Películas sobre boqueteros y golpes magistrales (o no tanto) hay muchas: clásicos como Rififi, de Jules Dasin; comedias como El quinteto de la muerte, de Alexander Mackendrick o Ladrones de medio pelo, de Woody Allen; relatos basados libremente en casos reales como la reciente El robo del siglo, de Ariel Winograd. Sin embargo, ninguna se parece a la película del español Elías León Siminiani, un registro semi autobiográfico donde el realizador describe las dificultades para llevar a la pantalla la vida y la obra criminal de Flako, famoso butronero (el término utilizado en tierras hispanas) a quien los medios de comunicación llegaron a llamar “El Robin Hood de Vallecas”. En el comienzo de la película –que tuvo su paso por la competencia Vanguardia y Género del último Bafici y ahora puede verse en la plataforma Netflix-, Siminiani afirma en off que “hasta donde me alcanza la memoria, siempre quise hacer una película de atracos”, mientras imágenes de viejos films de robos sofisticados traen el recuerdo del film noir clásico y aledaños, en estricto blanco y negro. A lo largo de noventa minutos, Apuntes para una película de atracos (ver crítica aparte) recorre las calles y alcantarillas de Madrid, encuentra un protagonista tan humano como contradictorio y va armando su propia forma cinematográfica en el camino.

En su largometraje previo, Mapa (2012), la primera persona del singular era esencial en la construcción de una poética personal. Sin embargo, a diferencia de otros documentalistas contemporáneos, no es posible definir el cine de Siminiani como “autobiográfico” en un sentido estricto. Ese “yo” que narra se abre siempre a otras personas y personajes, en este caso al famoso líder de una banda de ladrones especializados en el acceso a bóvedas bancarias a través de la red de alcantarillas (y un agujero abierto en el lugar preciso). “Parto de la noción de relato hecho de elementos reales. Relato que no inventa nada. Pero relato al fin. Esto implica ser muy selectivo con los elementos, los espacios y las personas que se escogen de la realidad. El criterio último siempre acaba siendo que aporten al relato. Supongo que por eso, a veces, la propuesta se percibe como algo ‘que parece ficción’. Pero no es así. En este sentido, siempre me ha interesado la noción de ‘relato real’ heredera del Nuevo Periodismo de los años 60 y me gusta imaginar que trabajo en esa tradición”.

-Esos supuestos cruces con la ficción parecen formar parte esencial de su estilo. Sin arruinar parte de la diversión que conjura el desconocimiento, ¿cómo se equilibran esas dos fuerzas que muchos consideran opuestas?

-Me cuesta distinguir la frontera entre ficción y realidad porque siento que, cuando te pones en el lugar del narrador, la fusión es instantánea. En nuestra vida diaria, cada vez que le contamos a un amigo o a un familiar algo que ha sucedido hacemos un uso casi inconsciente de ciertos mecanismos, para comprobar que nuestro interlocutor nos sigue y que lo hace con interés. Y eso no significa que estemos inventando nada. Si a este mecanismo intrínseco al ser humano le añades, como es el caso de mis dos largometrajes, que lo narrado abarca un espacio extenso de tiempo, cinco y cuatro años respectivamente, entonces la fusión es todavía mayor. Porque entran en juego los mecanismos de la memoria que amplifican aún más este efecto, transformando lo sucedido en un relato. Nuestros recuerdos no son sino sucesiones de historias que no resistirían el más mínimo análisis de lo que llamamos Verdad o Realidad con mayúsculas.

-El origen de Apuntes para una película de atracos es explicado en detalle durante los primeros minutos. ¿Hay algo más que se pueda comentar al respecto, algún detalle que no haya quedado en el montaje final?

-Aunque al principio declaro mi sueño de hacer una película de atracos, hay algo que no digo y que está en el origen del proyecto. Cuando en 2012 supe de la existencia de este butronero tan particular, al que llamaban el Robin Hood de Vallecas, pensé que podía combinar mi antiguo deseo de acercarme a ese universo cinéfilo con la elaboración de una metáfora en torno a la crisis económica de 2008. Me refiero a los estragos que causó sobre el ciudadano de a pie o la animadversión contra la institución bancaria que aquella debacle provocó en el imaginario colectivo. Sin embargo, según fui avanzando en el conocimiento de Flako y sus circunstancias, me di cuenta de que debía desterrar esa idea, esa especie de ensayo sobre la noción de atraco en el contexto de una crisis económica. La realidad de Flako era mucho más interesante que lo que yo tenía en mente. Así es que procedí como manda el canon documental: abandoné mi idea de arranque para seguir una mucho más interesante, que el conocimiento de Flako, la persona, puso sobre la mesa.

-¿Cómo fue el primer encuentro con Flako y con qué dificultades se topó para “hallar” la película?

-Como cineasta, el mayor obstáculo que encontré fue la dificultad de erigir un relato en torno a una persona real a la que no podía filmar. Hubo muchos meses de negociación con las instituciones penitenciarias para intentar filmar a Flako en prisión. Pero fue en vano. La administración que había entonces en España tenía una política radical de invisibilidad de la comunidad penitenciaria. Fueron dos años pensando dispositivos mediante los cuales poder hacer un retrato de una persona sin poder filmarla. En realidad, ya había llevado a cabo en Mapa algo similar: allí todo giraba en torno a un personaje llamado Luna que no está. Esta ausencia del protagonista siempre me ha parecido un reto apasionante y creo que nos ha regalado películas maravillosas a lo largo de la historia, desde El tercer hombre a Intriga internacional.

-De hecho, la película reutiliza una buena cantidad de imágenes y música incidental de clásicos del policial, en particular el europeo y más aún el español. ¿Cómo es su relación con el género y, en particular, con la película de robos?

-Me interesan especialmente aquellas que imagino como “películas de proceso físico”. Films en los que la trama se detiene para que, durante una buena cantidad de minutos, asistamos a la ejecución de un proceso físico extremadamente difícil. Cuando este modo de narración entra en plenitud asistimos a larguísimos minutos sin diálogos ni trama. Lo único que sucede es que unas personas ejecutan un plan. Es lo que pasa en Rififi, El círculo rojo o El asalto audaz, de Peter Yates, pero también en otras películas no necesariamente de atracos como Le trou, de Jacques Becker, o Un condenado a muerte se escapa. En esos tramos sólo cuenta la mirada entre personajes, la obstinación para superar una dificultad física, el sudor y el montaje. Para mí es una de las mayores expresiones de cine puro.

-En Argentina se los llama “boqueteros” y tenemos, al menos, un caso muy famoso que ha tenido su adaptación al cine mainstream, El robo del siglo. ¿Cómo fue enfrentarse a la mitología del butronero y contrastarla con un caso real, con una persona de carne y hueso? Lo mismo en cuanto a esa eterna tensión entre criminalidad y efecto Robin Hood.

-Fue un proceso de aterrizaje. La idea era intentar comprender a la persona detrás del mote que había detrás del titular. ¿Quién era en realidad ese tipo que ocupaba la cabecera de los telediarios? ¿Cómo podía haber desarrollado tal grado de especialización y maestría en el butroneo, un modus operandi para atracar bancos casi extinto, propio de la era analógica? Rápidamente surgió la fascinación de Flako por la figura de su padre, el mayor butronero de los años 90 en España y, a su vez, de éste y su socio Albert Spaggiari, autor del mayor butrón de la historia: el atraco al Banco Sociedad General de Niza en 1973. Y surgió también la férrea voluntad de Flako de no transmitir a su hijo lo que su padre le había transmitido a él. No tardé mucho en entender que el tema de la paternidad tenía que estar en el centro del relato.

-Hay una escena muy impactante en Apuntes…: el momento en el cual desciende junto al camarógrafo a las mismas alcantarillas utilizadas por Flako. ¿Cómo se rodó y cómo fue esa experiencia?

-Soy claustrofóbico. Pasé meses evitando la idea de bajar al subsuelo. Pero hablando con Flako y con el inspector de policía que lo detuvo me quedó muy claro que hasta que no bajase no llegaría a comprender lo que Flako y su banda habían hecho. Tanto el nivel de energía y desempeño físico desplegado como la dificultad de orientarse y moverse en el subsuelo o encontrar el punto dónde horadar para llegar al sótano de la entidad bancaria. Creo que todo esto lo entendí el día que bajé yo mismo y llegué a tocar la tapa de hierro que daba acceso al sótano de un banco. Creo que ese día, completamente exhausto, alcancé a vislumbrar como Flako podía poner al margen la violencia que se infringía sobre otras personas al saltar al patio de operaciones de la sucursal que iban a atracar. Digo que atisbé lo que había en su mente porque ese día yo olvidé mi propia claustrofobia, algo inimaginable en la superficie. El nivel de adrenalina era tan alto que olvidé el miedo. Así de sencillo.

-¿Cuándo decidieron que la confección de una máscara era la solución al problema de no mostrar el rostro de Flako? Esa idea aparentemente sencilla le termina dando forma a la película.

-Durante dos años, el principal problema fue la imposibilidad de filmar a Flako. Pero cuando empezó a salir de permiso y por fin pudimos filmar nos encontramos con que no podíamos registrar su rostro para preservar su identidad y, a su vez, proteger a su hijo. Durante meses filmé los viajes entre la prisión y Madrid, cada vez que tenía permiso, de escorzo o por detrás, velando el rostro de Flako. Pero en cierto momento eso se hizo demasiado limitante. Fue entonces cuando me acordé de uno de los dispositivos habituales, tanto en los atracos como en las películas de atracos. Al principio pensamos en ponerle a Flako una máscara con el rostro de Albert Spaggiari, el legendario butronero. Pero finalmente optamos por una blanca y neutra que recuerda más a Los ojos sin rostro, el film de Georges Franju. La idea era que ese rostro fuera un lienzo en blanco, un lienzo sobre el cual proyectar.

-En algún punto, su película es la antítesis de tantos documentales sobre crímenes reales ¿En algún momento imaginó que los problemas de rodaje podían llevarlo por un camino más convencional? En otras palabras, ¿cuánto del “guion” se terminó escribiendo en el proceso de montaje.

-Tanto Mapa como Apuntes… son películas de montaje. Trato de mantener los procesos de rodaje lo más extensos y abiertos posibles, sabiendo que eso me asegura un montaje largo (y bastante penoso, todo sea dicho). Digamos que me tomo ese montaje tan laborioso como un peaje por la libertad con la que he rodado. Esto es algo que me costó mucho asumir, porque me exigía a mí mismo tener más dirección durante el rodaje. En este sentido, para mí la obra de Ross McElwee es esencial porque es el primer cineasta al que vi proceder así y hablar luego sin pelos en la lengua. Tengo grabadas a fuego las lecciones expresadas en entrevistas sobre la dificultad de escribir una voz en off para este tipo de documentales narrados. Y que por eso los montajes pueden llegar a ser una tortura. Pero, por otro lado, es en el montaje donde el cine se acerca más a un lenguaje codificado. Supongo que por mis estudios de filología y lingüística nunca he podido dejar de ver el cine, ante todo, como un lenguaje.

-Está trabajando en un proyecto futuro para Netflix. ¿Qué se puede adelantar al respecto?

 

Así es: estoy en plena investigación para una serie documental que arrancaremos tan pronto se levante el confinamiento. No puedo adelantar el tema pero sí decir que, como en mis miniseries documentales previas, El caso Asunta y El caso Alcàsser, se trata de un relato de investigación periodística. Para mí la investigación periodística y el cine-diario son modos completamente distintos del documental. Por eso considero a estas series como una oportunidad enorme para crecer como cineasta y persona. En primer lugar, porque me sumergen de lleno en la investigación y el periodismo, en el arte de la entrevista, que me parece uno de los desempeños más difíciles del documental (y que, inexplicablemente, suele estar bajo sospecha en determinados ámbitos cinéfilos). Son trabajos en los cuales el punto de partida es: “no hay voz en off”. Al principio me sentía sin suelo alguno. No sabía cómo manejarme. Poco a poco empecé a imaginar otro tipo de cimientos. De alguna manera siento que he podido ampliar mi maleta de herramientas como cineasta. En las series me he servido de muchos de los estilemas desarrollados en mis películas (por ejemplo, el uso exhaustivo de espacios y objetos a la hora de filmar o mostrar el proceso de creación como parte del contenido). Trato de que la práctica de estas series de investigación periodística y un cine más personal no supongan una renuncia a nada. Solo una ampliación del campo de batalla, aquel título tan expresivo de Houllebecq.