Parecía haber hecho crack: el campo cultural francés se resquebrajaba. La opinión pública salía a denostar las prácticas pedófilas del mundo artístico toleradas – e incluso defendidas- durante décadas. Con su libro “Le consentement” (El consentimiento), la editora Vanessa Springora expuso como abusador sexual, 35 años después, al escritor Gabriel Matzneff y eso causó un revuelo que puso en jaque a varios actores de la industria literaria. Tapas de revistas y diarios; investigación de oficio de la Fiscalía de París, ministro de Cultura indignado; reportaje exclusivo en The New York Times. La progresía francesa encontraba – ¡al fin!- fisuras reales en sus prácticas y discursos. Desde diciembre en Francia se venía un cambio de época, se renovaron los votos del #MeToo, los feminismos volvían a tomar la delantera mediática. La obra y el artista criminal dejaban de ser asuntos separados. El mundo miraba, todos condenaban. Duró poco.

La semana pasada, el director de cine Roman Polanski, condenado por pedofilia y prófugo de la justicia estadounidense, fue galardonado en los premios César como mejor director por El oficial y el espía. La película recrea el affaire Dreyfus, el juicio de fines del siglo XIX que dejó en evidencia el anquilosado antisemitismo francés, denunciado en su momento por el escritor Émile Zola en la carta abierta “J’accuse”, título original de la película. Hay que reconocer la astucia del director al tomar un caso paradigmático y usarlo como un guiño metahistórico personal. El capitán judío Alfred Dreyfus fue sentenciado injustamente a cadena perpetua acusado de traicionar al ejército francés con los alemanes y se convirtió en símbolo de un punitivismo gatillado por prejuicios sociales. El asunto Dreyfus fue una de las grandes grietas francesas y Polanski logró, como se vio el viernes 28 de febrero, ponerse en el lugar del capitán-víctima y volver a fisurar a la intelectualidad, algo que a esta altura no parece demasiado difícil.

El director no asistió a la ceremonia de los premios César por miedo a las protestas pero tuvo como recompensa el reconocimiento del establishement cinematográfico que esa noche mandó un mensaje claro: la pedofilia no nos importa, el griterío por abuso sexual es histeria de género y siempre vamos a defender a los nuestros. Como si fuera poco, el galardón se le otorgó sólo un par de días después de que el movimiento #MeToo quedara legitimado en la Justicia con la condena por violación al magnate de la industria Harvey Weinstein. Y para matar tres pájaros feministas de un tiro, al elegir como mejor director del año a Polanski se obvió totalmente a Céline Sciama, directora de Retrato de una mujer en llamas - historia de un romance lésbico y película del momento- protagonizada a su vez por Adèle Haenel, quien el año pasado denunció al director de cine Christophe Ruggia por abusos sexuales cuando tenía 12 años. La industria no se anda con sutilezas. Al conocer el premio, Haenel se levantó y abandonó la ceremonia gritando por los pasillos: ¡Viva la pedofilia! El mundo al que pertenece se le estaba riendo en la cara. A ella, pero también a todas las niñas, niños y mujeres víctimas de violación. ¿Qué pasó con la condena multitudinaria al abuso sexual de la Francia revolucionada post affaire Matzneff? Volvió a ser considerado materia opinable. Y reacción de mujeres por goteo que salieron a responder. 

En un artículo rabioso y potente como un rap publicado dos días después de la ceremonia en el diario Libération, la escritora lesbofeminista Virginie Despentes escribe: “Ustedes, los más poderosos, defienden sus prerrogativas: forma parte de su elegancia, la violación es lo que funda su estilo. La ley los protege, los tribunales son sus dominios, los medios les pertenecen. Y exactamente para esto sirve el poder de sus grandes fortunas: tener el control de los cuerpos declarados subalternos. Los cuerpos que se callan, que no cuentan la historia desde su punto de vista. El tiempo ha llegado para que los más ricos pasen este bello mensaje: a partir de ahora, el respeto que les debemos se extenderá hasta sus pijas manchadas de sangre y mierda de los niños que violan. Que sea en la Asamblea Nacional o en la cultura -aunque intente esconderse o disimular el malestar. Ustedes exigen un respeto entero y constante. Vale para la violación, para las detenciones de su Policía, vale para los César, vale para sus reformas jubilatorias. Así es la política de ustedes: exigir el silencio de las víctimas. Forma parte del territorio, y si hay que trasmitirnos el mensaje mediante el terror, que así sea”.

Hoy y mañana millones de mujeres, lesbianas, travestis y trans saldremos a la calles para protestar contra las violencias machistas y un estado del orden mundial que, a pesar de avances puntuales y lo que diga la épica autocelebratoria de algunos sectores del feminismo, está muy lejos de caer.