Hay síndromes para todo. Uno muy particular es la adicción a los animales exóticos, también llamado “Síndrome de Noe”. En Tiger King: Murder, Mayhem and Madness, la nueva serie documental llamado a ser el hit de la cuarentena después de Wild Wild Country, un ex narcotraficante cubano radicado en Florida afirma que la venta de cocaína, marihuana y anfetaminas le sirvió durante muchos años para pagarse su adicción a los animales, y un productor de cine, que dejó todo para trabajar con un acumulador serial de tigres, afirma que es difícil de explicar en qué consiste semejante manía. “Hay algo muy adictivo en la sensación de poder que genera estar entre estos animales”, dice mientras en la imagen vemos un arañazo de león en su cuello.

Tiger King: Murder, Mayhem and Madness es así: una galería de personajes aún más extraños y exóticos que los animales que poseen, cuya complejidad se revela infinita a medida que se suceden los siete capítulos que dura la serie. Bajo la dirección de Eric Goode y Rebecca Chaiklin, el documental de siete horas trata, por un lado, sobre el tráfico de animales, y por otro sobre su cuidado. “Al principio fue divertido”, dijo Chaiklin para The Hollywood Reporter , “pero con los años se fue poniendo cada vez más oscuro”.

Eric Goode es un director de documentales especializado en temas como conservación e historia natural. En el año 2014 siguió el rastro de un “dealer” de cocodrilos al sur de Florida cuando un hombre apareció en una camioneta con un leopardo blanco. Ese felino fue el conejo que Goode y Chaiklin siguieron para llegar hasta Joe Exotic y su zoológico privado de Oklahoma. Un lugar en donde coexisten tigres de Bengala con ex convictos y gente desequilibrada en situación de calle, dirigidos por un aspirante a mago y cantante de folk con cuatro maridos, amante de las cámaras, con patillas de luchador de WWE y aquejado de (o bendecido con) una notable incontinencia verbal.

Carole Baskin

El rastro del tráfico de animales llevó a los directores a un conflicto penal por intento de homicidio agravado. El caso resume dos modos de concebir la conservación de animales exóticos. Por un lado, para Joe Exotic, domesticar tigres y leones y ponerlos al servicio de la comunidad para exhibirlos genera una relación “humana”. El contacto con animales salvajes crea efectos terapéuticos en las personas. Y no solo eso, sino que su zoológico es también un centro de rehabilitación: para los animales que fueron rescatados de circos o de privados que quisieron sacarse de encima el fetiche del puma en el jardín de casa, y de los ex presidiarios que caen en su negocio, toman el trabajo e intentan cambiar su modo de vida. En el otro costado está Carole Baskin, una mujer que en su casamiento le puso a su marido una correa de mono y solo viste en animal print (hasta su cartera tiene la forma de un leopardo). Para Baskin, personas como Joe Exotic y sus zoológicos privados no hacen más que privar a los animales de su salvajismo; las jaulas y el aislamiento los hacen sufrir. Domesticar a un tigre para que una persona se saque una selfie no habla del altruismo de Joe, sino de su egoísmo y su soberbia.

Es por esa razón que Baskin decidió crear una ONG, con una página y un “999-animal abuse”, para perseguir y denunciar a personas como Joe Exotic. En su cruzada va encontrando otros personajes del inframundo de los animales exóticos, como Doc Antle, un hombre de melena blanca que gusta presentarse en sus shows montado arriba de un elefante. Doc combina la sabiduría hindú con un toque kitsch de agente inmobiliario. Regentea su zoológico como una secta y convive con seis esposas que, por supuesto, trabajan para él y sus tigres doce horas por día. Otro rarísimo personaje es Mario, un narcotraficante cubano obsesionado por los animales que estuvo 12 años en prisión por traficar cocaína adentro de serpientes. Así, uno detrás de otro, aparecen estos enfermos por los animales que se conocen entre sí como si habitaran un pueblo minúsculo y paralelo.

Tiger King: Murder, Mayhem and Madness no es una lucha del bien contra el mal, de los traficantes contra los conservacionistas. Como en Wild Wild Country , el documental sobre Osho, los límites entre el bien y el mal son difusos, y la historia de estos adictos a los animales tiene tantas vueltas, aristas y ribetes que resultaría complicado reducirlo a una simple línea narrativa. Es por ello que por momentos la edición se vuelve un poco confusa; no por nada figuran en los créditos siete editores que fueron rotando a lo largo de cinco años de rodaje continuo. Por esa razón, los directores juegan a exponer el arco completo de sus personajes ahí donde un director irónico se quedaría con el chiste de la excentricidad. Tal es así que Carol Baskin, quien podría ser “el hada buena” de esta fábula dantesca, tiene un confuso pasado relacionado con la desaparición de su ex esposo, un multimillonario amante de los animales salvajes que la amenazó varias veces con dejarla y mudar sus tigres a Costa Rica.

Hacia el final del primer capítulo se escucha la voz de Joe Exotic desde una cárcel de Oklahoma. “Estoy en una jaula. ¿Sabés por qué los animales mueren en jaulas? Se les muere el alma.” El hombre que alimentaba tigres con restos de comida de Wallmart en una jaula selló su destino tras las rejas. Y no deja de ser paradójico que en el centro de esta batalla descarnada por la verdad estén los pobres animales. Todos esos pumas, leones, tigres, gatos monteses, monos, lagartos y cocodrilos que observan impávidos cómo sus dueños los superan en exotismo y extravagancia. Su papel, de hecho, se vuelve secundario, una excusa o un espejo que refleja no la animalidad del ser humano, sino su más profunda identidad: eso que nos vuelve humanos no es la racionalidad ni la solidaridad, sino la mezquindad y la estupidez.