Llueve sobre mojado. La literatura está de luto. El escritor chileno Luis Sepúlveda murió a los 70 años, en Oviedo, donde estaba internado desde el 29 de febrero por una neumonía asociada al coronavirus. El autor de Un viejo que leía novelas de amor llevaba 48 días ingresado en el Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), la mayor parte de ellos estuvo conectado a un respirador en la Unidad de Cuidados Intensivos. El escritor que decía que había nacido “profundamente rojo” empezó a sentirse mal el 25 de febrero, dos días después de haber asistido al festival literario Correntes dÉcritas, celebrado en Póvoa de Varzim, en el norte de Portugal. El estado de salud de Sepúlveda, el primer paciente diagnosticado de Covid-19 en Asturias, se deterioró en las últimas semanas al no responder a los tratamientos sucesivos ni a los antibióticos.

En una de sus novelas, La sombra de lo que fuimos, un friso generacional de la militancia chilena que combina el género de aventuras con el policial, “un ajuste de cuentas con el lastre ceremonioso de la izquierda”, como él mismo la definía, uno de los personajes recuerda que lo expulsaron del Partido Comunista junto a cientos de militantes acusados de “ultraizquierdismo”. Los expulsados lanzaron al aire los carnés del partido, pero no se sacaron los pañuelos rojos. “Luego del asesinato del Che en Bolivia el Partido Comunista no tuvo respuestas para las preguntas que nos hacíamos los jóvenes –advertía Sepúlveda en una entrevista con Página/12 en 2009-. La muerte del Che hizo nacer en nosotros algo desconocido y la primera consecuencia de ese nacimiento fue desconocer la rígida disciplina de las juventudes comunistas. Nos hicimos guevaristas, por fin teníamos un ícono propio y en castellano. La respuesta fue declararnos traidores a la causa, expulsarnos. Desde los tiempos de Stalin no se había visto una ceremonia de depuración comunista tan grande y absurda como la que se realizó en el cine Nacional de Santiago. Más de tres mil chicos expulsados en cuestión de horas. No era necesario ser muy inteligente para entender que, a los 16 o 18 años, uno no podía ser un traidor a la Unión Soviética. Además, ¡qué les importaba a los soviéticos lo que pensábamos en un barrio proletario de Santiago!”.

En 1973, después del golpe de Augusto Pinochet, Sepúlveda fue encarcelado dos años y medio. Obtuvo la libertad condicional y fue puesto bajo arresto domiciliario. Logró escaparse y se mantuvo clandestino por casi un año. Detenido nuevamente, logró salir gracias a las gestiones de la rama alemana de Amnistía Internacional. En 1977 pasó por Buenos Aires, Uruguay, San Pablo (Brasil), Paraguay hasta que se quedó en Quito, Ecuador, con su amigo Jorge Enrique Adoum. Integró una expedición de la Unesco para observar el impacto de la colonización en los indígenas shuar. Trabajó con las organizaciones indígenas para crear un borrador del primer plan para la alfabetización de la federación de los campesinos Ibambura, en los Andes. En 1979 se unió a la brigada internacional Simón Bolívar que luchaba en Nicaragua. Después de la victoria de la revolución en ese país, trabajó como periodista, hasta que decidió viajar a Hamburgo (Alemania). En los años noventa se instaló en Gijón (España), donde fundó el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón.

El fenómeno editorial llegó con Un viejo que leía novelas de amor (1988), que Beatriz de Moura, la creadora de la editorial Tusquets, publicó en 1993. Después escribiría, entre otros libros, Nombre de torero, Mundo del fin del mundo, Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar, Historia de un perro llamado Leal y el libro de viajes Últimas noticias del Sur, que reúne los tres viajes que hizo con su amigo y “hermano” el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, por la Patagonia y Tierra del Fuego. “Yo tengo un santo protector, San Osvaldo Soriano. El Gordo es mi hermano, en mis retinas tengo pegada la imagen de la última vez que lo vi alejándose por Santa Fe hacia Callao, y cada vez que quiero conseguir un equilibrio entre la comedia y la tragedia, lo invoco: ‘Echame una mano, Gordo’, le digo, y nunca me falla –reconocía Sepúlveda-. Mis perdedores son hermanos de los hermosos perdedores de Soriano. ¿Para qué inventar otra fórmula si el Gordo sentó cátedra al respecto? Soriano es el gran inventor de esa mezcla entre amor y humor, o Hamor, así, con hache, para referirse a temas duros, dolorosos, pero que precisan del distanciamiento irónico para que no se conviertan en traumas”.

La memoria le permitía literaturizar la vida, “proponer otra opción para los hechos, mejor que la mezquina versión oficial”, decía el escritor chileno. “La realidad y la verdad no van de la mano. Hace algunos años, en un café de Roma se me acercó un chico, de la edad de mi hijo mayor, para decirme que había leído una novela mía, Nombre de torero, y que esa lectura le había permitido acercarse a su padre, dejar de odiarlo porque le faltó durante toda la infancia y adolescencia. Yo vi morir al padre de ese chico en Nicaragua, y cuando me preguntó cómo había muerto, tomé la verdad que había en mi memoria y le narré la muerte de un hombre bueno, que jugaba fútbol y era malo en la cancha, que contaba los mejores chistes de don Otto, que antes de morir miró el agujero en su vientre por el que se le escapaba la vida y repitió su muletilla ‘cagamos te mandó saludos’. Entonces el chico rió y lloró al mismo tiempo y concluyó: ‘Qué lindo tipo era mi viejo’”.

 

El humor era el gran aliado narrativo y vital del escritor chileno. Tenía muchas anécdotas compartidas junto a Soriano. “Nos gustaba mucho hablar del futuro y, una tarde ociosa en que hicimos una lista de los mejores hoteles en los que valía la pena robar una toalla (coincidimos en el Alvear Palace de Buenos Aires), le pregunté: ‘Osvaldo, ¿cómo nos recordarán los japoneses en el año 2100?’. El Gordo contestó: ‘Como a dos tipos capaces de robar toallas en los mejores hoteles’”. Sepúlveda, el hombre que nació “profundamente rojo”, era un gran escritor y un “lindo tipo”.