Esteban se paró a hablar con el gordo Suárez en la esquina de la farmacia, él le da siempre las recetas del clona. Los autos pasan rápido por Avenida Cabildo. Yo estoy contemplando la vida, como si fuera el jugador de fútbol al que estoy moviendo desde un mando de consola de juegos. Si tengo que meter un gol, voy y lo meto. Solo si presiono los botoncitos de cuadrado o círculo. Pero ya no es igual, ni sé si es real o virtual, el asunto es sostener el juego.

Esteban -le digo, seca y con firmeza-. Me estoy angustiando.

Todo va para atrás y para adelante, como una vorágine. Pienso en el Trinche, el jugador que mataron. Pienso que si el chorro le pedía la bici, él se la hubiera dado. Justicia poética estoy buscando en el devenir. Esto ya pasó, ya nos pasó. Somos muchísimos menos en la población del mundo, y veo humanos pero no humanidad. ¿El hombre es amigo del hombre?

Mi abuelo se escapó de la guerra en un barco a los catorce años, mi abuela de los nazis, y la Rochi, mi amiga del barrio, de su padre abusador. Escapistas como Houdini. Pero… ¿y la magia? La última vez, fue en el pogo del Indio, como holograma, con Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado en el Estadio de Malvinas Argentinas. Me doy cuenta de que estoy colgada en mis pensamientos nostálgicos de lo que ya fue, con la mirada fija en la panza que Esteban se echó con toda la polenta y los fideos que morfamos en el aguante, porque aguantamos. Ya ni para puchos, buscando bolsones. Despidiéndonos de gente . Mientras camina hacia mí, me detengo en que su panza me resulta sexy. Se lo diría. Pero tengo una angustia que me apaga el deseo de hablar, fue el exceso de barbijo. Trata de besarme pero yo lo evado y la situación deja expuesta la torpeza de sus movimientos, sus taras para abordarme, la indisimulada tosquedad para que el beso se nos caiga, boca a boca, con la gracia de dos que se desean. Se enoja pero lo ignoro. Arrancamos como quien huye de algo aunque sepamos que ese escape termina en el encierro de casa, donde reventamos siempre. ¿Será que todos los post son traumáticos? Post parto, post pandemia, posteo. Ja. Me río sola. Me digo, además: “tranquila, mi amor, no tenés plata, no tenés trabajo, pero ahora te vas a tomar una pastilla que te seda los sueños y las pesadillas. Y la injusticia, que les preocupe a otros. A esos que tienen resto para mas preocupaciones”. En la calle, los perros caminan porque ya no tienen dueños. No hay más taxis. Y los abrazos desaparecieron por completo, como el pogo y los roces. Sólo puedo tocar a quien ya había elegido tocar desde antes, en una histórica elección. Entonces, si me canso de lo conocido, ¿seré una amenaza para lo nuevo? ¿Qué mierda estará pensando Esteban mientras yo cabildeo alrededor de la repulsión que me causa el polvo que nos echamos ayer, hartos de nosotros mismos y de nosotros dos pero, a su vez, sedientos de algo que se parezca al placer en medio de la ruina. Esteban frena de repente y me toca el hombro. Mira hacia la vereda de enfrente. No entiendo, para variar, qué pasa. “Vamos, reina”, me dice pasando su brazo por detrás de mí y tomándome de la cintura. La respuesta que pienso, sin decirle, es “¿adónde?”. No hay “dónde” porque en este después pesa el antes. Y yo, estoy frita. Un apocalipsis interno. Un desierto sonoro. La caminata se vuelve lenta, onírica y espontánea. Empiezo a escuchar una música desde un balcón lejano y sin querer, él y yo, empezamos a sacudirnos como si estuviéramos bailando. Me da su meñique, que entrelaza con el mío. Como antes, como siempre. Esteban mueve un poco los brazos y yo las caderas, me mira, cómplice, y sonrío. Caminamos por la avenida. Él, con el blíster en la otra mano; yo, abrigada con un polar y un pañuelo palestino. De un momento a otro, siento un palazo en el omóplato. Y al darme vuelta, veo cómo Esteban cruza una piña hacia atrás. El golpe me tumba, caigo con un dolor intenso al piso, de frente. No puedo ver. Nada. Me mareo. Todo se apaga por unos momento. Esteban cae al lado mío. Lo miro fijamente. Veo que sangra. Porque la sangre viene viajando hacia mi cara Es de noche. Veo flashes. Pero tengo la mirada fija de él sobre mí. Reacciono. Me levanto, y observo alrededor. A lo lejos, detecto dos pibes corriendo. Esteban sigue tirado en el suelo. Una cartonera se detiene con su chango, me pregunta si estoy bien. No. Es que no estoy bien. Nada está bien. ¿Puede ser que nos hayan lastimado así por un blíster de Rivotril y la única persona que se detiene es alguien que está peor? No quiero pensar que está peor para sentirme menos mal, pero lo hago igual. Intento volver a donde estaba y miro a Esteban, que tal vez está muerto. Le digo a ella “gracias”, como única emisión de sonido. La música que venia escuchando suena con más intensidad. Me acerco a ella, que ya está asistiendo a Esteban, atándole su trapo a la cabeza. Y recuerdo, vagamente, que ya pasamos por eso, que ya me pegaron en el omóplato, que ya caímos, ya estuvimos sobre baldosas meadas por perros de la calle, ya nos rescatamos, ya salimos adelante y volvimos a lamer la misma bosta. Fue hace años, fue ayer… será mañana otra vez. La vida, nuestra vida, es un loop, un viejo protector de pantalla de las viejas PC, una desgracia que se tilda y te deja así, tal como estás. De pronto, me siento aguda para encontrar las preguntas que apenas regurgitaban dentro mío como una náusea intraducible hasta recién. ¿Cuándo falló el plan? ¿Cuándo se convirtió en manifestaciones monstruosas la gilada que soñaba? Las voces del pasado me pican la cabeza por dentro, el eco de las promesas que me hice torna ineludible el peso de lo que incumplí. ¿Hasta dónde eran mías esas voces? ¿Cuánto de lo que me proponía procedía de lo que yo quería o cuánto de lo que yo quería no obedecía al guión que habían escrito para mí los dueños de todas las cosas, con derechos de autor incluidos? No entiendo por qué nos pegaron. No termino de saber qué pasó. Un patrullero pasa despacio y los ratis me miran con desprecio, como si la escena fuera parte de la nueva normalidad. Casi puedo sentirles la respiración, adivino en la espesura de la noche el hilo de baba que cada licaón destila en jauría pero se traga con pudor cuando tiene que comer de la mano del amo. Me doy cuenta que no van a parar, y que tampoco los necesito. Siguen su ruta sin bajarse del auto. Elijo el mismo rechazo hacia ellos, como último gesto de insubordinación y reciprocidad. Todo me da rabia, no puedo nada, no quiero, no me gusta. Esteban vuelve en sí. Trasluce un odio sideral en sus pupilas. Quiere matar mientras la cartonera le hace mimos. Reflexiono sin saber en qué tiempo y espacio me encuentro pero siento un zumbido profundo y un dolor de cabeza brutal. Nada hay en la nueva normalidad que sea mejor a nuestra vida pasada. Nada, para nosotros aspirantes sin más que un terciario y desclasados como somos, a vivir una vida plena, centrada en el disfrute. La cartonera me sonríe. No tiene dientes. Le pregunto su nombre.

“Marta”, me contesta.

-Así se llamaba mi mamá.- Le digo.

Me río, porque enseguida siento la voz del tarado ensangrentado que le dice: la mía también.

Le doy un abrazo, lo ayudo a levantarse, y rengueando empezamos a caminar