con más sexo y menos armas”. Y concluyó otro infructuoso intento de chiste asegurando que los ataques tan frecuentes en universidades de su país, los Estados Unidos de América, ocurren porque hay demasiados chicos vírgenes. Algunos espectadores empezaron a mirarse sin entender si eso realmente podía considerarse humor y, entonces, Nancy anunció el que sería su chiste final.
La última broma tenía forma de un consejo sexual para las mujeres: a los hombres los tenés que agarrar de las bolas, caramelo, porque si los agarras de las bolas, caramelo, vas a tener todo el poder, caramelo. Aunque había que tener la suficiente imaginación para tomarlo como una especie de rompecabezas incompleto, la clave del supuesto chiste radicaba en la repetición de la palabra “caramelo”. Como si el consejo no fuera el de agarrar a los hombres de las bolas para tener el poder sino, justamente, el de usar caramelo en el acto sexual. Pero, otra vez, el chiste iba en contra de todos los supuestos acerca de cómo hacer reír a la gente: no había doble sentido, no había ambigüedad, no había una elipsis que pudiera llenar el espectador. Solo una estructura enclenque que estaba totalmente orientada en un sentido y, hacia el final, pedía autorización o, mejor dicho, rogaba ir en la dirección contraria. Otra estafa.
Ni siquiera la chica bondadosa que, minutos antes, pedía a sus compañeros de mesa festejarle el silencio logró reírse de ese último y absurdo intento.
Sin perder ni un segundo, una de las rumanas le gritó que se bajara del escenario si se quería un poco y Nancy, en un solo movimiento, pareció dudar, arrepentirse y sacar fuerzas de donde no había. Dejó el micrófono en el piso y empezó a hablar con su propia voz. Pidió que tuvieran un poco de respeto, que se dieran cuenta de que ella, a los setenta y un años, podía pararse frente a ese público de pendejos de mierda para decir lo que se le antojara. ¿Cuántos de ustedes pueden hacer algo así y dejar, al menos por un instante, de poner fotos pelotudas con gente pelotuda y palabras pelotudas en sus pelotudas redes sociales?
Casi inmediatamente siguió con otra pregunta bastante extraña: ¿cuándo fue la última vez que hicieron algo que les hiciera sentir bien, no a su ego descomunal, sino a esa persona que, cuando aún no estaban del todo podridos, apostó por ustedes?
Tampoco ahora nadie del público se reía. Incluso las rumanas parecían haber cambiado sus expresiones de sarcasmo por una sonrisa que tenía mucho más que ver con una inesperada actitud defensiva.
Por primera vez desde que Nancy se había subido al escenario se escuchaba un silencio atento.
Ella, mientras tanto, cada vez más envalentonada, seguía haciendo sus preguntas. La condición siempre reticente y fragmentaria de su discurso se llevaba mucho mejor con ese tono acusatorio que con la intención de hacer reír. De repente, era como si hubiera cambiado totalmente el objetivo: ahora lo que buscaba no era la risa del público sino desarrollar una especie de entrevista pública que no daba oportunidad de réplica, decidida a clavar una serie de estacas en gente que no estaba preparada para recibirlas.
Luego de acumular otros interrogantes imposibles de contestar, anunció, por último, que ella no se burlaría de otra persona si no están seguros de que su muerte pueda significar algo para el mundo, que no creo que sea el caso de ninguno de los que están acá, ¿verdad? Porque, pónganse una mano en el corazón, ¿ustedes creen que su vida de mierda justifica alguna lágrima?
Un poco antes de que terminara esa última pregunta el macedonio empezó a acercarse con cierta velocidad al escenario para dar por concluida su actuación y llamar al próximo comediante.
Pero Nancy que, en ese momento, parecía adelantarse a todo, se agachó con cierta agilidad aunque dejando caer su sombrero. Le bajó los pantalones de un tirón y de espaldas al público, sin que el macedonio pudiera siquiera defenderse, le empezó a aplicar ahí mismo una felatio que, a pesar de la intensidad y los gritos de aliento, no pudo lograr ni la más mínima erección. El miembro, totalmente flácido, apenas sobresalía de una mata profunda de pelo en la que se ocultaba también parte de la boca de ella.
Al interrumpir de repente ese ejercicio, similar a la degustación de un manjar exótico que, sin embargo, no resulta tan rico por consumirse, entre otras cosas, lejos de su lugar de origen, Nancy agregó un chiste tan malo como los otros: una especie de juego de palabras con el concepto “stand up” que, esta vez, hizo reír.