EL CUENTO POR SU AUTOR

A este cuento lo escribí allá por el ‘95. Había viajado a Las Grutas y, regresando, hicimos con mi compañera una escala en San Antonio Oeste, donde me tentó un librito exhibido en un negocio. No recuerdo el título pero se ocupaba de naufragios notables en la zona.

Con la lectura imaginé la tragedia del Namuncurá, que así, extrañamente, se llamaba el barquito pesquero siniestrado. Y digo extrañamente, porque en esa época no sabía que Calfucurá y su familia iban a interesarme al punto de escribir años después una novela llamada Piedra Azul, que eso significa Calfucurá.

Mi relato no inventa demasiado; los nombres del capitán y su tripulación, las causas del incendio, la geografía del golfo y algunos detalles técnicos del barco, respetan escrupulosamente la crónica que llegó a mis manos. En la elección del tema es muy probable la influencia de Haroldo Conti, con quien estaba maravillado en esa época. Debo haber logrado cierta verosimilitud porque cuando se lo di a leer a Eduardo Gudiño Kieffer, me preguntó si yo había sido marino.

El cuento nació con otro título: “Sobre la utilidad de las sirenas”. La historia no da una respuesta contundente, pero yo sospecho que el capitán Toni Ricchi quedó en deuda con una de esas dulces criaturas.

REGRESO

El patrón miró esa franja anterior al horizonte y le vino a los labios resecos una palabra de su padre: aguamarina. Quiso pensarlo como un buen augurio. Allá abajo, después de la espuma que provocaba el avance ágil del Namuncurá, el mar era otra cosa; más oscuro en su transparencia de esmeralda, más frío y enigmático. Habían zarpado de San Antonio alrededor de las diez de la mañana y ahora, casi las seis de la tarde, se acercaban a la Punta Belén a buena velocidad, pero sin exigirle milagros a los 620 HP del diésel pesado. Los habían despedido, como siempre, algunos chicos y algunas esposas. Era buena aquella vida.

Vio a Radovzic, el maquinista, bajar con un tripulante y alguna herramienta en la mano hacia el estrépito cansino del motor. Seguramente la lucha eterna del ruso contra ese filtro de aceite que lo ponía de mal humor. Buenos muchachos. Conocían su trabajo. Prendió un cigarro para ocupar las cuarenta millas que todavía los separaban de la Caleta de los Loros y el olor dulzón lo empujó hacia atrás, hacia otros barcos que le habían enseñado el oficio, hacia otras abundancias de ese mismo golfo San Matías que ahora mezquinaba los cazones. Que no le vinieran a él, Toni Ricchi, con esos cuentos ecologistas de depredaciones y tonterías por el estilo. Simples caprichos de la naturaleza.

Uno de los hermanos Benítez lo saludó desde la proa con los dos brazos en alto, exagerado, vehemente, tan distinto a los otros dos que también tripulaban el Namuncurá. El patrón retribuyó balanceando el cigarro con algún pudor, no quería que los otros sospecharan alguna preferencia. Y menos, Giuliani, que estaba cerca, rumiando como siempre algún resentimiento genético. Después volvió a depositar la mirada lo más lejos posible, allá donde el mar era ahora un friso de un gris oscuro, y creyó ver, un poco antes del encuentro del gris con el púrpura del cielo, la cola de una ballena. Era extraño pero no imposible; a veces, alguna subía desde Península Valdés y se aventuraba dentro del golfo para alegrarle la vida a los marinos y dar que hablar a los de tierra firme. Pero sólo él había visto una sirena. Una vez y hacía ya muchísimos años, antes de que sacaran del servicio al Río Colorado por lo flojo del casco, que no aguantaba bien el asentamiento en seco cuando bajaba la marea. Él era un chico, pero no tanto como para confundir sueños con realidades. Estaba apoyado en la borda y la vio deslizarse a poca profundidad, paralela al buque. Vio su espalda y sus brazos del color de las almejas y la medusa dorada del pelo. Vio también las grandes escamas de la cola y los movimientos sin fatigas que la alejaban y la acercaban de los golpes de su corazón, hasta que se deslizó por debajo del casco y ya no volvió a aparecer.

No supo qué hacer con esa visión; ya tenía el orgullo que lo convertiría en patrón y nada le dijo a su padre, ocupadísimo en el enfriamiento de pescados más vulgares y corrientes. Decidió guardarse la sirena para sí, en sus pupilas de niño y muy dentro del pecho, como insospechada causa y destino.

Dio otra pitada al cigarro y después miró el cilindro de ceniza de la punta, largo y frágil. Lo divertía no sacudirlo hasta el momento justo en que caería solo. En ese cálculo estaba cuando la puertita de la cubierta que daba a la sala de máquinas se abrió de golpe, como pateada desde adentro, y aparecieron en un sueño repentino, ennegrecidos de aceite, casi irreconocibles por los gestos del dolor, Radovzic y León. La rosca del filtro había zafado y el chorro hirviente ni siquiera les había dado tiempo de cubrirse con las manos. Y detrás de ellos, la urgencia del fuego que había empezado en el turbo empapado por el aceite y que la apertura desesperada de la puerta había alimentado con las ráfagas de la cubierta.

Ya no hubo rangos en los gritos, y los del patrón poco sobresalieron de otras órdenes improvisadas por cualquiera y de las quejas de los quemados iniciales. Se escuchó una explosión sorda desde las profundidades de las máquinas y las lenguas de fuego avanzaron ávidas hacia los hierros y las maderas y las sogas engrasadas del Namuncurá. Toni bajó de la timonera con tres saltos, casi sin darse cuenta de que en una saliente filosa de la barandilla habían quedado retazos de la piel del muslo derecho. No tardó en ver que era inútil cualquier intento por salvar el barco; el fuego lo invadía casi todo. Le ordenó a Maciel que ya no insistiera con un extinguidor que siempre había sido un adorno en la cocinita, y que lo ayudara a bajar el bote salvavidas que todavía parecía intacto a estribor. Luego lo remplazó Giuliani en la operación y él corrió por los lugares posibles de la cubierta, buscando al resto de la tripulación. Maldijo la muerte segura de Hipólito Benítez y de Alberto Abeldaño, que se ocupaban del guinche de la red cuando se desató el incendio. Se le ocurrió arrastrarlos un poco, hacia un lugar tal vez mejor protegido del fuego, pero el humo denso y negro de la combustión de unos cajones plásticos lo obligó a desistir entre toses y maldiciones.

Cuando volvió y se deslizó al bote sosteniéndose de los nudos de una soga, la noche ya se había cerrado y apenas pudo distinguir a quienes lo ayudaban desde abajo. Se alejaron a quince o veinte metros del resplandor del barco en llamas, hundiendo los remos con lentitud y confusión. Toni preguntó por los más graves, Radovzic, el maquinista y Ángel Estrada, el más joven de todos. No hacía falta saber de medicina para presentir la muerte en ellos; las quemaduras eran terribles. Quedaron en silencio. Esperaron.

Tres o cuatro horas más tarde el fuego había cesado. Una enorme ola sólo destinada al barco había invadido todos los rincones de la cubierta, todavía en llamas, y había respetado en su desmesura la pequeñez del bote. Decidieron esperar a la madrugada para inspeccionarlo, cuando la brisa y el mar hubieran enfriado las chapas retorcidas y humeantes. Uno de los Benítez sujetó con un cabo el bote al Namuncurá, que no mostraba indicios de hacer agua pero que se deslizaba al garete, aumentando a veces la distancia que los separaba. Algunos durmieron un poco; no los heridos ni Toni Ricchi, que apoyó la cabeza sobre una tabla pensada por alguien como asiento, pero que a él le sirvió para mirar el cielo y para decidir que la vida a veces es injusta.

El operador de radar del Juncal insistió en que la señal era débil pero que podía ser el barco desaparecido tres días atrás. Al capitán no le pareció suficiente para demorar el regreso a puerto, pero igual lo alertó por radio a su colega del San Cayetano, de Galme Pesquera, que tenía un radar de 24 millas y mayor velocidad. El San Cayetano cambió el rumbo y apuntó su proa hacia las coordenadas aportadas por el Juncal. Las anchoas podían esperar.

Cincuenta millas más lejos, moría el ruso Radovzic, cubierto por las llagas infectadas que sus compañeros habían intentado aliviar con lo único que tenían a mano: agua de mar. Tal vez el último estertor los tranquilizó, el ruso estaba jugado de entrada y la agonía de tres días los había matado un poco a todos. Esa muerte no sería lo único recordable del tercer día para el patrón. Además del maltrato del hambre, que paliaban con unas brótolas que Giuliani pescaba, paciente y laborioso, con una línea de mano improvisada; además del racionamiento cada vez más riguroso del agua dulce de un bidón de diez litros, que el ruso usaba para refrigerar el motor de una grúa; además de la gravedad del muchachito Estrada, de la quemazón de cualquier cosa útil del barco, incluyendo, por supuesto, la radio; además de la incertidumbre y la soledad, Toni Ricchi recordaría especialmente la noche de ese tercer día por una aparición. O un reencuentro.

Cambiaba la venda sucia con la que apretaba el muslo lastimado por otra un poco menos pegoteada, pero también impropia y que había sido manga en una camisa del Benítez muerto; alzaba a veces la mirada hacia los vidrios reventados del puente de mando, hacia los pocos restos ampollados de la pintura roja de esa parte alta del Namuncurá que lo hacía inconfundible para los que esperaban en el muelle de Lahusen todos los regresos.

Hacía esas cosas cuando el chapoteo allá abajo lo obligó a mirar, a reconocerla y a desear un cigarro para festejar. La Sirena también lo miró pero su pudor oceánico la sumergió de nuevo en la esmeralda quieta de esa noche. Luego recorrió a poca profundidad los veintisiete metros de la eslora fantasmal, impulsada sólo por las lentas ondulaciones verticales de la cola y con los brazos del color de las almejas hacia atrás, junto a las caderas de mujer. Toni pensó que a las sirenas no se les pide ayuda, que están para otra cosa. Cuando dejó de verla, aún no había decidido para qué servían las sirenas.

El cuarto día posterior al incendio no ofreció novedades de importancia. La crisis ya tenía repeticiones y rutinas: las brótolas crudas de Giuliani, mejoradas hasta lo maravilloso por el azar de un limón que apareció flotando cerca del barco, las discusiones retóricas acerca del lugar dónde estaban, no avaladas por ningún observador idóneo de estrellas, la memoria y narración de algunos naufragios que los alejaba por momentos de la propia tragedia. Toni siguió guardando para sí, como el chico del Río Colorado, su verificación de las sirenas. Por lo menos existía una, y hacía más de cuarenta años que lo acompañaba en el golfo.

El amanecer del quinto día trajo entre sus neblinas la muerte de Estrada. Lo descubrió uno de los Benítez, el más compinche del hermano muerto, pero lo anunció mucho después, cuando Maciel dividía el pescado en cinco porciones y él dijo, como ausente, que dividiera en cuatro, que de ahora en adelante dividiera en cuatro. A la tarde lo pusieron junto a los otros muertos, en el bote salvavidas que acompañaba jugueteando la deriva del Namuncurá, más o menos cubierto por la sal gruesa de dos bolsas que alguien había encontrado en una bodega.

Fue durante la sexta noche cuando el San Cayetano remplazó la abstracción de un punto en la pantalla del radar por la silueta contundente del Namuncurá.

Los hombres del primero se fueron agrupando en la cubierta de proa, silenciosos, sospechando la muerte en la negrura del casco que crecía frente a ellos. Sintieron algún alivio cuando vieron los brazos en alto de una figura espectral, desgreñada y sucia que un pescador viejo reconoció como Toni Ricchi. Luego fueron algunas notificaciones apresuradas, algunos énfasis a los que los hombres de mar no están acostumbrados, y el mensaje radial a Prefectura para que enviara el guardacostas y llevara rápidamente a puerto a los más heridos.

Al cabo de varias horas y mientras el patrullero se alejaba trazando dos surcos de espuma, el San Cayetano comenzó a remolcar a su par lastimado de muerte. No hubo forma de convencer al viejo patrón de que regresara con todos en el San Cayetano; dijo algo vago que tenía que ver con despedidas y con obligaciones morales. El capitán finalmente se lo permitió, tal vez porque lo entendía, o quizás porque Toni lo tranquilizó con frases sinceras que hablaban de su amor a la vida. También dijo algo así como que una sirena lo protegía y tres o cuatro risas festejaron la broma triste. El viejo quedó en su Namuncurá, recostado sobre una colchoneta que aceptó a regañadientes, y no tardó en quedarse dormido y en soñar que recorría las profundidades del golfo junto a su amiga, mientras ella le explicaba que las sirenas no sirven para gran cosa.