A fines de los años noventa en una secundaria nocturna de Avellaneda, un grupo de alumnxs leyó por primera vez a Camus. El extranjero con Mastroianni en la tapa y La peste de la Colección Índice de Sudamericana se prestaron (El extranjero más) hasta perderse. El francés existencialista se quedó ese año en Avellaneda. La historia de mallarmeana inanidad sonora sobre el manuscrito de El primer hombre, que escribió y reescribió durante años, encontrado adentro del auto despedazado contra un árbol y partido en tres en el que Camus murió cerca de Villeblevin, cien kilómetros al sur de París, dedicado a su mamá analfabeta: “A ti, que nunca podrás leer este libro”, ardió los fuegos de la gesta lectora.

Esa mujer se llamaba Catherine Hélène Sintés, era argelina de Birkadem pero como su familia era de Sant Lluís, Menorca, la creían española. Hablaba muy poco, su mamá, que se llamaba igual que ella, hablaba por las dos. Catherine –a la que entonces nombraban Hélène para no confundirla con la habladora– era sorda, un poco sorda o retrasada, o eso decían lxs que decían además que era especialmente frágil y delicada. Una meningitis mal curada o una fiebre de invasión larga explicaban la causa de su fatiga lingüística.
Al silencio semi perpetuo el escritor le sumaba un motivo: el sufrimiento de haber sido una viuda joven obligada a enfrentar por igual pobreza, enfermedades y soledad. Se había casado con un soldado de ojos claros, alto, tres años más joven que ella, miembro del primer regimiento de zuavos de Marruecos establecido entre 1907 y 1908 en las cercanías de Casablanca; cuando recordaba su casamiento lo hacía uniendo las palmas de sus manos –armaba esa figura cuando hablaba de una pareja-, había tenido dos hijos y había enviudado demasiado rápido (el padre de Camus murió París, en la guerra contra Alemania y su cuerpo no fue expatriado). Vivía en Argelia con sus hijos en una habitación superpoblada que olía a anís, ajíes, azafrán y canela; no sabía leer, como la mayoría de las mujeres argelinas de su generación, y, como el único dinero que tenía era una pensión vitalicia de ochocientos francos anuales (un pedazo de carne costaba catorce francos), salió a ganar más limpiando casas ajenas.
Fue ella quien, junto a un maestro al que Camus recordó cuando recibió el Premio Nobel, peleó por conseguir una beca de estudio para su hijo (“el pequeño lee, escribe, habla y recita bien el francés”) mientras la abuela de Camus, la Catherine habladora, quería que el nieto dejara la escuela y consiguiera un trabajo. Era menuda, de ojos oscuros y en algunas imágenes recuperadas aparece, con rictus apacible sentada bajo la luz del sol con un diario sobre la pollera o sosteniendo un portarretratos con una foto del escritor.

Viéndola cuesta poco imaginar las mejores palabras para ese amor completamente sumergido en la respiración más anhelante que no envidia nada y que remonta la estación del idilio al formato raro en el que persiste junto al peor dolor sin impaciencia dramática. Cuando la mujer que no hablaba se enteró de la muerte de su hijo dijo una oración: “Es demasiado joven”. Murió unos pocos meses después que él. Camus en enero, ella en septiembre.
Cerca del muro perimetral del cementerio, en el medio de una fila de tumbas, una inscripción en la suya, una losa de hormigón gris con una cruz ya partida por la mitad, dice que es la viuda de Lucien Camus.