Alguien, hace muchos años, pensó que la historia –con mayúscula o minúscula– era el criminal perfecto: cruel, eficiente y anónimo. Hace muchos años, alguien también pensaba, en términos más simples, que al final la Historia siempre te pasa por arriba. Lo pensaba un compañero de trabajo de Walsh, y el mismo Walsh lo creía acerca de su padre, un derrotado, un llamado a silencio. Pero eso, esa derrota, suave o violenta, sucede “al final”. ¿Al final de qué? De la vida, de una etapa de la vida, de la condición humana. Por estos días, entreverar la historia y los finales no es un tema menor de la Argentina, como tampoco ciertos manejos circulares del tiempo y de las circunstancias que suceden como pura contingencia, sin aparente intervención de un plan maestro. Algo (al final) suena a repetido. Pero la repetición es una de las formas de la vida. La persistencia, también. Los aniversarios suelen ser parte de esos rituales que no siempre son estáticos ni congelados, ni formales ni decorativos. A cuarenta años del asesinato y la desaparición de Rodolfo Walsh (del 25 de marzo de 1977 en adelante), Marcelo Figueras publica una novela sobre la génesis de Operación masacre, el libro que echó a rodar a Walsh por un camino sin retorno, del ajedrez a la vorágine, y también se preguntará muy puntualmente por el tema de los finales, de lo que denomina “la búsqueda del final perfecto”. 

Esta fórmula podría tener ecos borgeanos (no del todo desubicados en esta trama) pero no es ajena a la materia de El negro corazón del crimen; un policial que va virando del inglés al norteamericano, del rojo al negro, de lo deductivo a lo empírico, del detective al escritor. Una novela que gira sobre un libro incesante, inacabado, sin final, pero quizás por eso mismo, imperfectamente perfecto. Quizás, en algún momento, Walsh descubrió que esa manera de tratar lo literario, como una urdimbre entretejida con lo real, desbordándolo todo el tiempo, desbordándose a sí misma como literatura, era la mejor manera de superar las nociones de estilo, de evasión, de “novela burguesa” contra las que había luchado toda la vida. Texto imperfecto como la vida, injusto e inacabado como la Historia es, sin embargo, una de las formas de lo perfecto. Aquello que no se obsesiona por imponerle un molde a la realidad sino que en un último gesto, se deja llevar por el río de la Historia, tema de otro texto que se perdió junto con Walsh.

Muchas de estas consideraciones lo ocuparían a Figueras antes de ponerse a escribir El negro corazón del crimen, libro curioso por donde se lo mire a pesar de cierta apertura clásica, de cierta apariencia de artefacto narrativo sobre-personaje-real. ¿Qué es lo que lo vuelve más imprevisible de lo que aparenta? Es, quizás, lo que el autor describe como sus capas debajo de “una piel de policial”. “Un arranque de policial inglés tradicional que desemboca en el negro típico norteamericano: ¿Cómo se prueba que el poderoso es el culpable? Hasta desembocar en algo típico del policial a lo argentino, donde se puede llegar a la verdad pero nunca obtener justicia. Lo máximo que se puede hacer es difundir esa verdad antes de que el sistema te aplaste”, explica Figueras. “Por debajo hay una historia de amor, la de Rodolfo Walsh con Enriqueta Muñiz, una joven española traductora y periodista que lo asistió en la investigación de los fusilamientos de José León Suárez. Hay muy pocos elementos que se saben, aunque en sus últimos años Enriqueta aceptó que el romance fue real. Ella parece un personaje inventado ad hoc para esta trama, pero no lo es. Pero la ausencia de información sobre el affaire me permitió imaginar a Enriqueta libremente y convertirla en personaje fundamental. Y por último, la dimensión del escritor, contar cómo un escritor competente y timorato se convierte en un escritor genial. Ahí el mapa estaba trazado en la escritura del propio Walsh. Si leés en una serie Variaciones en rojo, los artículos de una revista como Leoplan, entre ellos el panegírico del aviador Estívariz, amigo de su hermano militar, que muere en los bombardeos a la Plaza en el 55, un personaje ensalzado con palabras rimbombantes, ves cómo se convierte en otra cosa al enfrentarse con una historia del otro, de otros. Empieza desesperado a buscar un estilo. El personaje finalmente se va construyendo solo a partir del mapa que Walsh dejó trazado con textos que buscan su propia voz”.

La ilustración de la tapa de Radar fue tomada de la primera edición de Operación masacre de Ediciones Sigla, 1957

Nos animamos a agregar una capa o nivel más de la novela, sobre todo en su tercera parte: una suerte de “ensayo argentino” en trance narrativo, una reflexión dinámica sobre el lugar de Operación masacre y por lo tanto del Walsh emergente de esa experiencia totalizante que empezó en la literatura y lo sumergió en la política, pasando por el testimonio, el periodismo de investigación, la crónica.

Estamos sin dudas frente a  la historia de Operación masacre, sus sucesivas versiones, con agregados y mermas, que van de 1957 hasta  la muerte de Walsh, si uno considera que su Carta abierta de un escritor a la Junta militar es insoslayable capítulo de la serie que arrancó con los fusilamientos del 56 y, poco antes, el golpe del 55. Pero, inescindible, es la historia de Rodolfo Walsh. De su construcción como escritor, intelectual y militante. Así que el primer punto, es indagar sobre el origen del proyecto y si de alguna manera, la colocación de Walsh en la cultura argentina (la política y la literaria) y la inevitable entronización de un mito, de una leyenda épica a la altura de grandes próceres de nuestra Historia (la asesina perfecta) no condicionaban la, digamos, libertad de expresión. 

La primera respuesta de Figueras remite a una novela-proyecto anterior: Kamchatka. “¿Cómo hablar de los setenta en el 2000 habiendo sido adolescente en ese entonces y para un público que estaba harto de esa historia, y hacerlo guiado solamente por mi necesidad física, orgánica, de hacerlo?”, dispara. “Lo de Walsh surgió un poco así desde el principio. Digamos, trabajar lo folletinesco de la historia de un autor que se ve convertido a la fuerza en detective. No llamarlo Rodolfo Walsh en la novela hasta casi el final sino Erre era más que un recurso literario, una manera de reflejar el proceso del personaje. Y tener todo el tiempo presente la metáfora de Walsh, la que lo guía a él y después es su destino: El fusilado que vive.”       

¿Te planteaste cómo lidiar con el mito, el Totem del militante heroico y trágico? ¿Fue algo a abordar o reflexionar previamente?

  –Walsh me fascinó siempre. ¿Cómo no iba a hacerlo, si lo tiene todo? Pensaba bien, escribía mejor, tenía coraje, principios... Reunía en un solo envase al intelectual y al hombre de acción. ¡Es el personaje romántico perfecto! Pero nunca se me había cruzado la idea de abordarlo. Se me antojaba difícil lidiar con una persona real que ya había sido llevada al bronce, convertida en el epítome de las virtudes revolucionarias. Por eso me contenté, durante años, con releerlo y admirarlo a la distancia. Pero finalmente apareció el germen de la novela, que me permitía abordar al Walsh que existió antes de ser convertido en el Walsh del bronce. Un pibe de 29 años, casado y con dos hijas, tirando a gorilón, admirador de Borges, cuyo sueño era convertirse en periodista estrella de La Nación como tantos intelectuales de la época. Hasta que la realidad más feroz irrumpe en su vida e irrumpe literalmente, con los soldados que copan su casa de La Plata durante el levantamiento de Valle y empieza a desbaratar sus planes de escritor burgués. Oye a un pibe morir al otro lado de su pared y decide salir del confort de su hogar, de sus aspiraciones clasemedieras. Pero tampoco lo hace por principios: lo que lo deslumbra son las posibilidades narrativas que ofrece el fusilado que vive, que es el modo en que su amigo Quique Dillon describió a Livraga, uno de los sobrevivientes de los fusilamientos del basural. Walsh mismo se encargó de decir que su interés por la historia no tenía que ver con lo político. A su alma de narrador le pareció sensacional, nomás. “Yo sólo quería ganar el Pulitzer”, llegó a decir. 

¿Qué pasó entonces, cómo se hizo Walsh?

  –Lo que lo enaltece y lo que lo transforma metafísicamente, a fin de cuentas, es el hecho de que Walsh, aun cuando entiende de inmediato que la investigación lo perjudicará más de lo que lo va a beneficiar, se mete igual. Le pone el cuerpo, algo que de ahí en más definirá en qué clase de escritor se va a convertir: uno que no quiere permanecer dentro de los confines de una biblioteca, por infinita que parezca, sino que prefiere salir a la calle y exponerse a tocar y ser tocado, a ser transformado por la experiencia, porque no concibe la posibilidad de ser mejor escritor sin convertirse en una persona mejor; en él este movimiento es dialéctico, una dinámica de retroalimentación. En este sentido, al igual que Kamchatka, El negro corazón del crimen es una novela de iniciación: un relato que describe cómo un personaje verde, inmaduro, se define, encuentra su voz. A este Walsh a medio hacer, aún inmaduro, sí que me le animaba. Pensé que hasta ahí podía darme el cuero. Para el Walsh que ya es Walsh ¡no me da el piné!

TOMAR CONCIENCIA

Cuando al comienzo se hablaba de ciertos hábitos circulares de la Historia, y también de la dificultad de entramar, concebir y ejecutar un final para lo que aparenta no tenerlo, también se hacía referencia al clima de los días que signaron esta entrevista. Figueras acababa de llegar de Olavarría donde asistió al concierto del Indio Solari cuyos efectos son de público conocimiento aunque impredecibles en cómo seguirán. Figueras (al que putearon bastante por las redes y le colgaron el sayo de “el biógrafo oficial del Indio Solari”) en rigor está escribiendo un libro sobre el Indio, una biografía que también andará buscando su final como libro. Evitaremos paralelos impropios sobre Walsh, los indios y las conquistas del desierto de ayer y de hoy. Sí señalaremos que El negro corazón del crimen sale a la consideración del público lector en días de intolerancia y de odio y desprecio por los marginados de la sociedad, excesivamente parecidos a los de los días en que transcurren tanto la novela como su espejo real, Operación masacre y que, en definitiva, lo que subyace a uno y otro periodo, a uno y otro momento histórico, son los dilemas de las personas que tanto padecen a como discurren en la Historia: una toma de conciencia que logre traspasar los blindajes mediáticos (un tema nada menor, si bien en su medida, que debió afrontar el Walsh de Operación Masacre, cuya investigación era rebotada en los grandes diarios serios y cómplices de Aramburu) y lograr que las personas piensen por sí mismas (y sobre sí mismas). Al respecto, Figueras habló muy escuetamente en algún medio sobre los sucesos (el lunes su celular estaba inundado de llamadas de productores de programas que lo buscaban para que siguiera tirando más leña al fuego, cosa que no hizo) y confirma que para el libro sobre el Indio falta bastante, que está en plena elaboración y que, obviamente, continuará. 

La pregunta anterior sobre cómo lidiar con el mito Walsh partía de observar en la lectura de todo el libro, pero quizás en especial en la primera parte, que está muy trabajada la “toma de conciencia” walshiana: en la novela es un proceso, largo íntimo, espeso.  

 –Es que esa toma de conciencia no es moco de pavo. No se trata de alguien que tan sólo descubre que esta idea es mejor que la anterior. Asumir ese cambio significaba poner en juego la vida entera: archivar sus pretensiones de empleado fijo de La Nación o de cualquier otro medio grande, olvidarse de ganar dinero y de consagrarse profesionalmente a la manera tradicional, arriesgarse a represalias físicas por parte de los militares, convertirse en un perseguido, en un clandestino. Que Clandestino fuese su alias en 1977, cuando la Junta Militar lo perseguía, habla de la conciencia de un destino. Del mismo modo en que la frase que oye por primera vez de boca de Dillon está formulando ya entonces, en diciembre de 1956, su encrucijada final: Hay un fusilado que vive se refiere a un joven llamado Juan Carlos Livraga pero eventualmente le quedará mejor a Walsh, cuando el 25 de marzo de 1977 abrace su destino y provoque el fusilamiento en plena calle con que lo abatirá el grupo de tareas que quería secuestrarlo. Aquí Walsh supera finalmente al maestro Borges, porque no sólo se escribe a sí mismo un final inmejorable redactando Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que es su testamento, y sale al encuentro de su destino como un personaje borgiano, sino que además vive ese final. Le pone el cuerpo por última vez.

¿Se vislumbra algo de esa toma de conciencia en su propia obra, en sus textos?

  –Lo otro que me guió la mano con tanta precisión como delicadeza fueron los textos con que Walsh mismo dejó testimonio de su evolución personal, paralela a su desarrollo exponencial como escritor. El narrador de los cuentos policiales de Variaciones en rojo era correcto, eficiente, pero un Bustos Domecq menor. El narrador que asoma en los primeros artículos sobre los fusilamientos es ya un narrador en crisis: pasa de ser engolado a ser sensiblero y a pecar de didactismo. Es un tipo embarcado en la búsqueda desesperada de una voz propia que transcurre en tiempo real, un escritor que, como diría Lou Reed, está growing up in public, crece torpemente a la vista de todo el mundo. Cuando publica la versión por entregas de Operación masacre en la revista Mayoría, ya ha hecho pie. Le pescó la vuelta. Pero a la vez entiende que el trabajo no está terminado, por eso sigue puliendo el libro eternamente. Cambia los acápites, reemplaza un prólogo por otro hasta sentirse satisfecho con la tercera versión que es la única en clave literaria, y resignifica todo el libro, quita y poda de modo implacable hasta que el texto se vuelve esencial. Pero lo que más cambia es el final. Le va agregando y quitando apéndices, siempre insatisfecho. El final perfecto quedará impreso de manera póstuma, cuando la edición de De La Flor le adose la Carta abierta. 

Es un poco esa búsqueda del final perfecto, que dijiste te obsesionaba.

–En un sentido muy claro, Walsh terminó de escribir Operación masacre cuando ya estaba muerto. Por eso el fusilado que vive es él: porque lo acribillaron, le partieron el pecho con metralla, pero no lograron acabarlo. Con cada año que pasa, Walsh sigue escribiendo y pensando mejor que nunca. Lean la Carta a la luz de nuestro presente y díganme si estoy equivocado.

Nora Lezano

WALSH PERSONAJE: WALSH ESCRITOR

Walsh no tenía remilgos para abordar a un personaje real en sus ficciones. Que podían no parecer ficciones pero lo eran. Ahí está, para siempre, “Esa mujer” (¡y para colmo, con un gran personaje ausente!). Walsh tenía un enorme sentido de lo narrativo, de lo que en definitiva, debía ser un escritor. Y esa noción no la perdería por una toma de conciencia ideológica o por una desconfianza hacia el matiz “burgués” de la actividad del escritor de carrera. Como señala Figueras, en rigor, la “toma de conciencia final” fue la del escritor. “Walsh no emprende la escritura de Operación masacre donde procede por ensayo y error, hasta que se deja arrasar por la humanidad de esas personas reales, víctimas del terrorismo de Estado. Sólo se convierte en un escritor magistral, sin importar ya si se trata de ficción o no, cuando asume que escribir es fabricar empatía: dejarse interpelar por otros, probarse pieles ajenas, asumir puntos de vista ajenos... y muy especialmente, los puntos de vista de los desangelados de nuestra sociedad, aquellos cuyas pieles nadie quiere probarse. Me impresionó el hecho de que Walsh, que había tenido una relación tan conflictiva con la escritura de ficciones estrictas  hubiese tomado la decisión que tomó a la hora de redactar su testamento. Porque bien podría haber titulado: Carta abierta de un militante a la Junta Militar, o de un peronista, o de un periodista, pero no. En la hora crucial, eligió definirse como un escritor y ya. Eso es lo que parece haber cifrado la totalidad del valor que creía tener en ese momento: la presunción que, de perdurar de algún modo, lo haría como escritor”.

Hay varios libros citados al final como fuentes y, sobre todo, supongo, lecturas inspiradoras. Pero El negro corazón del crimen es un libro que gira alrededor de otro libro. ¿Cómo decidiste que ibas a releer Operación masacre, como testimonio, documento, novela de non fiction? ¿Todo a la vez?

  –La historia real es tan apasionante, que no quise vulnerarla ni siquiera en pos de un efecto dramático. Por eso respeté paso a paso la realidad que encontré durante la investigación. Apelé a la imaginación tan sólo para llenar los huecos, aquello de lo que nada se sabe o no puede ser probado. Mi sueño era que los dos libros pudiesen ser leídos en paralelo o en sucesión infinita, en la medida en que uno cuenta lo que el otro calla y el otro echa luz sobre aquello que el uno trata con discreción. No quería contradecir nada de lo que se cuenta en Operación masacre. Tratándose de un texto genial, me conformaba con escribir su making of. Cuando entrevisté a Horacio Verbitsky, que fue su amigo, me contó que Walsh tenía el proyecto de contar cómo se había desarrollado esa investigación y que le pidió que lo hiciese él mismo. La tragedia argentina torció los destinos de todos y Horacio no pudo escribir esa historia, pero me impresionó que Walsh ya tuviese conciencia del valor potencial de ese making of, de lo que podía revelar el relato de las tribulaciones sufridas para llegar a la verdad. Yo no soy Horacio ni de lejos, pero espero no haber arruinado del todo esa historia tan sublime.

Pensaba en libros que me resuenan en la lectura del tuyo. Pensaba en las novelas “históricas” de Tomás Eloy Martínez, La novela de Perón y Santa Evita, hasta La lengua del malón de Guillermo Saccomanno. Y entonces tengo que pensar que el hilo conductor de todas estas narrativas es el peronismo. ¿Todos los caminos conducen al peronismo, el río desemboca siempre ahí?

  -El peronismo es la clave de todo en tanto expresa lo reprimido, en términos psicológicos pero también político policiales. Es el fenómeno que la Argentina no termina de metabolizar y por eso intenta arrancar de cuajo a cada rato, fracasando estruendosamente, mientras la criatura muta y se fortalece. Esa es la verdadera grieta en la que nuestra evolución histórica tiende a encallar, a frenarse: el liberalismo, por llamar de algún modo a los profesionales del expolio, detiene su marcha posible tratando de rematarlo y el peronismo no muere nunca; sufre, sí, pero a la vez se le caga de risa. Si dejaran de dispararle y le permitiesen probar suerte como un partido político más o menos formal, sin tratar de asfixiarlo o corromperlo a cada paso, todos respiraríamos más aliviados. Pero los CEOs no quieren convivir con el peronismo, aun cuando claramente pueden y lo han hecho cuando el peronismo estuvo en el poder. En su ceguera, en su compulsión, insisten en genocidarlo con la misma necedad con que engullen millones que no necesitan ni estarían en condiciones de gastar, aunque viviesen mil años: no pueden evitarlo ni frenarse, es más fuerte que ellos. Y sin embargo el peronismo se multiplica y se le cuela por todas partes, entre ellas a través del arte. Los artistas más legendarios de la Argentina son peronistas, o lo han sido en algún momento o al menos brotaron de su humus: Discépolo, Oesterheld, Favio, el Indio Solari. Son aquellos que no sienten complejo alguno persiguiendo la excelencia de su arte, sin que esto signifique cortar amarras con la sensibilidad popular. En cambio esta banda de chetos... ¿Conocés algún gobierno de piel liberal que haya sido más pobre que este en materia de producción cultural?

Por ahora no.

 –Crecimos bajo la loza asfixiante de una academia que preconizaba que la literatura debía ser estilo y nada más. Lo justificaban con argumentos de la crítica, que escondían una mezcla de conservadurismo político y estético y una regia dosis de autocensura inoculada por el cagazo a la dictadura. Por eso todos los escritores que se animaron a contaminar su narrativa con la realidad y sus temas, aun cuando ello no suponía hacer realismo, no han sido incorporados al andamiaje crítico; no les hacen lugar, siguen siendo literalmente ex-céntricos. Yo reconozco una afinidad con la literatura de Tomás Eloy y con la de Guillermo, más allá de las diferencias de estilo. Pero mi referencia principal ha sido siempre Walsh, desde que le eché el ojo por primera vez. Porque él solito dinamita la falsa dicotomía con que nos llenaron el buche durante décadas, oponiendo estilo a literatura de segunda. El tipo labró un estilo que es tan sólido y depurado como el de Borges. Y más próximo a mi paladar, mi experiencia y mis intereses, por cierto. Pero no lo aplicó a hablar tan sólo de literatura o de devaneos metafísicos sino de temas terrenales, aquellos que le parecían más relevantes. Que no fueron sólo políticos e históricos: hablo también de angustias existenciales y de las emociones más profundamente humanas. Para no sentir empatía con los pibitos del ciclo de cuentos de irlandeses, tenés que ser de piedra. Por eso creo que hasta los medios conservadores prefieren recordarlo como militante antes que como escritor, porque interpretan que como militante fue vencido pero como escritor les sigue cagando el estofado que siempre amarrocaron para sí.

Walsh en la época de Operación masacre, mediados de los 50.