“Creo que Sonia Braguetti no sería rechazada hoy. Era zarpada pero no perversa”: Horacio Fontova imaginaba, hace unos años, qué reacciones provocaría ahora, en el público alfabetizado en la diversidad, la mucama ardiente que personificaba en Peor es nada, junto a Jorge Guinzburg. La que, como la Patora de la historieta de Dante Quinterno, vivía de sofoco en sofoco repasando el plumero en la escenografía mientras sopesaba bultos y, más temprano que tarde, se lanzaba sobre el entrevistado porque ya no aguantaba más. Como se supone que hacemos los putos, que seríamos insaciables al arrancar todos los frutos posibles del árbol, cuanto más prohibido mejor.

La pregunta pretendía, creo, auscultar, sobre todo, la reacción del feminismo y de los colectivos lgtbi. Me cuesta asociar al Negro Fontova al machirulaje irredento que ha cruzado el humor masculino argentino desde que en la década del 30 apareció en la pantalla el primer maricón, el célebre y cinéfilo Pocholo (Horacio Cárpena) de Los tres berrretines. Denigrado en la copia, el maricón del humor nacional carecía de otra gracia que no fuese su propia estupidez y tilinguería, la pose insinuante llevada hasta lo imposible, su desdén por “los temas serios”. Es decir, lo que el machirulo ve en la mujer. Pero Sonia Braguetti no era pariente de La Tota de Miguel Del Sel. Le faltaba ese trazo de chongo arrogante de derecha que se viste de señora pero se sienta como en un potrero para que se le note lo que lleva entre las piernas, mientras busca la complicidad de los varones al tantearle el culo a las mujeres del set. No, los ardores de Sonia son propios de la perdedora feliz. De la dicha en la desdicha. Un esperpento en medias tres cuarto que desconoce los límites del destino anatómico y se vale de la contingencia. Y gana, perdiendo. Como Huguito Araña, que hacía de la necesidad virtud y de la malicia un arma eficaz contra quienes se empeñan en describir a la marica como subnormal. Pensando en el Negro Fontova y su personaje cuir zarpado en deseo, me viene el recuerdo de una entrevista que un periodista, engendrado en la pantalla de la dictadura chilena, le hizo a Pedro Lemebel. Pedro había aceptado la invitación a su programa para cantarle las cuarenta: recordarle, como factura a la repentina corrección política del conductor, que una familiar de éste había sido una detenida desaparecida. Silencio sepulcral y despedida. Antes de eso, la charla venía discurriendo con tensión, y surgió la pregunta de por qué Lemebel utilizaba la palabra despectiva cola (marica) para referirse a sí mismo o a otros homosexuales. Cuando el periodista intentó hacerse el que entendía sobre la apropiación del insulto para transformarlo en una joya, pronunció el término cola. ¡Para qué! Entonces Pedro le retrucó: no, cola en tu boca, como en los de cualquier machista heterosexual, resulta hedionda. O sea, según quién la dice y en qué contexto. Algo por el estilo me sucede cuando miro por YouTube un sketch de Sonia Braguetti. Siento que en el disfraz vive Horacio Fontova, el que nos acompañó siempre, el que celebró el matrimonio igualitario, el que consideraba el derecho al aborto como una cuestión de salud pública -justo él que se lamentaba siempre de no cuidarse la suya-, el que observaba desde lejos pero con admiración la resistencia feminista. Fontova, el que no tuvo ganas de tener hijos, en una sociedad en la que te machacan con la paternidad como un valor irrenunciable. Fontova que, hoy muerto, viaja con su guitarra sobre el río de los más queridos artistas plebeyos.