“Ella tumbó a la dictadura   del general Banzer”, afirma Eduardo Galeano en referencia a Domitila Barrios de Chungara, legendaria líder obrera que en la Navidad de 1977 marchó de Potosí a La Paz, iniciando allí una huelga de hambre junto a otras cuatro mujeres, en protesta contra ese gobierno. “Pronto las cinco fueron diez”, dice Galeano, “y luego cincuenta, y más tarde cien, y enseguida mil, y diez mil, y cien mil, hasta que la dictadura de Banzer se vio obligada a renunciar, por la huelga iniciada por esas cinco mujeres”. De esa mujer y de esas cinco mujeres y de muchas más mujeres que trabajan o trabajaron en las minas del Departamento de Potosí  –o cuyos maridos lo hacen o lo hicieron– y que terminaron organizándose por sus derechos, trata Mujeres de la mina, documental filmado (grabado, habría que acostumbrarse a    decir) por las realizadoras argentinas Loreley Unamuno y Malena Bystrowicz. Tras recorrer una enorme cantidad de festivales,  Mujeres de la mina se estrenó en el cine Gaumont.
Domitila, que en el momento de grabarse el documental anda por los 70 y pico y poco después va a morir de cáncer de pulmón, es legendaria, ya que su lucha se imbrica en la Historia misma de Bolivia, en la Épica y la Política del país vecino. Todo con mayúsculas, al calor de paros mineros en los 60 y 70, levantamientos obreros, asambleas ardorosas en las que hasta entonces las mujeres no tenían la palabra (las mujeres tienen prohibido bajar al socavón, ya que se cree que traen mala suerte), represión militar, tortura (aunque el documental no lo diga, Domitila perdió un bebé por ese motivo), secuestro de representantes yanquis por parte de los militantes obreros y negociación directa con el gobierno. A fines de los 70 Domitila se presentó como candidata a vicepresidente de la Nación por un frente de izquierda, y en 2005 fue nominada al Premio Nobel de la Paz. Lucía Armijo y Francisca Gonzales, las otras “protagonistas” de Mujeres de la mina, no tienen tantas mayúsculas encima, pero no dejan de ser heroínas cotidianas. Lucía se separó de un marido que cuando se emborrachaba le pegaba a ella y a los chicos, a consecuencia de lo cual le mató a una criatura. Con su piel apergaminada, Francisca golpea todos los días las piedras del Cerro Rico, tratando de extraer de ellas algún metal precioso.
Pero Lucía y Francisca, además de trabajar en casa y en los alrededores de la mina, se hicieron dirigentes. Lucía primero tuvo que aprender a leer y escribir, y además tuvo que aprender castellano. Hay días que no duerme, porque el tiempo no alcanza. La mayoría de las dirigentes son viudas: en la mina, los hombres no duran mucho. Los que no mueren de silicosis mueren por accidentes. “La maldición de las mujeres, que no las deja bajar a la mina, al final les convino, porque les permite seguir vivas”, comenta Galeano, que pasó un buen tiempo allí en la zona a comienzos de los 70. Unamuno y Bystrowicz observan, dejan hablar, esconden las preguntas entre fotograma y fotograma, organizan el material de modo de comenzar con Lucía Armijo cocinando y terminar con ella en medio del grupo de mujeres organizándose para una marcha a La Paz, testimonio de un crecimiento. Filman (graban) esos rostros del color de la tierra seca, que parecen tallados en la piedra que los rodea. Captan una analogía sorprendente. La estatua de un minero combativo, erguido sobre una elevación, con el taladro en una mano y un fusil en la otra. Corte a una estatua igual, aunque sin fusil. Esa segunda estatua resulta no ser una estatua, sino un minero de carne y hueso.