Así como Mad Men, la genial e influyente creación de Matthew Weiner, retrató a los Estados Unidos de los 60 a partir de la dinámica social diseminada por la publicidad de las imponentes agencias de la Madison Avenue, Mrs. America, la nueva serie de Hulu creada por Dahvi Waller, es un lúcido retrato de la contrarrevolución conservadora que enfrentó las conquistas del feminismo en los 70 y todavía hoy perdura en sus más rancios sobrevivientes. Nutrida de la estética del glam y los peinados afro en tensión con los ambientes pasteles y los collarcitos de perlas, Mrs. America delinea un mundo de opuestos, de logros y resistencias, de pugna por la adquisición de derechos y por el sustento de viejos privilegios. Phyllis Schlafly, interpretada magistralmente por Cate Blanchett, se erige como ese monstruo en el centro de la escena, humanizado por sus propias contradicciones, oponente a la idea de mujer emancipada que le resulta ajena e intolerable. Es esa América autorizada por los maridos, de la que Schlafly resulta vocera con sus prolijos panfletos y su ferviente verborragia, la que la serie describe y desmenuza, epicentro de una era cuyos ecos parecen tan vivos en el presente.

Estamos a comienzos de los 70. La Enmienda por la Igualdad de Derechos entre varones y mujeres se ha convertido en una legislación en danza en todo Estados Unidos, previo acuerdo entre demócratas y republicanos en plena era Nixon. La guerra de Vietnam todavía es el oscuro telón de fondo que viste las protestas en las calles y el fantasma del conflicto nuclear con la URSS sigue agitando la paranoia. Schlafly es una ama de casa del estado de Illinois, casada con un abogado y madre de seis hijos, cuyas inquietudes políticas la llevan a perseguir una voz propia. En el primer episodio la vemos esgrimir sus mejores argumentos contra la diplomacia de Kissinger, ofrecer consejos de guerra para un mejor posicionamiento de los Estados Unidos, aseverar con propiedad el rumbo adecuado en las negociaciones con los soviéticos. Su personalidad es arrolladora y su discurso provocador, siempre batalla en silencio con sus propias dudas, con ese rol de esposa y madre que defiende no sin lágrimas. Es en esa encrucijada entre deberes y ambiciones que el personaje cobra forma como el corazón de esta historia, llave para comprender aquel tiempo, con sus marchas y contramarchas, sus cuestionamientos y sus validaciones.

Rose Byrne como Gloria Steinem

La serie –todavía no disponible en Argentina- se construye a partir de sus protagonistas. De hecho, varios de los episodios llevan el nombre de alguna de ellas: luego de Phyllis Schlafly y la presentación de ese mundo pueblerino y conservador que la rodea, con la sirvienta negra y los ruleros en la peluquería, conocemos a Gloria Steinem (Rose Byrne), activista de los derechos de la mujer y fundadora de la emblemática revista Ms., a Shirley Chisholm (Uzo Aduba), primera candidata negra a presidenta en las nominaciones demócratas de 1972, y a Betty Friedan (Tracey Ullman), autora del pionero manifiesto feminista La mística de la feminidad. Otros episodios apuestan a sus explosivas interacciones, a sus vínculos con diversas esferas de poder, a las complejas negociaciones que signaron esa era. La mirada de Dahvi Waller nunca pierde la sintonía con el presente, con la conciencia de que el feminismo contemporáneo arraiga sus raíces en aquel tiempo. Ese complejo escenario de discusiones que tensa la lucha de las mujeres, que muestra las diferencias entre la popularidad de Steinem y la incorrección política de Friedan, entre las aspiraciones presidenciales de Chisholm y la agenda del movimiento negro, encuentra su contracara en las seguidoras de Schlafly, también ataviadas con sus propias disquisiciones, artífices de un discurso furibundo que ha dejado su estela en la historia.

Es este universo el que inspiró a Margaret Atwood en su escritura de El cuento de la criada, un mundo que estaba allí en tensión mientras varias de las conquistas del feminismo llegaban a ver la luz. Como guionista de Mad Men y también formada en aquel universo ecléctico y no exento de agudeza que fue Desperate Housewives, Davhi Waller despliega la precisión junto a la ironía en la configuración de sus personajes, esquivando un historicismo admonitorio al mismo tiempo que la encendida bajada de línea. El mérito central de la serie es mirar a todos los actores sociales con la misma lupa. Y lo que hace con Schlafly es notable, magnificado por el talento de Blanchett. Lejos de la caricatura, su personaje devela un horror que a menudo es aceptado naturalmente, y la inteligencia detrás de sus nefastos argumentos es la que da efectiva carnadura a ese discurso tóxico. La interacción con varias de las mujeres de su movimiento, tanto vecinas de Illinois como voceras del peor racismo sureño, es la clave para entender su existencia como pieza política clave para la futura llegada de Ronald Reagan a la presidencia.

Mrs. America resulta todo un hallazgo en este tiempo, porque el atractivo de su retrato está en las ironías que lo atraviesan, más que en la transparencia de un mundo de fuerzas opuestas. Porque si de hecho Phyllis Schlafly es la oscura profecía de la era Trump, con sus mentiras y su oportunismo, su pregnancia hoy y entonces no radica en esa evidencia sino justamente en su ocultamiento. La serie demuestra que en sus momentos de soledad tiene las mismas dudas que Steinem o Friedan, pero que esa militancia de la polémica y la confrontación fue el mejor artilugio para sostener un mundo que el feminismo ponía en peligro: el patriarcado del que ella fue beneficiaria. Esa dinámica entre las sensibilidades particulares y la ambición de una radiografía histórica, vista a la distancia de sus resultados y fracasos, sin perder su atractivo como narrativa, es el mejor acierto de Mrs. America en tanto ficción.

La estrategia de ocupar el centro de la escena a cualquier costo es el aprendizaje de Schlafly, desde la incomodidad al goce, que resulta esclarecedor en tiempos de medios digitales y redes sociales. Mientras en las primeras escenas es obligada a sonreír en traje de baño, o es recluida al silencio y el registro de notas en una reunión de hombres, en el debate televisivo que protagoniza con Betty Friedman conquista el protagonismo a fuerza de chicanas. Ese juego que la serie diseña con esmero alrededor de su figura es el que mejor expone su operatoria sin nunca celebrarla. Schlafly funciona en todo su esplendor frente a nuestros ojos, con su experiencia en la seguridad nacional, con su anticomunismo rabioso, su republicanismo militante, sus libros publicados y sus ambiciones políticas, con sus internalizados deberes de madre y esposa. Todas sus aristas formaron esa década de transgresiones y retrocesos, y es ese espejo oscuro donde se forma su reflejo, el eje de mirada para entender nuestra época.