Una sucesión de primeros planos fijos, postales selváticas en las que el trémulo movimiento de la superficie del agua es la única acción visible, se encarga de dar inicio al relato. Enseguida, colocada en un claro, la cámara ofrece un plano más abierto en el que de nuevo la espesa vegetación ocupa cada palmo del cuadro. De sus entrañas verdes surge una mujer, que avanza por un sendero apenas visible. Con la selva cerrándose detrás de ella, la mujer se detiene de golpe en medio de la escena, silenciosamente espantada ante la visión de algo que está fuera del alcance de la vista del espectador. En menos de dos minutos la secuencia ofrece varias claves muy útiles a la hora de pensar Oscuro animal, ópera prima del colombiano Felipe Guerrero. Como en cada una de esas escenas selváticas en las que la única acción es ejecutada por el agua y por esa mujer, en Oscuro animal lo femenino también es lo único que fluye en un espacio que parece estancado en un tiempo que es cronológico, pero también histórico y político.

Oscuro animal está ambientada en la Colombia contemporánea, aunque los hechos podrían haber ocurrido hace 10 o 20 años atrás (e incluso antes). Son las historias paralelas de tres mujeres en el marco del enfrentamiento del estado colombiano con las guerrillas, que en la actualidad parece estar dando sus últimos estertores en virtud del acuerdo firmado entre las FARC y el gobierno del presidente Santos, quien hace algunos meses recibió el Premio Nobel de la Paz. Lejos del relato macrocósmico, Guerrero se enfoca en esas historias que no ilustran la experiencia de los actores principales del conflicto, sino la de sus víctimas más invisibles. Mujeres campesinas: la primera a quien le secuestran la familia completa; otra, reducida a servidumbre por una pequeña célula militar o paramilitar; la última, una chica soldado que integra una de las guerrillas, no menos sometida que la anterior.

Para estas mujeres la lucha se vuelve una cuestión de supervivencia, a la que deben ponerle el cuerpo en defensa de sus derechos más básicos y de un espacio vital que no va más allá del propio cuerpo, constantemente acosado, agredido e invadido. Con la inestimable colaboración del fotógrafo argentino Fernando Lockett, Guerrero va hilando las escenas sin apuro, con una tranquilidad que contrasta con la urgencia de sus protagonistas. Esa cadencia, virtuosa en la puesta y traslación de la cámara, es la elegida para retratar una triple fuga hacia adelante, donde las protagonistas representan la única fuerza vital dentro de un mundo que ha quedado atrapado dentro de un loop tanático del que en apariencia no hay salida. Un posible efecto colateral de ese virtuosismo parece ser cierto exceso de planificación de la puesta en escena, en donde algunos movimientos y acciones ejecutadas por los actores pecan de una artificialidad que los delata como parte de una coreografía diseñada para subrayar, sin necesidad, determinados efectos dramáticos.