Pasaron 20 años entre el estreno cinematográfico de Alta fidelidad y su actual recreación como serie de 10 capítulos para la plataforma digital Hulu. En esas dos décadas cambiaron muchas cosas para la industria de la música y el consumo de los melómanos, pero también para el modo en que se representan las relaciones en la pantalla. Si a la adaptación de la novela de Nick Hornby que Stephen Frears realizó en el año 2000 le faltaba diversidad de todo tipo, la nueva versión protagonizada por Zoë Kravitz cubre holgadamente ese terreno en todos los sentidos posibles: es más diversa desde una perspectiva de género, étnica y hasta musical. La premisa sigue siendo la vida de Rob, un personaje que tras una ruptura se pone a buscar las causas de sus permanentes fracasos amorosos. Rob tiene --por supuesto-- una disquería de vinilos, un puñado de amigos y una obsesión con armar rankings de canciones y discos para cualquier situación, concepto y estado de ánimo.

La serie funciona mejor que la película en muchos niveles. Es cierto que es tributaria de la primera adaptación de la novela, sobre todo en los primeros capítulos, que tienen secuencias calcadas de la primera parte del film de Frears. La ruptura de la cuarta pared sigue siendo un recurso narrativo fundamental, pero pronto esa identidad despega y toma vuelo propio. Por un lado, porque Kravitz-hija es mucho más interesante que el protagónico de John Cusack. Si el Rob de Cusack parece un idiota la mayor parte del tiempo, con la Rob de Kravitz al menos el espectador puede condolerse. Y sí, cualquiera puede identificarse con un corazón roto, pero no todos los corazones rotos logran que al otro lado de la pantalla se comprometan con su sanación.

Esta nueva adaptación también pone de manifiesto uno de los motivos por los que en esta era audiovisual suelen tener mejor cabida la series que las películas. La High fidelity de Kravitz no sólo profundiza en la personalidad de su protagonista, sino también en su entorno. La crisis de los 30 de una generación ya no se resume en un muchachito blanco con tristeza; ahora tiene variedad y riqueza de conflictos y perspectivas. Los amigos de Rob-Kravitz son, por fin, gente con la que el espectador puede compartirse unas cervezas. Sea para charlar sobre la inminente paternidad de uno, el retraimiento de otro, los sueños eternos de la siguiente o los gustos musicales del ocasional compinche nocturno. En la misma línea, y sin ser una serie específicamente lgbtiq+, el relato contemporáneo incorpora las disidencias sexuales con naturalidad al relato. No sólo hay varios personajes gays, la propia protagonista cuenta entre sus ex-s a otra mujer (lo único para señalar aquí es que en la película estaba encarnado por Catherine Zeta-Jones y la actriz que retoma este personaje ahora no da ni por asomo la sensación de estar “fuera del alcance” de Kravitz, como pretende el relato). Lo que la película sintetiza, la serie desdobla, ahonda y vuelve más querible.

En lo musical High Fidelity es efectivamente más variado que sus predecesoras (¡la playlist de su banda de sonido en Spotify incluye casi 200 canciones!), aunque mantiene su espíritu melómano. Eso sí, vale la advertencia: casi la totalidad de su propuesta está vinculada a la música anglosajona. De casualidad y al pasar hay una referencia a Os Mutantes y el movimiento tropicalista brasileño en el tercer capítulo. Un modo de decir “nosotros sabemos qué es esto porque la tenemos clara”. Todas las consideraciones sobre cómo grabarle un cassette recopilatorio a alguien aquí reaparecen en cómo hacer una buena playlist. Ese espíritu se mantiene y se agradece.

La novela original es de 1995 y su adaptación cinematográfica del 2000. En esos cinco años poco había cambiado: el cd seguía siendo el formato industrial-musical característico y los discos de vinilo parecían condenados a la extinción. Una disquería, en ese contexto, era la señal de un personaje decadente y sin futuro. Veinte años después es signo de gustos refinados, de conocimiento “genuino” y hasta cierto corte hipster del que la serie se hace cargo explícitamente. Rob quiere la fidelidad del vinilo en la era del streaming.

Por otro lado, el film es buen reflejo del final de la era grunge, donde el nihilismo abrió paso a la necesidad de certezas, de sentar cabeza. El final era, también, el cierre de una película sin segunda parte. La serie se permite un final abierto que da opción a una nueva temporada, pero también es reflejo de una época de transición, aún sin certezas. Sólo una seguridad: la música todavía puede salvarnos y, con suerte, sanar un corazón roto.