EL CUENTO POR SU AUTOR

Angie Pradelli me habló del Sommer en el 2001: tenía en mente un proyecto de investigación y me invitó a participar. Aunque tuvimos que aplazarlo, la idea no quedó cerrada. Varias veces traté de escribir un cuento, pero no le encontraba el pulso.

Al tiempo me acordé de que en mi adolescencia conocí bien a una persona que se enfermó de lepra y estuvo mucho tiempo internada. ¿Por qué no había hecho una conexión más rápida entre las conversaciones con Angie y ese recuerdo? El olvido era una pauta, una medida de algo. Ahora tenía la imagen del Sommer inmenso y la historia específica de alguien, y quería escribir el cuento que las conectara.

Siempre me intrigaron esas líneas tendidas que nos acompañan a lo largo de los años con sus preguntas, reflexiones, imágenes. Están ahí y al mismo tiempo son tan esquivas. Después el tiempo hace su trabajo lento de decantación y desbloquea el tema. Cuando pasa eso y empiezo a escribir me queda la impresión de que llegué, como si el cuento fuera un lugar.

Dicho esto, recuerdo algo que escribió Elizabeth Smart: “Hay personas que un día vuelven a presentarse para que hablemos de ellas. No se trata de personas que provocaron grandes cataclismos en nuestras vidas. Porque esos son asuntos dirimidos, hechos consumados (…) y los podemos marcar con una cruz en la lista. Pero con ciertas personas que quedaron sueltas, o pendientes, es otro cantar”.

SOMMER

para Angie Pradelli

Los padres le dieron la noticia cuando se vestía para ir al colegio. “Entré en el cuarto de la clínica y la cama ya estaba vacía”, le dijo su madre como si la hubieran traicionado. Su padre organizaba detalles por teléfono. Se acomodó rápidamente al cambio de planes, haciendo equilibrio entre la pena y el regalo de faltar a clase. Como había tormenta se puso el impermeable nuevo, el que la había convertido en un pájaro de mal agüero porque quería que lloviera para estrenarlo.

En la planta baja del edificio donde vivían sus abuelos ya había un empleado de la funeraria y una corona de flores del consorcio con el nombre de su abuelo Ismael. Todos los domingos comparecía con sus primos y tíos a la una en punto para almorzar. Se encontraban en el hall del edificio y subían al ascensor en tandas. Cuando llegaban al octavo, la tía Hilda les abría escondiéndose entre la puerta y la pared. Los adultos daban a entender que le faltaban parte del labio y la nariz y por eso se tapaba con un pañuelo o una bufanda. Los primos se encerraban en el baño para hablar de Hilda. “¿Pero cómo puede ser?”, decían, tocándose. “¿Qué quieren decir?” Así vestida, daba siempre la impresión de que estaba por salir. Cuando hablaba, se tapaba la boca y ellos tenían que acercarse para escucharla. Entonces Hilda reculaba espantada.

Una vez se metieron en su cuarto, le revisaron los cajones, trataron de abrir la puerta del ropero que cerraba con llave. En la mesa de luz, la tía Hilda tenía una foto de antes de la enfermedad. No había pasado mucho tiempo desde entonces pero la diferencia era tan fuerte que los hacía sentir grandes, como si las personas pudieran crecer en un segundo, con solo mirar un papel con una imagen. Alguien le había sacado la foto un verano, con los lobos marinos de la Bristol y el mar oscuro y espumante al fondo, y esa playa había quedado asociada para siempre a la tía Hilda. En la mesa también había una foto de los padres de Hilda, que parecían mellizos porque los había retocado la misma mano. Ese día el palier estaba iluminado, y nadie los esperaba cuando abrieron la puerta del ascensor. Tampoco se oían los ruidos habituales en la cocina, o la voz ronca de la abuela llamando a la tía Hilda, y mucho menos, como era triste y lógico, al abuelo. “Hilda”, llamó ella mientras avanzaba por el pasillo. Pero Hilda no estaba.

Habían montado el velorio en el comedor. Su abuelo había sido un hombre buen mozo y fino. Si alguien hubiera dicho lo contrario, ella lo hubiese retado a duelo. Los domingos corría al escritorio y lo encontraba sentado, fumando tranquilo frente a la máquina de escribir. Ahora parecía que flotaba en el comedor como si estuviera haciendo la plancha a solas, sin apuro. Y el olor: a pira de agua bendita. Además de buen mozo y fino, su abuelo tenía un alma generosa. Cuando tomaba examen en la facultad, jamás reprobaba a nadie. Le había conseguido trabajo en La Continental al hijo de los Franzos, del 8 B. Y por eso seguramente aparecieron todos los Franzos. La señora Franzos estaba vestida de calle, con la cartera colgando del brazo como si viniera de lejos, y hacía comentarios breves y duros como picotazos.

Su abuelo también había ido al Sommer para traer a Hilda de vuelta a Buenos Aires. Le había dicho “Hilda, volvé; si no tenés a dónde ir, te venís a vivir a casa”. Tuvo que insistirle para sacarla de ese lugar de donde todos querían salir. La relación con Hilda siempre había sido tibia y circunstancial. Pero el abuelo estaba convencido de que la desgracia de Hilda reforzaba los lazos. La abuela en cambio decía que si Hilda hubiera tenido más confianza con el abuelo, o se hubiera sentido más fuerte y confiada en sí misma, lo habría mandado al diablo.

Además de pintón y generoso, su abuelo era un hombre terco. A su terquedad se sumaba una profunda fascinación de arquitecto por las ciudades, y sobre todo por las ciudades satelitales dentro de la gran ciudad, o las colonias con sus sistemas de vida independiente como naves espaciales o castillos extemporáneos plantados en el conurbano. Le intrigaban el Italpark, el Zoológico, el Botánico y un colegio inglés que tenía enfermería, gimnasio y restaurante. Los hipódromos también le interesaban porque son un planeta aparte. Los militares lo habían echado de la facultad y hacía unos años los estudiantes y profesores le dedicaron un homenaje, pero el abuelo Ismael estaba más contento porque lo hacían en la Ciudad Universitaria que por el desagravio.

El abuelo visitaba a la tía Hilda en el Sommer con la libreta de notas en la mano. La colonia era una ciudad amurallada, con su propio almacén, su comisaría, su iglesia, teatro, peña, farmacia, primario y secundario. Cuando lo comentaba en las reuniones de familia no quedaba claro si visitaba el Sommer por Hilda, o al revés. Por un lado ponderaba esa organización, creía en las instituciones y sus reglamentos. Comparaba el Sommer de antes con el actual, a favor del actual. Hacía años, cuando una interna tenía un hijo, se llevaban al bebé a Colonia Mi Esperanza y la madre podía verlo solamente una vez por mes. Pero eso había cambiado, todo estaba cambiando. El abuelo subrayaba los progresos de la colonia, le gustaba ser moderno y comprensivo pero al mismo tiempo insistía con sacar a Hilda del Sommer como si tuviera que salvarla. Tarde o temprano llegaba al hueso duro y triste del asunto y se quedaba sin nada para decir.

Con más buena voluntad que tacto, el abuelo empezó a decirle “prima” cada vez que le hablaba a Hilda, como si Hilda no supiera que eran primos. Y también decía “prima” o “tía Hilda” en la mesa cuando la nombraba, como si hiciera falta recordarlo. Después de un par de meses, Hilda se había acostumbrado al Sommer, y le costaba convencerla de que se tenía que ir. “Es por la gente”, decía Hilda, para dejarlo sin argumentos con un pase ambiguo. Pero no era un duelo de razones, era un duelo de voluntades.

Hilda puso dos condiciones para ceder: quería que le dieran el cuarto del fondo y la dejaran ocuparse de la cocina. Nunca había sido una gran cocinera y el abuelo apenas le había dado tiempo a aprender las recetas de milanesas y tarta de manzanas del curso del Sommer. Así que milanesas y tarta alemana eran el menú fijo de los domingos al mediodía. Sobre la recapitulación de Hilda, la abuela daba su opinión. Según ella, Hilda había aflojado con tal de terminar con el asunto, aunque tuviera que mudarse con ellos para lograrlo. Ahora la tía Hilda trataba de no salir a la calle. Hacía los mandados con la cara tapada y caminando rápido. De vez en cuando tenían invitados a comer, y el abuelo la presentaba como su prima, contrariado y molesto con Hilda porque lo hacía cargar con una culpa desplazada. “Les presento a mi prima Hilda”, decía, con la cara torcida como si recibiera un golpe.

Los amigos del abuelo seguían llegando al velorio. Decían: “Parece que duerme, ahora está más tranquilo”. Eran los mismos que en la clínica habían dicho: “Parece que no respira”. Ahora también sacaban conclusiones emocionantes en relación con la falla que lo había matado. “Tenía el corazón grande”, decían, transformando la disfunción en un elogio. La desesperación de los grandes por decir cualquier cosa con tal de decir algo le dio miedo. Salió como pudo, esquivando los abrazos y las palmadas de consuelo, y se escapó a la cocina.

Pero Hilda no estaba del otro lado del vidrio que separaba la cocina del office. Ni siquiera vino cuando tiró la azucarera al piso para invocarla. En otro momento hubiera aparecido corriendo para limpiar. Si le sacaban los discos, también entraba en crisis y se presentaba inmediatamente. ¿Estaría en su cuarto? La casa llena de gente debía ser su peor pesadilla. ¿Se habría encerrado como los domingos después de almorzar cuando se preparaba para ir al Sommer a visitar a sus amigos, y ponía discos de Sandro? Pero cuando entró en el cuarto no había nadie, y sobre la silla estaban la manta y las toallas de Hilda dobladas en una pila.

Corrió entonces al cuarto del abuelo, donde la abuela revisaba la cama como si pudiera encontrar al marido entre las sábanas. Al rato abría los cajones del escritorio, el orden de su abuelo le intrigaba, estaba segura de que en la perfección escondía un secreto. Hacía años que el abuelo decía que si ganaba la lotería iba a tratar de convencer a los Franzos para que le vendieran su departamento porque quería conectarlo con el suyo y hacer uno de dos. En su delirio expansivo, se imaginaba que al tiempo podría comprarse un departamento del edificio de al lado a la altura del mismo piso, y que podría salvar el vacío entre las medianeras con un túnel. La muerte había cortado esos delirios de ramificación, que de otra manera se hubieran prolongado en un corte transversal por toda la manzana. En el cajón del escritorio encontró el cuaderno con los apuntes para ese proyecto delirante y lleno de vida. Le pareció la prueba material de un sueño.

Los primos de Quilmes habían conseguido cigarrillos importados. Se sentó a fumar con ellos en la escalera de servicio. Los empleados de la funeraria tomaban las medidas del ascensor. En la planta baja los esperaba todo el consorcio. Los curiosos de la cuadra los miraban como si formaran parte de un accidente o un desfile, seguramente porque eran un accidente y un desfile. La tía Hilda tampoco estaba entre los vecinos. THabía tráfico y llovía. En el remise. la abuela decía “no puedo llorar”. Se había puesto los anteojos de sol y repetía, como si estuviera encerrada: “No puedo llorar”. Daban ganas de hacer algo terrible para ayudarla.

Cuando llegaron a Chacarita, vio a Hilda en la puerta, con su bolso y su álbum de discos en la mano. Se bajó del auto y corrió a abrazarla para que no se le escapara. Pero Hilda se dejó abrazar. “No te vayas. Hilda, volvé”, le pidió. “Voy a volver”, le dijo Hilda, sin aclarar a dónde. Los primos de Quilmes le tiraban del impermeable y salían corriendo. Más tiraban, más fuerte la abrazaba Hilda.

Cuántas personas pasaban caminando por las calles de esa ciudad plantada en la ciudad con sus bóvedas y su vegetación torcida y resistente. Había pasajes cortados, corredores como calles italianas, hasta parcelas vaciadas que parecían baldíos. Siguieron la procesión de la mano, camufladas entre los rezagados, al final del cortejo. Cuando Hilda vacilaba, ella seguía caminando y le tiraba de la mano. Cada tanto la fila de llorones frenaba y ellas la alcanzaban por inercia. Después retrocedían unos pasos para darles ventaja, como quien hace una concesión, y los seguían dando saltitos entre los charcos y las baldosas para no perderlos.