Debe existir, en alemán, una palabra que describa lo que siente una persona que vuelve a vivir a su país natal. Peor que el error de irse a vivir al extranjero, escribió, creo, Sergio Chefjec, es el de volver.

Perdón, no quiero que suene melodramático. Lo mío habían sido tres años viviendo en Ámsterdam con mi pareja. En julio de 2016 estábamos de nuevo en Buenos Aires los dos. Estaba seguro de que volver no había sido un error, pero no fue fácil. La prueba de fuego, que supuestamente había sido vivir solos afuera durante tres años, se estaba revelando en realidad el vivir juntos acá. O habían sido dos pruebas de fuego distintas. Una rodeados de extraños, la segunda, de eso que llaman fuego amigo.

Me preocupaba, sobre todo, no tener trabajo fijo. Y entonces me ofrecieron volver a ocupar durante algunos meses el puesto que tenía antes de irme. La persona que me había sucedido estaba por tomarse licencia por maternidad. Yo conocía perfectamente el trabajo (lo había hecho durante siete años) y todos en el equipo eran amigos. Parecía ideal. Desde un punto de vista. Desde otro, significaba volver a hacer exactamente lo mismo que tres años antes, como si el tiempo no hubiera pasado. Y vaya que había pasado, al menos para mí. Me estaban ofreciendo una moneda tentadora que llevaba forjada la imagen de un sueño. ¿O era una pesadilla?

El afecto, la comodidad, las ganas de “volver a ser alguien”, la nostalgia por el tiempo perdido y la promesa de algunos sueldos seguros, me llevaron a aceptar la propuesta del reemplazo. Empezaría en dos meses. Adentro mío sonaba una alarma de descontento y rechazo. Hice lo posible por acallarla: era algo temporario, un trabajo que me parecía genial y estaba bastante en la lona. Pero algo crujía. Era una pelea entre el yo que se resistía a volver a hacer lo mismo y el yo que pensaba que no era una mala idea, mejor seguro que nada. El primero es como un personaje acuoso, que suele estar calmo pero cuando inunda o rebalsa no hay quien lo pare. El segundo es más estrucutrado, de gran temple. A menudo conviven bien.

Por esa época, Andrés Serantes me había escrito para pedirme un favor: si no les hacía la gacetilla del lanzamiento del primer disco de su banda Lujo asiático. El disco estaba buenísimo, los chicos me caía bien, y tiempo era lo que me sobraba. Esos siete temas se volvieron la banda de sonido de mi vida por aquellos meses. No era obvio que fuera a gustarme. Musicalmente soy más bien cancionero, y este era un disco de electrónica instrumental. Pero hecho por músicos rockeros, que tenía tanto músculo como cerebro experimental. Como unos Jackson Souvenir de mdma, como unos Aphex Twins de rivotril, como unos Boards of Canada fumados, esas canciones calzaban como anillo al dedo con mi ánimo de entonces. Ya demasiadas palabras tenía yo en la cabeza. Mi vida se parecía a un aterrizaje forzoso. Todo tenía un halo de familiaridad, pero a su vez ligeramente desplazado. Las cosas que se habían mantenido idénticas ponían en evidencia toda el agua que había corrido bajo mi puente.

Una de esas noches fui a un recital de Lujo asiático en una fiesta. Llegué tarde, tipo 2 de la mañana; solo, porque todos mis amigos eran padres de niños o de recién nacidos y no salían más. Mi novia estaba de viaje y teníamos muchos cortocircuitos. Supuse que iba a encontrarme a alguien conocido en la fiesta. Error. Me acodé en la barra y me habré tomado dos o tres cervezas, un whisky, perdía el tiempo con el celular. Fueron un par de horas de espera. Solo quería escuchar esas canciones callado, un poco ebrio, y después irme a dormir. Pero el recital nunca empezó. Me habré ido tipo 4 de la mañana derrotado. Al otro día supe que habían arrancado casi a las cinco pero enseguida llegó la policía y tuvieron que suspender.

Aunque el de Lujo asiático es un disco climático para escuchar de corrido, "De Menorca a Mallorca" es mi canción favorita. Porque es ciclotímica. Mejor dicho, por sus modulaciones con distintos elementos en pugna. Porque en un momento parece que se hunde, para después resurgir entre las cenizas con unos destellos de sintenizador y percusiones espaciales. Me gusta el título, que en un lunfardo tecno balear describe muy bien mi curva de aquellos días.

Cuando se acercaba la fecha de reemplazar a mi amiga, tuve una pelea intempestiva con la directora de la empresa sobre las condiciones de mi contrato, quemé las naves y me fui dando un portazo. Mis amigos pensaban que me había vuelto loco, que había tenido un brote. En realidad, pude reconocer con el tiempo, fue una pelea interior a cielo abierto. El yo acuático había dado un golpe de estado.

Con su disco, Lujo asiático cosechó buen recibimiento entre los entendidos. Seguro que la gacetilla no tuvo nada que ver, pero me puse contento por ellos. Dos años más tarde finalmente los vi en vivo. Descubrí cuán impregnadas estaban esas canciones de algunos recuerdos. Los temas nuevos que hicieron prometían. Después de tocar me regalaron el vinilo que habían hecho fabricar durante una gira en Japón. Adentro del sobre guardé la entrada al recital, algo que no hacía desde la época de los cedés.

Matias Capelli nació en 1982 en Buenos Aires. Publicó los libros Frío en Alaska, Trampa de Luz y Familia política. Trabajó en el diario Buenos Aires Herald, fue editor de la revista Los inrockuptibles y escribe de actualidad y cultura en diversos medios.