Para quienes pensamos en clave feminista todos los días del año, el 8M no es un día más. La rabia se acumula en la garganta y la necesidad de encontrarnos hace vibrar el cuerpo: lo hemos hecho con más o menos compañeras, pero desde el 3 de junio de 2015 el baile que nos unifica haciendo temblar la tierra aceitó los cuerpos, su lugar en el terreno, la potencia de los movimientos: la calle es nuestra.

Lo que sigue sin pertenecernos es el mundo, ese territorio tan amplio como hostil en el que desplegamos nuestras potencias con más obstáculos que acompañamiento. Los espacios domésticos siguen siendo más riesgosos que el resto porque la violencia machista es particularmente feroz en la intimidad y eso lo dicen las estadísticas, para disgusto de tantxs. Pero el espacio público, el universo laboral y las instituciones siguen teniendo reservadas grandes porciones de inequidad para nosotras, mujeres, lesbianas, trans y travestis. Por eso, este paro nos encuentra llevando bien en alto la pancarta de nuestros femicidios (66 en lo que va de 2020) pero también la de la carga de cuidados, que sigue inclinada pesadamente sobre los hombros de personas no masculinas. Y esta otra estadística, tan profundamente injusta y estructural, vuelve la mirada sobre quienes todavía no se sienten interpelados por el grito de Ni Una Menos: los varones.

Basta con observar el horror de la opinión pública frente al crimen de Fernando Baéz Sosa pero permanecer indolora frente al de Micaela Gordillo, la chica asfixiada, descuartizada y quemada la semana pasada en Catamarca. La sociedad se acostumbró al morbo de machitos violentos, que actuando solos o acompañados, vuelven descarte el cuerpo de las mujeres, de toda identidad feminizada.

“No fue bullying, fue machismo”, dijo una víctima anterior del asesino, Naim Vera, poniendo en claro que eso que ella vivía a diario de su agresor era un ataque directo a su condición de mujer. Explicar esa diferencia es poner al descubierto las miles de conductas que hacen de este un mundo machista y profundamente patriarcal, que nos sigue poniendo contra las cuerdas cada vez que caminamos por un callejón oscuro pero también cuando nos relacionamos amorosamente con varones de los que no escuchamos una sola palabra de dolor. ¿Por qué nuestros crímenes nos siguen doliendo solo a nosotras? ¿Cuánto van a tardar en preguntarse cuál de todas sus conductas forman parte de una red de sometimiento que termina en muerte? ¿Por qué los medios insisten en pixelar la cara de los violentos pero muestran a las víctimas en ropa interior?

Parecemos exageradas. Toda feminista ha escuchado alguna vez, incluso de boca de otra mujer, la pregunta por la queja permanente. Pero no lo somos: el entramado es complejo y es difícil sacarlo a la luz, empieza su marcha en un viaje en bondi cualquiera, se detiene toda vez que la obviedad nos hace levantar la mesa o quedarnos despiertas haciendo la tarea de les niñes y se desliza como las manos de un jefe buena onda que se anima a hacernos masajes con confianza, total, una parte de nuestros cuerpos no nos pertenecen.

 

Si el Estado es responsable y está en deuda con nuestro colectivo, los varones son la porción de humanidad que nos debe una respuesta. Por eso paro este lunes, por eso marcho con convicción: ni una muerta más por violencia machista.