La separación entre economía y política es un hecho ideológico. La economía es “economía política”. No se puede hacer política económica sin introducir el principal sustrato de la política a secas: el poder. Toda política económica que no incorpore el poder relativo de los actores está condenada al fracaso. Lo meramente instrumental, la presunta técnica aséptica que aportaría la teoría pura, está subordinada al poder para aplicarla y a la lógica de la conducta de empresarios y trabajadores. La técnica no conduce el proceso social, es al revés. Todo esto, dicho sin negar la existencia de restricciones económicas, que existen pero no son las que el gobierno y la teoría vulgar creen.

Mauricio Macri es un ingeniero graduado en una universidad privada de escaso reconocimiento, lo cual ya es una definición en sí misma sobre su formación intelectual. Sus conocimientos de teoría económica, según surge de múltiples declaraciones, rondan la nulidad. Su legendaria “explicación” sobre la imposibilidad de reactivar el consumo es una buena síntesis de sus saberes en la materia. Por ello no llama la atención, si se dan por ciertos los comentarios de los periodistas que lo frecuentan, que el líder de la Alianza PRO se encuentre sorprendido por la demora en la llegada de la recuperación económica, ese objeto del deseo tan esquivo e impuntual.

Parece que la inflación no era tan fácil de bajar ni los capitales productivos tan simples de seducir. El hijo de Franco creyó que podía manejar la economía de un país como si fuese la de un club de fútbol o peor, como si fuese la de una provincia, economías que en rigor se parecen bastante a las de una empresa, y donde no existen ni la política monetaria, ni los problemas macroeconómicos, ni las relaciones internacionales. Para colmo, el know how le jugó en contra. En su experiencia previa le tocó gobernar la CABA, el distrito con el mayor ingreso per cápita del país, en un contexto macroeconómico nacional y global favorable. Esa realidad que hoy añoran la mayoría de los gobernadores, compelidos a tomar deuda en divisas como única manera de hacerse del pan para hoy.

Volviendo al ingeniero de la UCA, es posible reconstruir, sin mayor imaginación, algunas escenas de su vida público–privada. Imaginar, por ejemplo, al siempre sonriente presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, aquel muy joven secretario de Política Económica de Domingo Cavallo en tiempos del Megacanje, proyectándole en la Rosada o en Olivos, algún Power Point con las metas de inflación bajando, con abundantes gráficos y una que otra regresión para que el ingeniero recuerde, con poca nostalgia, sus dificultosos estudios de matemática. Las explicaciones brindadas seguramente fueron de esas que se pueden leer en cualquier manual de macroeconomía convencional. Luego del primer semestre de contracción monetaria y altas tasas de interés para esterilizar, más la abundante entrada de dólares para planchar la cotización de la divisa, la inflación bajaría en el segundo semestre (a no olvidarse del delay monetarista). En los gráficos, tan bien relatados por Federico, o quizá por Carlos, el éxito automático del modelo parecía garantizado. A pesar de que en 2016, tras las amenazas de despidos y las proyecciones falsas de inflación de Alfonso Prat-Gay, las paritarias se cerraron a la baja, se suponía que el freno en los precios impactaría positivamente en el poder adquisitivo. Con la economía sincerada, estabilizada y subordinada al imperio, es decir, con la vuelta al mundo; florecería entonces la confianza de los inversores y los importadores del exterior. Ya sin la pata en la cabeza de las retenciones, explotarían las exportaciones agropecuarias y, vía tarifas altas y mayores precios en boca de pozo, volarían las inversiones energéticas. 

El mejor equipo de los últimos 50 años, mayoritariamente CEOs con nula experiencia en el manejo de la cosa pública, más un puñado de viejos radicales y unos pocos PRO puros fogueados en la CABA, impulsarían, ahora de manera eficiente y transparente, la obra pública. Luego de la recuperación del segundo semestre, 2017 sería el año del despegue. 

En paralelo, politólogos de toda laya explicaban el nuevo fenómeno; había nacido la “derecha moderna”, esa que había aprendido de sus errores y que se había reinventado para regresar más sensible a los problemas sociales, casi casi socialdemócrata, y con una nueva manera de hacer política, despolitizada, sin abrumar con la ideología, con rostros sonrientes y mensajes evangélicos, con un marketing impecable y un discurso unificado, con ese desagradable tufillo de las ONG financiadas desde Estados Unidos y la UE. Sin dudas, al populismo le había llegado su última hora, estaba frito y en su ocaso.

Pero algo salió mal. El plan se aplicó al pie de la letra, pero los resultados están lejos de lo previsto. La economía no crece, el empleo se esfuma, la inflación no cede, los déficit se multiplican. Lo único que crece es el endeudamiento público. Los papeles se queman. Mauricio no entiende. Siempre según quienes lo frecuentan, dicen que está colérico y malhumorado. Los ajustados ya no muestran ni el encantamiento, ni la credulidad, ni la paciencia de 2016, el año de esperando a Godot. Dijeron basta y la derecha que se decía moderna mostró inmediatamente los dientes, que ya no son de sonrisas cálidas. No sólo mantiene presos políticos de acuerdo a los estándares de los organismos internacionales de derechos humanos, sino que amedrenta a los docentes en lucha con la policía, ofrece incentivos monetarios ilegales a los rompe huelgas y ejerce la persecución política e ideológica contra los dirigentes sindicales que se le enfrentan. La principal fuerza opositora, el kirchnerismo, a la que hasta ayer nomás se la consideraba muerta y enterrada, pasó a ser la responsable no sólo de una presunta desestabilización, sino que estaría detrás de todo lo que sale mal, desde la ONU a los reclamos para que la inflación no licúe salarios. Parece demasiado poco tiempo para que la modernidad se haya vuelto tan vieja. La única renovación parece generacional. Es el gobierno de “los hijos de”. El hijo de Franco Macri, el hijo de Adolfo Sturzenegger, el hijo de Juan Llach, el hijo de Jorge Triaca, el sindicalista plástico que no vio nada en la dictadura. Hasta las caras más nuevas envejecen aceleradamente. Años construyendo la fingida imagen bondadosa de la Heidi que gobierna la provincia de Buenos Aires para que al primer conflicto serio la prensa internacional la compare nada menos que con Margaret Thatcher, la mítica dama de hierro del neoliberalismo salvaje. Y no fue la prensa izquierdista, o el “kirchnerismo” de Podemos, sino el diario conservador español El País. Tampoco fue la mala intención del corresponsal. porque al igual que Thatcher con la Unión Nacional de Mineros (NUM), el objetivo explícito de la Alianza PRO por mano de María Eugenia Vidal es quebrar en la figura de los maestros la resistencia sindical al ajuste en curso, un ajuste que se autodenomina “gradualista”, pero que amenaza no tener fin.