Por I.H.

“No nos queríamos ir, temíamos por nuestra salud y en especial por la de los siete niños que están en el grupo. Somos 18 venezolanos. Pero vino la esposa del intendente de La Quiaca (Blas Gallardo), donde nos encontrábamos, y nos dijo que si no era por las buenas iba a ser por las malas, por la fuerza y con la policía”, le cuenta a Página/12 Cristina Colmenares, una mujer de 25 años que llegó a la Argentina con su esposo, Benito Millán, de 24, con el proyecto de radicarse en La Pampa, donde tenían posibilidades de alojamiento y trabajo. Ella es una de las personas que venían en el micro desde Jujuy, cuyo relato contradice al gobernador Gerardo Morales, que dijo sobre el contingente: “Ellos querían ir a Buenos Aires. No se ha vulnerado la voluntad de nadie”. 

Alexander Malave, de 37, años, un ingeniero en telecomunicaciones que está con su pareja y tres hijos, se muestra furioso. “Nos subieron al ómnibus a las patadas, nos trataban como si fuéramos delincuentes, nos sentíamos presos. En San Salvador de Jujuy nos hicieron hacer un trasbordo y a los hombres nos obligaron a desnudarnos, también a los gritos con empujones, y nos quitaron pertenencias”, describe. 

Los ciudadanos venezolanos que se encontraban en La Quiaca habían llegado al país a mediados de marzo con proyectos de afincarse. Los agarró allí la medida de aislamiento obligatorio y se tuvieron que quedar. Algunos incluso intentaron viajar antes del aislamiento obligatorio y fueron mandados de vuelta a esa ciudad, donde permanecieron en el Hotel La Frontera, con asistencia de la Comisión Argentina para Refugiados y Migrantes (CAREF), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Agencia Adventistas de Desarrollo y Recursos Asistenciales (ADRA). “El argumento para que nos fuéramos era que habíamos terminado la cuarentena y ya no podíamos estar ahí. Le pedimos a la esposa del intendente que nos mostraran una orden documentada o algo y nos dijo que no tenía por qué exhibirnos nada. Incluso nos advirtió que al llegar a Buenos Aires seríamos deportados, imagínese la angustia que todo esto representó para nosotros. Cuando estábamos llegando y la policía detuvo al bus y vimos a los equipos de salud y Migraciones, nos miramos entre todos con terror: realmente pensamos que seríamos deportados”, dice Cristina.

“Ninguno de nuestro grupo quería irse de ahí, de La Quiaca, en plena cuarentena. La mujer que vino a informar dijo que era una orden, que el gobernador quería que nos fuéramos. Le pedíamos saber qué cuidados habría y dónde nos alojaríamos y nos respondía. ¿Y si le pasaba algo a alguien, quién respondería? Frente a la discusión y cuando vino el ómnibus mis hijos se pusieron a llorar, las mujeres también estaban mal. Decidimos no oponernos más y de pronto el ómnibus fue a otro sitio y empezó a recoger colombianos, brasileños, peruanos y argentinos. Cuando preguntamos qué pasaba y queríamos bajar, la policía nos lo impedía a empujones. Luego vimos que no estábamos todos en la misma situación, los colombianos, por ejemplo, querían volver a su país”, relata Alexander. A él, igual que los demás varones, los llevaron a una dependencia de la terminal de San Salvador y los obligaron a quitarse la ropa. “A uno de mis compañeros lo golpearon porque no quiso poner una colonia en el piso. A mí me quitaron collares que había traído de Perú, donde habíamos estado antes, unas salsas que tenía para los sándwiches de los niños y unas cucharas. Nos tiraron la ropa al piso, los cepillos de dientes, nos humillaron. Les decíamos que no somos delincuentes. Les pedí que respeten las leyes humanitarias en la desesperación”, recuerda.

En el trayecto les dieron una botella pequeña de agua y una especie de sándwich. Tanto Cristina como Alexander contaron que el micro paraba en cada provincia durante una o dos horas. El baño se tapó, reinaban los malos olores y el miedo por lo que vendría.

Cristina y Benito trabajaban en diseño y fotografía para una ONG que atiende personas en situación de calle y con adicciones. Ella, además, es abogada. Se fueron el 25 de marzo del año pasado cuando ya no les alcanzaba el salario para vivir. Estuvieron un año en Perú donde probaron suerte. “Nos pagaban muy poco y nos trataban mal por ser venezolanos. Benito ya había estado en Argentina y me decía que la gente es cálida, conocía a una mujer en La Pampa que estaba dispuesta a alojarnos. Así que vinimos con el plan de instalarnos allí y buscar trabajo para poder luego pagar un alquiler y brindar ayuda a nuestra familia que quedó en Venezuela”, repasa Cristina. “Ahora tendremos que esperar que pase esto del coronavirus para poder ir a La Pampa y después me imagino trabajando y teniendo una calidad de vida distinta”, fantasea.

El grupo de venezolanos está ahora en el hotel Rochester y debe hacer una nueva cuarentena. Desde allí también Alexander cuenta, rodeado de sus hijes de de 5,7 y 14 años, que la madre de su esposa, Gladys, y el hermano viven en San Luis y planeaban ir para allá. “Nos habían conseguido empleo. Yo iba a trabajar en un restaurante y ella cuidando a una señora mayor que está en silla de ruedas. Queríamos que los niños también comenzaran a estudiar allí –explica--. Pero nos pidieron que esperemos hasta que pase la cuarentena. Por eso también es que, transitoriamente en La Quiaca, acudimos a organizaciones en busca de ayuda. La gente en Jujuy nos trató de maravillas, fueron un gran apoyo. Por eso nos sorprendió tanto lo que ocurrió después, cómo nos maltrataron”.