Desde Nueva York

Llevo caminando veinte cuadras y solo he visto a cuatro personas: un policía, dos chicos que entregan delivery en bicicleta y un fotógrafo. Estoy en lo que pareciera ser una cáscara de Nueva York, la estructura imponente de una ciudad hecha para el tránsito está vacía. En Times Square, las luces de los carteles se refractan sobre el suelo, desde que vivo acá nunca lo había visto, siempre está cubierto por una masa incontable de turistas. “Todas las funciones están suspendidas por el brote de COVID19”, son las funciones del distrito teatral más grande del mundo. Algunas de las características marquesinas han sido reemplazadas por anuncios del Departamento de Salud “Aconsejamos que laven sus manos por al menos 20 segundos”. La prevención llegó tarde, el mensaje colosal se proyecta a la mismísima nada.

Me intrigaba experimentar el afuera. Desde el 16 de marzo, último día en el que trabajé oficialmente, y unos pocos días antes de que el estado entrara en pausa de actividades no esenciales, solo había salido dos veces. Las cosas cambiaron drásticamente desde ese entonces. En los comercios autorizados, se controla la cantidad de clientes y la distancia entre ellos. Para los productos de alta demanda, como jabón para las manos, guantes y máscaras, hay un límite de dos unidades por persona para evitar el desabastecimiento y ayudar a los empleados, extenuados por la reposición constante.

Me detengo en Broadway para tomar unas fotos, en mi mente estoy pensando cómo voy a nombrar este vacío. Es una versión beta de la ciudad, sin voces y pasos apurados, sin bocinazos. Cambió el olor, en ese momento me doy cuenta. Nueva York usualmente huele a comida, hoy, a desinfectante.

Creo haber visto suficiente, y emprendo la vuelta tomando la calle 44 para ir al Sudeste. Camino una cuadra hasta que me detiene un chistido. Desde un banquito en la puerta de un local, a simple vista cerrado, un hombre de unos 60 años que protege su cara con un pañuelo, me dice “Ey, estamos abiertos”. Quizás porque es visible que no me dirijo con decisión a entrar, sospecha. Le pregunto de qué se trata su local, y me contesta, defensivo, “No voy a responder preguntas a una periodista”. La conversación queda obturada, pero el dato lo tengo, al levantar la vista veo el letrero “Casa de empeño. Préstamos”.

El dinero nos preocupa a todos. En las últimas dos semanas, se registraron 1.800.000 suspensiones y casi diez millones de personas reclamaron el seguro de desempleo. Yo soy una de ellas. Además de la salud, una de las preocupaciones más grandes es cómo vamos a pagar el próximo alquiler, o si vamos a tener trabajo cuando esto termine. “Cuando esto termine” es una frase idílica en este contexto. En la conferencia de prensa del domingo pasado, el gobernador Andrew Cuomo dijo que la ciudad debía permanecer en pausa por dos semanas más. Al menos.

El tiempo que vamos a permanecer aislados es tan incierto como las cifras que se disparan alocadamente día a día. Las cifras engañan, no porque sean mentira sino porque desdibujan el hecho social al que se atan: el estado ha tardado en aparecer, hasta el 20 de marzo la gente estaba en la calle. De 300.000 casos confirmados de COVID-19 en los Estados Unidos, 113.704 pertenecen al Estado de Nueva York, de ellos, 63 mil a la Ciudad de Nueva York. Hay camiones refrigerantes en las puertas de los hospitales para llevarse a los muertos, que al día de la fecha ascienden a 3.565. Lejos de todo sensacionalismo, la ciudad no había vivido una pérdida tan grande desde la caída de las Torres Gemelas.

Mientras escribo esta crónica me llega una alerta del Gobierno de la Ciudad de Nueva York por celular. Piden con urgencia más profesionales de la salud, necesitan voluntarios. A pesar de los esfuerzos sobrehumanos por apalear el brote, nada alcanza. En Estados Unidos ganó el letargo. Faltó información desde un principio. No hubo un plan de contención, sino un laisez-faire macabro.

En la lógica del sálvese quién pueda, algunos días antes de la orden ejecutiva del gobernador Cuomo que ponía al estado en pausa, la gente se agolpaba en los supermercados con valijas. Las góndolas se vaciaron a un ritmo demencial, los empleados estaban desbordados y vulnerables. Por falta de dirección gubernamental, además, los comercios estaban atestados de ciudadanos que hacían colas sin respetar la distancia social aconsejada. Hoy por hoy, la situación es de una calma aterradora, los comercios están regulados, pero no hay suficientes camas ni respiradores para los afectados.

En sus intentos por contener la crisis sanitaria el gobierno del Estado de Nueva York decidió armar un banco centralizado de insumos hospitalarios para asistir a las faltantes. A esta medida, que data de la semana pasada, se le sumaría una orden ejecutiva donde Cuomo intima al sector privado de salud a entregar sus respiradores para utilizarlos en el sistema público, según dijo en una conferencia de prensa el pasado viernes. Por su parte, Bill de Blasio, alcalde de la Ciudad de Nueva York habilitó el Central Park para la instalación de un hospital de campaña, colaboración entre Samaritan’s Purse (organización evangélica humanitaria con sede en Carolina del Norte) y el hospital Mount Sinai.

La responsabilidad que hoy se puede percibir como compartida, en principio, recayó enteramente sobre los individuos y el sector privado. Fueron las empresas proveedoras de servicios no esenciales las que empezaron a llamar al trabajo remoto hace 4 semanas, también los influencers hablaban de “self-isolating”, cuando todavía ni Cuomo ni de Blasio hacían efectivo el cese de actividades. El tiempo fue clave y las autoridades del Estado de New York tardaron en responder, quizás, como un efecto dominó a la negligencia del gobierno federal.

Donald Trump minimizó la pandemia. Su denominación del COVID-19 como “virus chino” no solo habilitó la xenofobia, sino que quiso circunscribir el problema en el otro, el que no somos nosotros. La tensión en Estados Unidos es tangible, desde el CDC (Centro para el Control de Enfermedades) aconsejan usar máscaras, pero al dar la noticia el presidente insistió en que esto es voluntario y que él no lo va a hacer. Es la crueldad de la lógica del “país libre”. La libertad es un tema clave en todo esto. Los estadounidenses circulan, ejercen su libertad individual, que en este caso puede resultar, literalmente, letal.

Lo que muchos retratos magnánimos de Nueva York no muestran es que esta ciudad es una ciudad de extrema desigualdad. Los que pueden irse, se van. Y mientras algunos se refugian en yates o escapan a sus segundas casas en otros estados, la crisis sanitaria y económica pega en los sectores más bajos, que, además, en la mayoría de los casos, son trabajadores que estuvieron expuestos hasta el último momento, o, que incluso hoy, siguen trabajando y buscando soluciones desesperadas como préstamos o empeños. No hay que obviar el detalle de que una gran parte de la población de esta ciudad se halla en una situación migratoria irregular, por lo cual no podrán acceder al seguro de desempleo o a los cheques de alivio que supuestamente deberían llegarnos por orden de la Casa Blanca.

Desde mi casa veo ambulancias, nada más. Nueva York, que se jacta de no detenerse, hoy por hoy es una ciudad fantasma donde todas las diferencias se han profundizado. Los únicos transeúntes son los trabajadores del correo, los chicos del delivery, el personal de transporte, el personal médico. La sangre de las venas de la ciudad son los invisibilizados de siempre, que hacen que la rueda siga girando, una rueda cada vez más lenta y pesada.