Desde Río de Janeiro

El ultraderechista presidente brasileño Jair Bolsonaro entró ayer en un laberinto que podrá desaguar en una crisis de dimensiones incalculables. Corroborando lo que denunció Sergio Moro al renunciar al puesto de ministro de Justicia, se supo que hay al menos una prueba concreta, además de testigos presenciales, que Bolsonaro exigió (y luego obtuvo) el cambio de la dirección general de la Policía Federal con el objetivo de evitar problemas para sus tres hijos que actúan en la política y para varios de sus amigos y allegados.

Tal prueba está en el video grabado durante una reunión ministerial ocurrida el 22 de abril, dos días antes de la renuncia de Moro, y que Bolsonaro y los militares con despacho en el palacio presidencial hicieron de todo para impedir que fuese llevado a la Policía Federal.

Un Bolsonaro especialmente irritado y al borde del descontrol exigió el cese inmediato del entonces director general de la corporación utilizando su léxico típico: dijo que no permitiría bajo ninguna circunstancia que “jodan a mis hijos y a gente mía”. Con eso abrió espacio para ser enjuiciado por haber incurrido en al menos cuatro delitos previstos por el Código Penal brasileño.

Todo ahora depende del fiscal general de la Unión, Augusto Aras, enviar o no al Supremo Tribunal Federal un pedido de apertura de investigación sobre el presidente. En este caso, dependerá, por su vez, de lo que decida el relator del caso, Celso de Mello, el más antiguo integrante de la Corte Suprema. La situación de Aras es especialmente delicada. Si cumple con su responsabilidad, pierde para siempre la posibilidad de ser nominado para la vacante que se abrirá en la Corte Suprema por la jubilación forzosa del magistrado Celso de Mello, que cumplirá 75 años.

Si opta por permanecer callado, estará asegurando que una eventual indicación de Bolsonaro para que ocupe la plaza de De Mello será rechazada por el Senado. En caso de que Celso de Mello envíe al Congreso un pedido de apertura de juicio político contra Bolsonaro serán necesarios 372 votos sobre 513 en la Cámara de Diputados para que el tema sea elevado al Senado.

Hoy por hoy el ultraderechista está sin canales de diálogo con la Cámara baja, donde intenta de manera evidente comprar parte substancial del llamado “centrão”(centrazo), diputados de escasa expresión pero con derecho a voto, integrantes de partidos pequeños de derecha o extrema derecha. Por “comprar” entiéndase el sentido literal del verbo: Bolsonaro ofrece cargos de segundo o tercer escalón, de poca visibilidad pública, pero dotados de robustos recursos.

El debilitamiento del gobierno ultraderechista, que ya se daba de manera acelerada desde principios del año, con la debacle económica luego agravada por la pandemia del coronavirus, entra ahora en una etapa de vértigo y profunda incertidumbre. La situación de Bolsonaro en la corte suprema está lejos de ser confortable. Al fin y al cabo, en ningún momento el presidente dejó de juntarse a manifestantes de extrema derecha que exigen el inmediato cierre tanto del Congreso como del Supremo Tribunal Federal, además de intervención militar, en un claro atentado contra la Constitución.

En la misma reunión ministerial, a propósito, Abraham Weintraub, el ministro de Educación que comete errores ortográficos cuando escribe y de concordancia verbal cuando habla, se refirió a los integrantes del Supremo como “once hijos de puta” que deberían estar presos. También llovieron duras críticas, plagadas de palabrotas, lanzadas tanto por Bolsonaro como por el ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, dirigidas a China.

Todo eso ocurre cuando sondeos de opinión pública indican una amplia erosión de la popularidad del presidente. Las dimensiones de la pandemia crecen ya no a cada día, sino a cada hora. Ayer se registró que en 24 horas murieron 881 brasileños. El número oficial del total de muertes ascendió a 12.400. Como existen todavía unos 145 mil exámenes cuyos resultados no están listos, esos números inevitablemente serán bastante superiores a los divulgados hasta ahora.

Un detalle observado ayer, cuando explotó la crisis, llama la atención: el silencio estruendoso de los cuatro militares con despacho en el palacio presidencial. ¿Seguirán intentando salvar el gobierno?