El coronavirus instaló dos sensaciones desde que se transformó en un monotema planetario. El pánico a escala global por su rápido contagio y letalidad y la idea -que se extiende a un ritmo mucho más lento – de que la pandemia nació como un experimento de ingeniería biológica para hundir la economía de China. Los argumentos conspirativos con que los dos países se atribuyen responsabilidades hacen su aporte a este desaguisado donde todos los estados no reaccionan igual. El gobierno de Xi Jinping aisló a una provincia entera, Hubei y casi 60 millones de habitantes con una cuarentena rigurosa. Calles desiertas y militarizadas fueron la postal omnipresente durante dos meses. El antídoto dio resultado. Donald Trump pasó de considerarlo “una simple gripe” a declarar la emergencia nacional. Habló de “virus chino” y el que se introdujo en sus propias fronteras y sobrepasó sus muros no tiene techo: este martes arrojaba 46.000 infectados y 600 muertes. Nueva York y California entraron en cuarentena obligatoria.

La réplica por el adjetivo que eligió Trump para el virus no demoró. Fue del portavoz de la cancillería china Lijian Zhao. El 9 de marzo escribió en Twitter que podría haber sido el ejército de EE.UU. el que “lo llevó a Wuhan”, la ciudad epicentro del Covid-19. El actor coreano Daniel Dae Kim, intérprete en la serie televisiva Lost, definió con un gol sobre la hora esta polémica pandémica: “Sí, soy asiático. Y sí, tengo coronavirus. Pero no me lo contagié en China, lo contraje en América, en Nueva York”, declaró en un video que posteó en Instagram.

A esta altura de la pandemia, la teoría de que comenzó en el mercado mayorista de mariscos de Wuhan muestra fisuras. Si bien es cierto que en 2007, un estudio de la Universidad de Hong Kong ya alertaba sobre una especie de murciélago transmisor de este y otros virus en China, la propagación del covid-19 por los cinco continentes dio pie a otras conjeturas. A la defensiva, el gobierno de Beijing se mantuvo en silencio y empezó a reaccionar tarde contra las imputaciones que le propinaban Trump y su secretario de Estado Mike Pompeo. Pero hoy, en China y Japón como en Estados Unidos, hay investigaciones y testimonios que avalan la idea de que el coronavirus habría salido de América. El portavoz Zhao sostiene una hipótesis de difícil comprobación. Aquella que cuenta cómo agentes de EE.UU introdujeron el virus durante los Juegos Olímpicos militares realizados en Wuhan en octubre pasado.

A esa interpretación del funcionario chino la siguió un informe de la TV japonesa Asahi. Afirmaba que el coronavirus provenía de Estados Unidos donde una epidemia de gripe en el último invierno había dejado miles de muertes, sin que se chequeara si pudo haber algunas causadas por el Covid-19. Lo admitió el director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) Robert Redfield. Dijo que casos diagnosticados como de gripe común pudieron ser del virus que todavía no tiene vacuna.

La OMS trató de hacer precario equilibrio cuando la pandemia ya avanzaba como un ejército de termitas, pero presionada por el lobby de las farmaceúticas de EE.UU espiralizó la idea de que se venía lo peor. El 30 de enero declaró una emergencia de salud pública de preocupación internacional (PHEIC). El 11 de marzo definió al nuevo fenómeno con la palabra que se conoce hoy. Trump hablaba del virus made in China y tomaba medidas para impedirles la entrada a sus ciudadanos o a todo aquel que hubiera visitado el país de la Gran Muralla. Un enemigo íntimo del gigantesco aparato de inteligencia estadounidense como el exagente de la CIA Philip Giraldi se pasaba de bando y sostenía que el coronavirus podía ser un arma biológica para dañar a China e Irán, otra de las naciones más afectadas por el tsunami viral.

El escenario va quedando reducido a dos hipótesis. Una habla de la natural y espontánea mutación de un gen de murciélago. La otra es la teoría del laboratorio que Beijing le atribuye a EE.UU. Se apoya en la historia de este país que en los últimos sesenta años fue prolífica en experimentos biológicos para dañar economías, y sobre todo a la cubana, cuyos médicos hoy son recibidos con aplausos cuando llegan a Italia para cooperar en la lucha contra la pandemia.

A la isla se le inoculó la fiebre porcina y el dengue hemorrágico en los años 60, 70 y 80. El gobierno de John Fitzgerald Kennedy aprobó la Operación Mangosta el 18 de enero de 1962, según documentos desclasficados. Su objetivo era dañar las cosechas en Cuba, además de sabotear su economía por distintas vías. En junio de 1971 se esparció el virus de la fiebre porcina africana, que jamás se había reportado en la isla y demandó sacrificar a medio millón de cerdos. En abril de 1981 se detectaron en La Habana varios casos de dengue hemorrágico. Cuatro niños murieron por esta situación. Se trataba de una cepa nueva del virus Nueva Guinea 1924, serotipo 02, única en el mundo para la época. Había sido procesada en un laboratorio. La CIA siempre estuvo detrás de estos experimentos biológicos.

Cuba no ha sido el único país afectado por esta política. En su patio trasero, organizaciones de Estados Unidos les inocularon sífilis, gonorrea y otras enfermedades de transmisión sexual a unos 1.500 guatemaltecos entre 1946 y 1948. El objetivo era estudiar en humanos la capacidad de prevenir esas patologías para probar sobre ellas el alcance de la penicilina.

Un grupo de 444 afectados y sus familiares iniciaron un pleito por mil millones de dólares en EE.UU. Un juez federal en Maryland la consideró procedente en enero de 2019. Demandaron a la Fundación Rockefeller, al grupo farmacéutico Bristol-Myers Squibb y además a la Universidad Johns Hopkins. La misma que hoy lleva en tiempo real el mapa del coronavirus a escala global. Según el juicio que entablaron las víctimas, médicos y científicos vinculados a esas instituciones “participaron, aprobaron, fomentaron, ayudaron y fueron cómplices” de los experimentos desarrollados en Guatemala, que siguieron analizando en sus laboratorios hasta bien entrada la década del 50. Los acusados negaron los cargos pero el presidente Barack Obama se disculpó con su par de Guatemala, el socialdemócrata Álvaro Colom, en 2010. Este último calificó al ensayo que se realizó con fondos federales de EE.UU como “crimen de lesa humanidad”.

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