Inicialmente, o como proyecto literario, Vuelta y vuelta, se trataría de una aventura, una falsa epopeya, un delirio apocalíptico que transcurriría entre la isla Martín García y otra isla perdida en el medio de algún Océano; pero de pronto un hecho trágico irrumpió en la vida privada de Iosi Havilio: la muerte de su madre. A partir de entonces, y como un modo de transitar el duelo, el autor de Pequeña flor emprendió la tarea de trabajar sobre una novela donde lo real irrumpe en la ficción hasta generar una tensión entre lo autobiográfico y lo imaginado, aquello que se mezcla bien al fondo de los recuerdos con lo inventado y soñado, dando como resultado una novela deslumbrante que divide en dos un mismo plano narrativo. “Durante el duelo se nos produce un debate, la tensión entre soltar y encarnar. Un debate que vale para todos los duelos, no solo las muertes, vale para todas las pérdidas, las separaciones, para todos los finales, y es justamente esa pulsión la que nos mueve, la que nos llama a vivir, a hacer, a amar”, afirma Iosi Havilio. Vuelta y vuelta es al mismo tiempo un homenaje a una madre y por sobre todo una reflexión poética y filosófica sobre el sentido trágico de la vida, o mejor dicho: sobre la vida entendida como arte. “Todo es real, en el sentido de que todo lo que participa del presente, en su amplitud más cabal de lo que el presente representa, lo es, lo que se muestra y lo que se esconde, lo palpable y lo intangible”.

¿Estabas trabajando en otro proyecto cuando irrumpió Vuelta y vuelta?

-Sí, a partir de una hipótesis que pasaba por un juego de reescritura de la Vida es sueño de Calderón: Segismundo y el asunto del destino maldito, la profecía autocumplida. Otras lecturas, de acá y allá, se fueron colando, el Argirópolis de Sarmiento, la crónica de Mariana Enriquez sobre las tumbas de cruces torcidas del cementerio de la isla, las leyendas en torno a los habitantes originarios, Solís, el leprosario, las disputas entre mercenarios y patriotas, entre Brown y Garibaldi, la prisión y más tarde Rubén Darío, Yrigoyen y Perón como visitantes ilustres… Bueno, con todo eso, se fue armando una desaventura, una guerra, un ensayo de fin de mundo que se topó con la historia de Los sertones de Euclides da Cunha, la gesta de Antonio O Conselhero y la guerra de los Canudos en la Bahía brasilera a principios de siglo XX. En ese mambo estaba cuando de pronto, sin aviso, se muere mi madre. Y en los días que siguieron al entierro, sin pensarlo mucho, con ese impulso natural que nos introduce en el duelo, me puse a escribir sobre ella, Mónica Rossi, una mujer bastante particular, artista, depresiva, medio loca, muy sufriente, muy hermosa y muy genial. Eran textos personales, descargas, memorias, rabias. Así que la novela aquella de la isla quedó en segundo plano y empecé a idear, por vicio y oficio, otro libro, una suerte de puesta en escena de su vida cruzada con la mía, y su obra como pintora. Y así estuve un rato largo, fogueando estos dos libritos en paralelo hasta que una historia y la otra empezaron a mezclarse sin solución, sin entender qué era qué. Acepté que las decisiones que tomamos, en la vida y en la escritura, tienen límites y hay que poder brindarse a lo que ocurre, a lo que se pone de manifiesto más allá de nuestras emociones y voluntades, de nuestros proyectos artísticos o personales.

Hay en tu libro un vínculo, una tensión muy fuerte entre lo autobiográfico y la ficción.

-En un momento descubrí que el muchacho, que soy yo y no, que lleva mi apellido, mi nombre, que vive dónde yo vivía, y tiene el teléfono que aún tengo, emprendía ese viaje a la isla Martín García para “despejarse”, para digerir la muerte reciente de la madre. Lo emprende con la historia a cuestas, fresca y lejana. Y a medida que se sorprende con los contratiempos que le depara el fin de semana y una misión imposible que le cae de la nada que consiste en rescatar un chico cautivo, tan tierno y débil como desaforado e impune, la memoria de la historia de su madre (mi madre), sus amores locos, su vínculo con el medio artístico de los años ochenta, sus brillanteces, sus caídas, sus intentos de suicidio, sus deudas, también el goce por la vida, la risa, las amistades, marca el ritmo de sus pasos, lo acecha, lo contiene. En sus propias borracheras, sus propios brillos y sus frustraciones. Podría decir ahora, improvisando, que hay un suerte de tesoro escondido en alguna parte de esa isla. Un tesoro que es él mismo, su propia identidad, cautivo, loco, tirano, sensible, sexópata, artista, romántico, demonio, cuyas pistas encuentra en la plaza de la isla, en el habitación de la casa donde se hospeda, en la oscuridad de una fiesta a la intemperie, al pie del faro. Un tesoro que moviliza esa aventura que le trae tanta diversión como desamparo y desgarro.

¿Cómo dialogan los documentos reales con la aventura?

-El primer documento, con el cual se inicia la novela, es la declaración que me tomaron en la comisaría la madrugada que encontré a mi madre muerta en su cama. Un papel que rondaba mi escritorio en esa época y se fue, literalmente, mezclando, con los apuntes de la novela. Ahora que lo pienso, tiene el valor de un pasaje, una tarjeta de embarque, para hacer pie en esa isla, tan real como fantasmal, a la cual se llega cruzando ese Hades marrón que es el Río de la Plata. Ese documento fue llamando a otros, habilitando otra capa dentro de esa aventura, la capa de lo muy real. Con el tiempo aparecieron listas, cuadernos, poemas, recortes de diarios, pinturas, la cédula de identidad, cartas. Y lo que empezó siendo una idea, una ocurrencia, incluso un gesto, fue empoderándose, soltándose, se convirtió en esencia de ese universo. Dobles caras de una misma experiencia, la de la escritura y la del duelo, la de la vida y la de la invención. Algo que en los últimos tiempos me viene convocando mucho a la hora de leer, escribir, dar clases, conversar en general.

También hay un importante entramado de intertextualidades.

-Sí, como te decía, hay muchos textos que se pusieron a dialogar dentro de la novela. Pero no solo los que mencionaba antes, Calderón, los Canudos, la crónica de cementerios, las leyendas de la isla, también están los textos que se crean dentro del mismo universo o que el universo reubica. Por ejemplo, el que produce el gurú portugués en esa otra isla de la fantasía que anticipa una especie de futuro primitivo, citando y mezclando libros que van de Cioran a Chopra, de Chopra a Buarque, de Buarque a Ginsburg, libros que por otra parte el narrador dice haber recogido de la mesa de luz en la habitación de su madre.

¿En qué sentido el cuerpo se pone en juego en esta narración donde lo vivido y lo imaginado son una misma cosa?

-Hay veces que uno está sobre el texto y a veces el texto, el mundo, está en uno, se nos viene, y así se escribe, con y en el cuerpo. Entonces ocurren esas suspensiones de la inteligencia, la deposición de la razón, de las ideas, sobre todo de las mejores, matamos los supuestos para que las cosas sean y ya. Y eso es algo que no pasa solo a nivel personal sino que se traslada al mismo mundo, en este caso a esta novela, a los cuerpos que la habitan, a la madre muerta resucitando, al esclavo, al tirano, al libre, al ser amado andrógino e idealizado, a las criaturas salvajes que aman hasta el reviente, teniendo sexo hasta descuartizarse. Y ahí todo se une, en la voz, en el sexo, en la muerte, esas cosas que a todos, a todas, a todxs, nos apasionan.