“La enfermedad habla por mí

porque así se lo he pedido”

Kafka

 

Carta a Max Brod

Resulta llamativa la reacción alarmada e inmediata generada por el coronavirus: un estado de alerta mundial ante la posibilidad de su expansión en contraste con la falta de una reacción similar frente a la creciente epidemia de obesidad, enfermedad crónica que, en verdad, lleva años matando más gente que epidemias súbitas causadas por agentes infecciosos como el ébola, las gripes y ahora el coronavirus. Los estudios y estadísticas (*) así lo demuestran.

Abramos algunas preguntas para aclarar esta contradicción. ¿Por qué incrementos repentinos de casos de diversas enfermedades provocan una necesidad apresurada por tomar medidas, mientras que la imparable obesidad ha seguido su inercia sin ningún desvío desde hace décadas? ¿Qué revela de nuestra sociedad, de nuestras políticas en salud, acaso de nosotros mismos, esta cronificación de una epidemia como la obesidad que nunca alcanzó carácter de urgencia? ¿Qué factores o fatalidades le impidieron esta dignidad o estatuto? ¿Por cuáles extrañas o desconocidas aún razones la obesidad parece haber venido a encarnar tanto nuestras imprevisiones comunitarias, como nuestras negligencias o déficits reales -incluso los más íntimos- para captar riesgos?

De repente, las noticias periodísticas nos bombardean con la amenaza del coronavirus impregnando nuestra vida cotidiana con imágenes bélicas de alistamientos frente a un enemigo poderoso. Rostros enmascarados en barbijos anticipan la invasión de agentes foráneos ante los que habrá que tomar armas y protegerse.

Por otro lado, el aumento descabellado de la obesidad en los últimos 40 años (*) no parece haber sobresaltado con ninguna idea de invasión. Ni el lenguaje visual ni el léxico empleado para la obesidad parece despertar la idea de guerra, por lo tanto de ninguna defensa o contrataque. Desde esta perspectiva semántica bien podemos preguntarnos si será que la obesidad no resulta permeable al pensamiento bélico y al no poder inventarse un “enemigo” se ha perdido no sólo la posibilidad de apuntar hacia el peligro sino también la prontitud de los Ministerios de Salud a gastar en armamentos contra este flagelo. 

Quizás imposibilitada de calzar en la lógica del enfrentamiento bélico, la obesidad ha logrado invadirnos por parecerse tanto el enemigo a nosotros mismos, que hasta se ha confundido con nuestra propia supervivencia: consiguió infiltrarse a través de nuestros alimentos y sitiar los cuerpos inmovilizándolos. No hay virus o agente externo distinto a mí; sin embargo, es la enfermedad epidémica con el plan viral perfecto. Pero, ¿cómo fue posible llegar a esta situación con tantas batallas perdidas? ¿Qué es lo que vuelve contagiosa a la obesidad si ha sido definida como “enfermedad epidémica no transmisible”?

Aún si pensamos que nuestros hábitos alimentarios y actividades o inactividades físicas son las que se contagian, no sería lícito igualar el contagio a través de virus a la propagación de nuestro estilo de vida. Porque tampoco podríamos declararle la guerra a nuestros hábitos, aunque a veces funcionamos como si nuestra manera de vivir fuese nuestro enemigo.

La obesidad pivotea y tambalea sobre todas estas contradicciones. Y está bueno reconocerlas.

Notemos que la definición misma de obesidad(*) en documentos oficiales vacila en un territorio ambiguo: desde ser considerada “enfermedad”, “un problema de salud mundial” hasta “factor de riesgo” de otras enfermedades, pasando por militarse como derecho a la identidad, como una problemática de género. La salud se desdibuja en el reclamo de un estatus nuevo desde el cuerpo que las personas obesas exigen como reconocimiento especial. 

Por otro lado, el pasaje de la obesidad desde ser significada como “enfermedad” y “problema de salud” (no es lo mismo) a considerarse “factor de riesgo” reproduce el delicado deslizamiento que afecta la sensibilidad misma de las personas que expresan padecerla: desde la desgracia de enfermarse hasta la culpa secreta y horadante de la víctima que se puso en riesgo de enfermarse.

La obesidad se concentra así en los grandes espacios del lenguaje destinados a las contradicciones subjetivas que nos habitan en esta época pero como enigma de todos los tiempos. ¿En qué riesgos nos meten estos tiempos -que ni estaríamos alcanzando a entrever o presentir-? ¿En qué medida se provoca uno la enfermedad que padece y que jamás hubiera querido tener? En ese cruce tan humano del azar y el destino, tal vez la encrucijada más humana desde los griegos, ¿en qué medida la sociedad denuncia sus síntomas y fallas en las enfermedades que propaga sin saber cómo?

Quizás, la escritora norteamericana Susan Sontag, autora de varios ensayos sobre las enfermedades y las fantasías que inspiran, nos pueda brindar aún una perspectiva más sobre la pregunta por el contagio sorprendente de la obesidad, cuando dice: “Basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente, contagiosa”. Aportándonos la idea de que mientras la cura de una enfermedad no se encuentre, las enfermedades serán misteriosas y así funcionarán como una fuente sofisticada y continua de creación de nuevas figuras y significaciones sobre la realidad humana. Estaríamos entonces con la obesidad ante un “contagio moral”, y también “literal”, porque todavía no se encuentra su cura.

(*) OMS/Julio 2015/Epidemia obesidad

Cuarta Encuesta Nacional Factores de Riesgo 2019

https:// thehill.com/opinión/healthcare/472279. Obesidad es una epidemia ¿Por qué no respondimos de manera acorde? Dr. Dietz.

 

https://doi.org/101111/cob.12329