La antología retrospectiva “Barcas, guerreros y otros mitos…” de Hernán Dompé (1946) en el Museo de Arte Tigre (MAT) reúne alrededor de un centenar de obras que el escultor realizó desde comienzos de los años ochenta hasta el preente.

La exposición, con curaduría de María José Herrera, directora del MAT, celebra los diez años del Museo.

Se trata de una muestra de gran impacto, una suerte de enorme instalación en la que cada obra y cada serie genera una continuidad, en la que pueden verse varios de ejes de la obra de Dompé: Violencia, barroquismo, naturaleza, teatralidad, narración.

Lo que sigue es parte de la entrevista que Página!12 mantuvo con el escultor.

Respecto del primero de los temas presentes en la exhibición, la violencia, Dompé explica:

“La violencia yo la viví. Durante la dictadura me tuve que escapar de mi casa con mis hijos y mi mujer. Me estaban buscando y tuve que rajarme. Además desde chico tuve una vida muy azarosa, con accidentes, operaciones, en fin…  tuve la suerte de que no me atraparan, pero después, cuando en Bellas Artes uno veía que algunos alumnos de pronto ya no estaban, era muy fácil saber lo que les estaba pasando. Quiero decir que durante la dictadura es cuando tomé plena conciencia de la violencia y eso me hizo reflexionar más y allí también busqué inspiración. Necesitaba un modo de sacar todo eso afuera, neutralizar esa carga negativa a través de la obra”. 

“La última mirada”, tríptico de Hernán Dompé.

–¿De donde vienen los barcos que se multiplican en su obra?

–Tienen que ver con lecturas infantiles: Salgari, historias de vikingos, muchas historietas.

–Esos barcos no sólo hablan de un traslado, de una aventura, de un descubrimientos, o de metáfora del viaje y la vida, sino también –como la serie de los “guerreros”–, de conquistas, invasiones, nuevamente de la violencia y la muerte.

–Más allá de lo que significó la dictadura y la violencia que atravesó el país en la personas de mi generación, mi vida fue muy dramática: a mí me marcó para siempre la muerte de mi hija a sus 25 años, en 1999. En aquel momento yo ya no quería seguir, pero pude salir adelante por mi otro hijo, que por suerte ahora es también un escultor que está haciendo una buena carrera.

–Lo dramático, como tragedia y como componente teatral, también es fuerte en su obra, que posteriormente exhibe un mayor componente reflexivo.

–Yo siempre voy y vengo: avanzo, luego retrocedo unos para ver lo que estoy haciendo; vuelvo a avanzar. El tiempo, de a poco, fue apaciguándome y haciéndome comprender algunas cosas. Porque la furia y el enojo impide ver la otra parte. Si uno se siente herido, muy mal, y quiere responder del mismo modo, eso lleva a un callejón. Con los años una va buscando mejorar y yo trabajo mucho, le dedico mucho tiempo, dedicación y reflexión a cada obra. Creo que ese tiempo después se ve en el resultado final. 

–La cuestión del tiempo está tematizada en su trabajo. Se puede ver que tiene práctica en ejercitar la espera y la paciencia.

–Tal vez esa paciencia viene de que soy pescador con mosca y confecciono mis propias moscas. Me encanta meterme en el río hasta el ombligo, a pescar. Es un ejercicio zen. Cada tiro, cada “casteo” (cuando se despliega la línea) es como tirar al blanco. Es algo que requiere de mucha concentración. Durante la espera, cuando la mosca cae al río, a veces pasan breves instantes, el agua se la lleva, la tensión que uno sufre es tal vez interrumpida por el pique de un pez y allì comienza la lucha. A veces la mosca se pierde en el agua y hay que reemplazarla y volver a empezar…. cada día.

–Algo que puede verse en la concepción de la muestra y que responde a tu obra, es la cuestión de la escala. Obras de gran envergadura, instalaciones, grupos escultóricos y, por otra parte, una larga serie de miniaturas. O dentro de la misma pieza, partes de tamaño mediano o grande en las que incrustan componentes muy pequeños.

–El tema de la escala es algo que me hizo un “clic” cuando gané el Premio Esso de escultura en 1982. El premio incluía una larga estadía en Nueva York. En ese entonces mi experiencia fue menos en escultura que en dibujo. Metido en ese paisaje urbano de gran escala me produjo un cambio interior muy potente. Y cuando volví me hizo comprender los temas de escala. De algún modo, según dicen, fui uno de los primeros escultores en hacer instalaciones, como la que presenté en 1983, en la galería Alberto Elía. Aquella muestra significó un gran espaldarazo, tanto en el crecimiento de mi obra como en la respuesta, dentro y fuera del país: empecé a ser más requerido. Mi obra generó un interés mucho mayor. Porque yo podría haber seguido trabajando como venía, pero el tema de la escala fue crucial. Podría sintetizarlo diciendo que hasta entonces la gente no percibía el golpe en el plexo solar, no recibía el impacto. Pero que a partir de la instalación de 1983, sí sucedió. 

–Junto con la escala, que es un tema de relación entre las piezas y con las personas –un tema no sólo de tamaño sino también de sentido–, hay otra cuestión que hace al lenguaje mismo de su trabajo y que creo que siempre lo acompaño: el barroquismo.

–Podría que decir que lo barroco me viene casi de manera innata. Y eso me lleva a querer manejar la cuestión del espacio, en la galería o el museo. Pero también hay un viaje muy importante. En 1980 fui a Perú y a México. Visitar sitios arqueológicos, pirámides, espacios rituales fue determinante. Fui más a esos lugares que a visitar galerías o museos de arte contemporáneo. Me detuve, por ejemplo en algunos museos como el Antropológico de México, que en aquel entonces tenía un montaje más interesante que ahora o, al menos, menos dedicado a los colegios y los estudiantes. El componente escenográfico del montaje me marcó. Entonces: soy conciente de mi barroquismo y del tiempo que me lleva cada trabajo.

–Volviendo a lo escenográfico y lo teatral, también puede verse una continuidad narrativa, tanto en las obras como en el montaje de la exposición. 

–Lo narrativo lo veo como esa retroalimentación permanente dentro de mi propio trabajo. Ese ir y volver, tomar distancia, avanzar…

–La instalación “Sitio ritual” de 1987, busca evocar o incluso reconstruir la situación de trabajo en el taller.

–Sí. En 1988, cuando me convocaron para el Premio Palanza, se me ocurrió construir un simulacro de mi taller, del barroquismo que se genera en mi taller: mesas, herramientas de trabajo, obras inconclusas, suciedad. Al año siguiente presenté otra versión de lo mismo en una muestra en la Fundación San Telmo en la que exhibí diez años de trabajo. Y a pesar de mi dedicación cotidiana a la obra, no expongo seguido. Sí participo de exposiciones colectivas, pero no tanto en individuales y menos en una retrospectiva como esta del MAT. Me lleva tiempo encontrar el hilo que conduzca a una cosa que tenga sentido ser contada. Mi espacio de trabajo es muy importante. Hace mucho años, en Buenos Aires trabajé en distintos talleres. Alguno de esos espacios había sido una fábrica, era un lugar cerrado, donde trabajaba ensimismado, en mi propio mundo y no me enteraba si llovía o había sol. Eso cambió drásticamente: hace más de veinticinco años que vivo y trabajo en Córdoba, en Capilla del Monte. Entre la naturaleza –las plantas, los árboles, los pájaros–. Me gusta mucho trabajar al aire libre.

Por eso confieso que cuando vi la primera configuración del montaje de esta muestra en el Museo del Tigre, quedé impresionado y emocionado: tantos años de trabajo cotidiano.

* En el Museo de Arte Tigre. Paseo Victorica 972, Tigre. De miércoles a viernes de 9 a 19. Sábados, domingos y feriados, de 12 a 19; hasta el 16 de abril.