EL CUENTO POR SU AUTOR

Elena Tonra inició su carrera en la banda Daughter. Hoy es cantante solista, pero este cuento se empieza a escribir desde la letra de una de las canciones de su primera banda. En el estribillo de Smother, Elena dice que en la oscuridad conocerá a sus creadores, dice que concordarán: ella sofoca a la gente. La canción es lenta, preciosa. Y como suele pasar con ciertas canciones, genera la necesidad de escucharla una y otra vez. Hasta corregirla. En Youtube se puede acceder a una versión en vivo que tiene una característica particular: fue filmada mientras Elena canta y mira las fotos de Jane y Louis Wilson en una exhibición que se hizo en el Tate Britain durante mayo del año 2014. La foto que más se repite, sobre la que Elena y el guitarrista de la banda Igor Haefeli tocan, es la foto de una batería de playa nazi. La más conocida de estas baterías tiene nombre propio: es la de Crisbecq. No sé si la foto es exactamente de esa estructura nazi, pero para el cuento elegí que sí lo fuera. Elena declara que la imagen le resultó aterradora. "Sentimos que la canción comparte esta idea de descomposición", dice al hablar de la foto de la batería de hormigón. "Ya sea que se trate de una estructura artificial abandonada o de un cuerpo humano, todo será finalmente aceptado en la tierra, por frío y brutal que fuera alguna vez". Y entonces me pregunté qué pasaría si en la playa de Mar del Plata, en plena temporada, apareciera una batería nazi encajada en la arena. Y nació este cuento.Elena Tonra inició su carrera en la banda Daughter. Hoy es cantante solista, pero este cuento se empieza a escribir desde la letra de una de las canciones de su primera banda. En el estribillo de Smother, Elena dice que en la oscuridad conocerá a sus creadores, dice que concordarán: ella sofoca a la gente. La canción es lenta, preciosa. Y como suele pasar con ciertas canciones, genera la necesidad de escucharla una y otra vez. Hasta corregirla. En Youtube se puede acceder a una versión en vivo que tiene una característica particular: fue filmada mientras Elena canta y mira las fotos de Jane y Louis Wilson en una exhibición que se hizo en el Tate Britain durante mayo del año 2014. La foto que más se repite, sobre la que Elena y el guitarrista de la banda Igor Haefeli tocan, es la foto de una batería de playa nazi. La más conocida de estas baterías tiene nombre propio: es la de Crisbecq. No sé si la foto es exactamente de esa estructura nazi, pero para el cuento elegí que sí lo fuera. Elena declara que la imagen le resultó aterradora. "Sentimos que la canción comparte esta idea de descomposición", dice al hablar de la foto de la batería de hormigón. "Ya sea que se trate de una estructura artificial abandonada o de un cuerpo humano, todo será finalmente aceptado en la tierra, por frío y brutal que fuera alguna vez". Y entonces me pregunté qué pasaría si en la playa de Mar del Plata, en plena temporada, apareciera una batería nazi encajada en la arena. Y nació este cuento.

PIEDRAS COMO CRISBECQ

En la playa, en nuestra playa, una mañana apareció una estructura enorme, sofocante, de cuatro o cinco metros de altura. De cemento o de piedra, la mole estaba tallada, hermosamente tallada, con líneas curvas en los bordes y ornamentos que, aunque deteriorados, aún parecían soberbios. Los ornamentos brillaban en el reflejo de agua que llegaba a la mole junto con la marea más alta. Como oropel, el reflejo encandilaba los ojos, aun cuando todos sabemos lo difícil que es brillar en nuestra agua turbia de arena barrosa y espuma amarilla. En su perfección, no sólo en su aparición dramática y teatral, y también en su armonía tan distinta a la inestabilidad humana, la estructura se convertía en una amenaza. Perturbaba. Tan perfecto había sido el escultor que no parecía una roca, pero si uno buscaba –y yo tuve el privilegio de poder buscar– encontraba las fisuras, los rebordes naturales que confirmaban que lo perfecto era piedra. Piedra en toda su extensión. Piedra con rajaduras mínimas que no daban respiro, salvo por un agujero en una de las caras, la que miraba el mar. La piedra, instalada en la playa, abierta al océano, dominaba todo el paisaje. Daba una sombra de cuatro o cinco metros que nos apresuramos en describir como perfecta.

Yo estaba ahí, en la playa, la mañana que apareció la piedra. Recuerdo que la miramos y que alguien insistía en que la abertura podía ser una entrada. ¿Pero a qué? Nadie supo contestarme. Alguien de inmediato me retrucó preguntando por qué el agujero no podía ser una salida: la salida para los prisioneros de la roca, dijo otro, a falta de ejemplos mejores. También podría ser algo así como un reloj, dijo un hombre para restar dramatismo al momento. Mientras haya sol, cualquier piedra marcará las horas con su cuerpo, lo corrigió una mujer.

La estructura apareció en la playa el 9 de diciembre del año 2020. La conmoción fue única: cómo llegó ahí, qué significaba. Pero nuestra piedra no fue única. Aparecieron más. Muchas más. Algunas en la orilla de otras playas, pero también hubo varias más adentro: aplastando una hilera de carpas, hundiendo el centro de las piletas infantiles o el asfalto en los estacionamientos de los balnearios. Lo intuíamos, pronto habría una piedra en cada playa, y así fue: como si las escolleras de todas las playas se movieran lejos del agua, haciéndose imposibles de enumerar. Como palos en el alambrado de un país que es puro campo. Pero no eran piedras de escolleras. Las escolleras estaban intactas. También los malecones y los muelles. ¿De dónde habían salido?

Desde entonces vivimos en la locura. En la enumeración de la locura. Tenemos clasificadas las teorías. Por imaginativas, por inconsistentes, por probables. La teoría que más nos gusta, acaso por poética, la dio el pícnico filósofo Marcos Souza cuando afirmó, sin ruborizarse, sin dejar de anudarse el rulo más largo de su pelo frente a la cámara de televisión, que así como un día la Atlántida se hundió asistíamos ahora a la emersión de sus restos. Nadie le creyó. El descrédito fue inmediato. Casi sin necesidad de argumentos. No es cierta, pero quizás es la teoría más hermosa. Como esas mentiras de la infancia que sirven para ser feliz. ¿Qué necesidad tienen los adultos de aplastar los sueños del niño que está orgulloso de su idea disparatada? Marcos Souza era feliz. Creía con fervor que tenía una respuesta, y para un filósofo, tener una respuesta, es la misma rareza que para un niño obtener de inmediato el juguete costoso que anhela. Quizás para preservarlo en su cordura y función, fue su propia pareja, la colega y lingüista E.M. Barraud, una mujer que esconde las manos para no desatar el fantasma de un vitíligo contagioso, quién se limitó a resaltar que la aparición de una roca entre minerales sedimentados en el margen de cualquier líquido refuta toda posibilidad de emersión.

La acumulación de piedras fue progresiva y nuestra paranoia también, porque si bien el delirio no en todos los casos se hace contagioso, la cordura ante lo desconocido siempre será esquiva. El profesor de historia Segundo Roble Alarcón, visiblemente conmovido en un constante pestañar, refutó todas las teorías en cadena nacional y sentenció que la primera piedra era una perfecta réplica de una de las baterías de Crisbecq. Qué son las baterías de Crisbecq nos preguntamos todos. Hormigón monocromático nazi, contestó el profesor desde la pantalla como si leyera nuestras mentes en simultaneo. Como si las masas de humanos y sus reacciones fueran predecibles. Las baterías son piedras que durante años quedaron al abandono de la intemperie, hasta que la memoria colectiva y sobre todo el beneficio capitalista del turismo histórico las convirtieron en un museo para recordarnos que alguna vez a la naturaleza se le encajó una ametralladora entre sus piedras para fusilar a todo cuerpo que se moviera en la playa, allá abajo, después del desembarco.

El profesor Segundo Roble Alarcón resolvía una parte del enigma y aunque todos esperábamos que entre parpadeo y parpadeo sostuviera la verdad completa, no lo hizo. Le preguntaron por los ornamentos. Ni idea, contestó. Pero a diferencia del experto anterior, su mujer no lo contradijo. Se estudió, entonces, si todas las piedras eran iguales, si todas representaban baterías nazis desperdigadas en las costas de Francia. Lo era. Todos sabíamos también que el resultado, afirmativo como intuíamos, no resolvería lo esencial del problema.

Antonia Lavín, decana de la universidad de Ciencias Sociales pagó de su bolsillo el viaje de la geóloga serbia Ana Nerea para que ésta, después de estudios que abarcaron desde simples técnicas de difracción hasta modelos experimentales, afirmara que nuestra roca inicial no era una réplica: era la original batería de Crisbecq.

La sorpresa nos invadió, tanto como cuando aparecieron esos seres en la playa. Porque esta historia no es la historia de las piedras. Esta historia, como la historia de la humanidad, a pesar de los castillos, las murallas y los templos que vieron el cielo de los siglos y desaparecieron, esta historia es sobre los hombres y las mujeres, mudos, pálidas, que aparecieron en las playas, a la hora del alba.

Hombres y mujeres amanecieron parados como estatuas arriba de la piedra, a los costados, adelante, atrás, adentro: en todas partes donde hubiera una piedra había también cuerpos. Todos predeciblemente pálidos, vestidos con ropas iguales, de color azul descolorido. Todos descalzos. Todos mirando el mar.

El ejército cerró las playas y la prensa llamó a esa gente, con poca originalidad, judíos errantes. Los primeros en llegar a la playa fueron psicólogos, pero no se animaron a tocar los cuerpos que respiraban sin hablar, sin pestañear, sin mirarlos a los ojos. Desorientados los terapeutas de la psiquis, la playa se pobló de médicos infectólogos enfundados en trajes espaciales para prevenir radiaciones y enfermedades contagiosas. Entre lo mucho que anotaron, destacaron como relevante la posición en que la gente descansaba al menos tres veces al día: arrodillados y tirando el cuerpo hacia adelante. Llamarlos musulmanes fue cuestión de respetar la historia, musulmanes eran llamados los prisioneros sin espíritu que deambulaban en la postguerra una vez liberados de los campos de concentración. El genetista Marc Epstein y su grupo de colaboradores se ofrecieron para cotejar el ácido desoxirribonucleico de los orilleros con los muertos en la guerra. Pero el problema, no sólo ético sino también práctico, era cómo obtener las muestras. Nadie se animaba a tocar a esos seres, por más que los médicos afirmaran que era seguro. Hace décadas que dejamos de creer en la medicina.

Pasaron días de inacción, de tratar de asimilar lo anormal como cotidiano. Fue una farsa inútil, ninguno de nosotros estaba feliz con las apariciones, primero de los bloques de piedra, después de esos seres, y mucho menos con las denominaciones. Para dejar atrás la nomenclatura de musulmanes se decidió concordar que eran, sencillamente, aparecidos: soldados y enfermeras que habían muerto durante el desembarco y toda la guerra. A nadie se le ocurrió hablar de Atlantes. Ni de fantasmas. La originalidad se anula en tiempos de crisis.

La aparición de los seres clausuró nuestra temporada estival con premura: aunque se retiraron las dotaciones del ejército que se habían enviado a contener cualquier situación irregular y se dejaron solo unos vigías, para el 29 de enero las playas estaban desiertas, como si los lugares de esparcimiento fueran una obra de teatro que cuelga el telón antes de tiempo. Y más aún, los pocos que nos aventuramos a ir, dejamos de hacerlo cuando algunos de esos seres, después de pasar días mudos, quietos, se acostaban a dormir vestidos y amanecían desnudos sobre la arena. ¿Por qué desnudos? fue la siguiente pregunta generalizada. Esta vez la respuesta fue rápida. La ropa no desaparecía durante la noche, como nos apresuramos a conjeturar, por un deseo sobrenatural; la ropa no desaparecía por evanescencia ni alquimia, desaparecía por culpa de ladrones ocasionales y valientes que buscaban suvenires de la Segunda Guerra Mundial. Pero no había reliquias, ni cascos, ni puñales de la juventud hitleriana que vender en el mercado negro. Los hombres no eran soldados, las mujeres ni siquiera tenían instrucción militar o médica. No comían, no hablaban. Cuando se movían eran torpes. Cuando se quedaban quietos eran grises, indiferentes. El enigma se magnificó y nos paralizó. Vivíamos encerrados en nuestras casas, mirando las pantallas electrónicas y sufriendo el calor de un verano moribundo que nos negaba sus playas ocupadas por cuerpos extraños. No sabíamos ni nadie nos decía qué pensar.

El 8 de febrero, el físico Claudio Grippo –la ciencia siempre nos salvará o aportará una hipótesis lo suficientemente absurda para no ser cierta pero para entretenernos– dijo tener la respuesta. El científico, caucásico, enjuto y ex-referente de la Iglesia de Los Santos de Los Últimos Días, afirmó que esos seres eran hombres y mujeres que se habían negado a nacer, eran proyecciones, probabilidades de un futuro que no había ocurrido. Eran los destinados a venir al mundo que se habían negado a salir del útero de sus madres. Para nomenclar esos seres, Grippo acuñó un término que es mejor no reproducir. La indignación fue creciente, algunos contra Grippo, la gran mayoría contra los Nonatos. Lo refutó Ranjit Nehru, un científico biomolecular, anciano, de voz lenta y grave, de un pecho en tonel por los atropellos con el cigarrillo en la adultez y los tobillos hinchados por las múltiples fallas cardiacas. Lo refutó no con certezas si no por aceptación social. Presentó una teoría más simple: reconoció a uno de los hombres. Dijo que era un amigo, Ryznard Tathanataga, al que no había visto durante décadas y que, creía, llevaba muerto dos o tres años. Se procedió a corroborar esa identidad y los familiares del hombre confirmaron que el cuerpo de la playa era en todo igual al del fallecido Tathanataga. En todo igual, salvo en su silencio. Lo recordaban ruidoso y jovial, no delgado y abúlico como el que se encontraron cuando fueron trasladados a la playa y estuvieron frente a él. El aparecido Tathanataga en la playa no les habló. Ni a los hijos ni al amigo de la infancia. Y aunque todos esperábamos –sin ningún motivo– que no hablara, la confirmación del silencio nos sirvió para entender la presencia de esos cuerpos.

El anciano científico Ranjit Nehru, de tobillos hinchados y pecho en tonel fue llevado a todas las playas. Por televisión seguimos su recorrido, fatigoso para cualquier persona y en especial para él. Lo veíamos bajar, avanzar, inseguro, hacia la inclemencia de un sol más parecido al del desierto que al de nuestras costas; como si fuera un astronauta que mueve sus pies sin gravedad en el espacio después de abandonar la luna y encomiarse inevitablemente al sol. Cuando terminó la inspección cara a cara de los seres, Ranjit pidió un día de descanso y al amanecer, vencido el plazo, y en conferencia de prensa, afirmó conocerlos a todos: todos habían sido sus amigos. Amigos que había perdido a lo largo de la vida. Adulto él, ahora los reconocía, aunque hubiesen transitado a su lado más que un solo día en el jardín de infantes. Ahí estaban ellos mientras nosotros asistíamos, televisor mediante, a la playa que era el teatro de su vida. El teatro de la vida de Ranjit Nehru.

El calor de febrero nos agobiaba, pero aun así no volvimos a la costa, más aún al saber que los cuerpos estaban muertos, que eran una película muda de carne y hueso detenida en el proceso de filmación y putrefacción. Fue lógico preguntarle a Ranjit qué lo convertía en alguien tan especial. Confesó no saberlo. Trató de explicar, en vano, que había cumplido desde pequeño el precepto budista de no lamentar la pérdida de una amistad: sabía aceptar que la amistad se termina, que está sobrevalorada, que existe, sí, pero es perecedera: en un punto, la participación en la historia de alguien se termina y los amigos se van. Y si no se van, es peor. La amistad es como los barcos en el mar, dijo Ranjit citando a un filósofo alemán, pueden navegar un tiempo juntos, pero tarde o temprano la marea, las tormentas o simplemente el hastío los separará. Recordar a los amigos ausentes y perdonarlos, eso lo hacía especial, dijo. Nadie compartió su idea. Aunque Ranjit había aceptado todos los desprecios, los olvidos, las traiciones y abandonos, muchos otros declaramos haber pasado por el mismo proceso y sin embargo no había ningún muerto para nosotros en las playas. Pero Ranjit insistía: ahí estaban todos sus amigos, dijo, visiblemente conmocionado. Tenía fotos para mostrar de casi todos ellos. Adultos, viejos; los reconocía gracias a su memoria prodigiosa: estaban los niños con los que alguna vez había jugado, las amigas de su madre que lo habían ayudado, todos, en el absoluto estaban todos los que habían terminado por defraudarlo, los que habían representado un vínculo tan indisoluble como el cordón umbilical o los que habían abrazado el color soberano de los astros y que también se habían perdido. Ranjit quiso explicar el porqué del silencio de los seres para con él: llega un punto inevitable, dijo, un punto incómodo en toda amistad donde ya no hay nada que decir. Para comprobar su hipótesis –afirmaba que habían venido a buscarlo– organizó su propio suicidio, programado, aséptico y televisado, que las autoridades no permitieron. Ranjit afirmaba que si él moría, sus amigos se irían. La cordura hizo que las autoridades detuvieran el intento de suicidio como validación de la hipótesis. El 25 de febrero Ranjit fue internado en un hospital psiquiátrico de transfiguración mientras esos seres, mudos, grises, siguen en la playa. Esperándolo, si atendemos a su teoría.

El otoño llegó y nos alejó de la playa definitivamente. El frío nos encerró en los autos desde donde miramos el mar y los miramos a ellos mientras esperamos, con una esperanza indecorosa, que antes del próximo verano Ranjit Nehru muera de causa natural. En la reclusión del hospital dio ayer su última declaración. La escuchamos esperanzados. Dijo, en la oscuridad de su habitación, casi desierta, casi una celda, que en poco tiempo conocerá a sus creadores. Entendimos su alivio, claro que lo entendemos. Y lo compartimos. Y aunque su muerte inminente no va a resolver la totalidad del enigma, porque todos nos preguntamos, incluso él, qué hacen esas piedras ahí, al menos resolverá una pequeña parte del misterio y a lo largo de la historia de nuestra civilización, muchas veces una pequeña parte resuelta es más importante que el todo.