Un grueso telón negro baja de los arcos del mundo. Murió Amadeo Raúl Carrizo. O simplemente Amadeo, como lo mencionaban, con respeto y admiración, compañeros, rivales, directores técnicos, periodistas y cualquiera que haya sobrevolado el ambiente del fútbol. Está en la historia imborrable porque atajó 23 años consecutivos en la Primera de River, de 1945 a 1968. Porque participó 7 campeonatos (1945, 1947, 1952, 1953, 1955, 1956 y 1957). Y porque en 546 ocasiones (522 por campeonatos de primera y 24 por la Copa Libertadores) se plantó delante de los tres palos riverplatenses para convencer a los delanteros adversarios, con su porte y su estampa, que hacerle un gol, era una proeza casi imposible.

Pero la grandeza de Amadeo traspasa el rigor de las estadísticas. Se instala en el poder de los sentimientos futboleros. Carrizo fue ídolo, el primer ídolo arquero de la Argentina. Fue leyenda en vida. Para muchos, el mejor arquero de la historia, hasta que en los últimos 45 años, Ubaldo Matildo Fillol, con otro registro, pasó a compartirle el podio eterno. Y fue, a nivel local pero también internacional, acaso el fundador de manera diferente de entender el puesto.

Antes de Amadeo, los arqueros sólo atajaban, parados sobre la raya del arco o no más allá de los dominios del área chica. Amadeo le sumó un plus a la tarea: atajaba, pero a partir de su extraordinario manejo de la pelota con los pies (en los entrenamientos jugaba como delantero para poder pensar como ellos), se transformó en el primer jugador de su equipo, aventurándose a ir a veces, más allá del área grande. E iniciando con sus saques largos y precisos, los ataques de su equipo.

Estudioso de cada detalle de su función, obsesivo en el mejoramiento de su técnica y en la comprensión del juego, Amadeo no se contentaba con evitar que los rivales le hicieran goles; también quería participar de los que hicieran sus propios compañeros. Trabajaba su físico, pero también su técnica como ningún otro arquero lo había hecho antes. Fue maestro achicando el arco en los manos a mano con los delanteros y descolgando pelotas en lo alto. Y ese estilo, elegante y en paralelo eficaz, además de sus fabulosas condiciones naturales, le permitió extender su carrera hasta los 42 años en River y un año y medio más en Millonarios de Bogotá, donde jugó 60 partidos entre 1969 y mediados de 1970.

Sus detractores (que los tuvo, como el revolucionario que verdaderamente fue) le endilgaron que si a su técnica le hubiera añadido una mayor fortaleza mental para absorber adversidades o ambientes hostiles, habría sido mucho más grande de lo que terminó siendo. Y recordaban su desánimo la tarde infausta de los 6 goles que Checoslovaquia le hizo jugando para la Selección Argentina en el Mundial de Suecia de 1958. Sus flojeras cada vez que le tocaban ir a la Bombonera a definir campeonatos con River como en 1962 y 1965. O su conducta en aquella finalísima de la Copa Libertadores de 1966 ante Peñarol en Santiago de Chile cuando River ganaba 2-0 con baile y los uruguayos le dieron vuelta la historia y terminaron venciendo 4-2.

Pero sus hinchas (porque Amadeo no tuvo defensores, tuvo hinchas) , aun aceptando que en algunos partidos pudo no haber dado la mejor respuesta anímica respondían con un argumento concluyente: fue arquero de River 23 años. Y en ese arco tan grande no se sostiene cualquiera. Mucho menos los débiles de carácter.

Nacido en Rufino (provincia de Santa Fe) el 12 de junio de 1926, Amadeo llegó a River en 1943, fue campeón de tercera en 1944 y el 6 de mayo de 1945, debutó en primera ganándole 2 a 1 a Independiente en el Monumental. Camilo Cervino le anotó el primer gol. Su carrera es un fresco de un cuarto de siglo de la historia de River. Empezó jugando con la legendaria Máquina y Alfredo Di Stéfano. Después, ya en los años ‘50 fue compañero de Alfredo Pérez, "Pipo" Rossi, Vernazza, Walter Gómez, Norberto Menéndez y Enrique Omar Sívori entre muchos otros. Y en los 60, tuvo a su lado a José Ramos Delgado, Ermindo y Daniel Onega, Cubilla, Artime y Oscar Más.

El 14 de julio de 1968, Amadeo vivió en la cancha de Vélez, el mayor homenaje de su carrera. Esa tarde, batió un record de imbatibilidad en Primera División (761 minutos sin goles en contra). Y todo el estadio, con pañuelos blancos, aclamó al gran arquero que jugó largos minutos con los ojos llenos de lágrimas. En el segundo tiempo de ese partido por el torneo Metropolitano, un jovencito atrevido le rompió la marca histórica con un gol de cabeza: se llamaba Carlos Bianchi. Y lo reconocía como su ídolo.

Un nombre, tan legendario como el suyo, vertebra toda su campaña: el de Angel Amadeo Labruna. Fue compañero de Amadeo en los 7 campeonatos que ganó, en ese tiempo en el que River se cansó dar vueltas olímpicas y sumarle gloria al escudo. Compartieron en la cancha la vergüenza del desastre de Suecia. Y cuando Labruna dejó de jugar y Carrizo siguió en la cancha, fue su director técnico en 1963 y 1968. Precisamente, Labruna, luego del Nacional de 1968, le recomendó al presidente de entonces, Julián William Kent, dejar libre a Carrizo y vender a Hugo Orlando Gatti, con quien Amadeo compartió el arco riverplatense entre 1964 y 1968.

Cada vez que, ya retirado, volvía al Monumental a ver a su querido River, los viejos hinchas y los pibes, corrían a su lado a sacarse fotos, a acariciarlo y a decirle que había sido el mejor y que no había habido nadie como él. En 2011, poco después del descenso, contaba que había gente que llegaba hasta su casa para abrazarlo y llorar esa pena inmensa junto a él. En 2013, fue nombrado presidente honorario del club y hasta sus últimos días, siempre quiso estar al tanto de todo lo que pasaba en su club. Porque Amadeo y River fueron, son y serán lo mismo, únicos e indestructibles. Forman una alianza tan fuerte que atravesará todos los tiempos. La muerte no podrá romperla.