“Por lo general la cosa es así: todo empieza con una llamada. Un día suena el teléfono, atendés y resulta que del otro lado hay alguien que te dice que tiene una biblioteca entera para vender. Literatura, filosofía, ensayo. Después de acordar día y horario, cortás, y a partir de ese momento tu cabeza empieza a hacer lo que más le gusta hacer en la vida: imaginar”, escribe Patricio Rago en Rayuela, segunda de las veinticinco crónicas que conforman Ejemplares únicos, donde narra justamente eso: el modo en que el mundo imaginario se hace lugar entre lo autobiográfico y la ficción para dar cuenta de todo lo que puede generar en un hombre que se dedica a vender libros encontrar en una biblioteca hogareña una primera edición de Rayuela de Julio Cortázar. “Es una sensación única. Estás entregado a la aventura, al azar, al destino”, dice el narrador y de pronto ya está definido algo más que el tono en estas crónicas; porque no se trata de un librero convencional sino de un escritor y gran lector que encuentra en cada libro una historia de vida singular, o acaso sea al revés y es por eso que puede llegar a comprarle libros a quien fuera la amante de Heidegger, por ejemplo, o tener todo tipo de visitas extrañas en su librería, personajes desopilantes y mitómanos, mujeres entrañables, ladrones de libros, poetas frustrados y lectores anónimos que reclaman en silencio un retrato para no ser olvidados. “Las historias y los personajes como Mike, el viejo Merini, Ojo Mocho, Sofía, Tomás, el gordo Saúl, todos son reales, aún los ficticios. Y me parece que en el fondo no importa tanto. ¿Qué es lo real y qué es la ficción? Los recuerdos, los sueños, las historias familiares”, dice Patricio Rago que anteriormente publicó las novelas Una tumba en el aire y Silenzio. Luego de vivir en Roma, Berlín y Barcelona y dedicarse a todo tipo de oficios regresó a Buenos Aires y fundó Aristipo Libros, una pequeña librería de usados especializada en literatura, filosofía y ciencias sociales. “¿Cuánto hay de ficción en todo lo que hacemos, en nuestra cotidianeidad? Creo que el límite entre la realidad y la ficción es muy delgado, muy difuso, y eso es lo que más me interesa a la hora de escribir. No hay nada más lindo que ir por la vida contándonos historias, sacando conjeturas, jugando entre la realidad y la ficción”.

En Ejemplares únicos hay una fuerte presencia de temas eruditos y literarios junto con la cultura del barrio, ¿cómo conviven esos dos mundos para vos?

-Se suele pensar que son dos mundos separados pero a mí me parece que no. El arte siempre está nutriéndose de lo popular, del habla y de las costumbres de la gente. El artista de alguna manera responde a la sensibilidad de su tiempo, es así. En mi caso, eso se da de varias maneras. Siempre fui medio anfibio, de moverme entre varios mundos, el del club, el de la calle y el de los libros. Yo en Aristipo me la paso escuchando a Mozart, pero cuando salgo me quedo charlando con Gastón, el kioskero de al lado, mientras suena Gilda a todo lo que da y me encanta, y de ahí me voy a comer un asado con los pibes del club para cagarme de risa y hablar de Los Simpsons. Me gusta borrar el límite entre esos mundos, y ese, me parece, es un poco el espíritu de la francachela, que es una fiesta que vengo haciendo ya hace tres años en Aristipo. En cada cambio de estación invito a todos mis amigos, habitúes y allegados a la librería -a todo aquel que tenga ganas, en realidad-, a que vengan a tomarse unos vinos, comerse unos choris, y charlar y bailar un rato en la vereda. Saco la parri a la calle como se hacía antes, le aviso a un amigo DJ y armo una alta mesa de libros recomendados. Entonces ahí, mientras unos se menean al compás del reaggeton, otros se pasan recetas veganas, hablan de amores, de fútbol, se besan en un rincón, discuten sobre Piglia o Saer, escavian con los muchachos del kiosco, o simplemente revuelven la mesa a ver si encuentran algo. Es una fauna hermosa. Y me parece que está bueno que una librería sea no sólo un lugar de encuentro de intelectuales, sino también de gente del barrio.

Un rasgo que llama mucho la atención de tu libro es la presencia del humor, algo que se da muy poco en la literatura argentina.

-Creo que todo arte se produce para exorcizar el dolor, la tristeza, la angustia que nos produce el desamor, la muerte, la miseria, la injusticia y la explotación. Nos sobran los motivos para estar tristes. Y me parece que la forma más natural de hacerlo es sacarlo así como viene, arrancarlo, escupirlo, sacarse ese peso de encima usando su propio lenguaje, trabajando esa misma materia. Y el humor, bueno, si bien también es una forma de exorcizar el dolor, requiere una transformación, otro lenguaje, otro ánimo, se mueve en otra esfera, no es ni mejor ni peor, sólo que esto se da con menos frecuencia. Seguramente haya también algo de prejuicio que asocia al humor con la falta de inteligencia y cierta banalidad, que para mí es cualquiera. Hay libros increíbles con los que te cagás de risa. Es más, te digo, el mejor libro de la literatura universal, la cosa más grande que existe sobre la tierra, el Quijote, es una cosa de locos. Y Rabelais, Sterne, Amado, Swift, Flaubert, Quevedo, John Irving, Apuleyo, Hrabal, Macedonio, son maravillosos. No sabés lo contento que me pone cada vez que alguien me dice que el libro le arrancó varias carcajadas, que se emocionó, y lo acompañó y lo ayudó a pasar un mal momento. Porque creo que esa es la razón por la que leemos, para emocionarnos, para sentir cosas en el cuerpo, para que el libro nos transforme, y muchas veces eso nos permite evadirnos de una realidad adversa que nos está haciendo daño; y esto hace leer, ¿no? de alguna manera nos salva, nos preserva.

Uno de los temas que cruza todo el libro es la fabulación, sobre todo en los personajes de las crónicas, ¿cuánto de ese tema hay en tu escritura?

-Yo te diría que mucho. Es un tema que está muy presente en todo lo que escribo. Siempre me fascinó que el hombre pueda hacer eso que ningún otro animal es capaz de hacer: fabular, inventar, interpretar, conjeturar. Posta que me vuela la cabeza. Y Rodolfo, Mike, Sofía, el fanático de Fomenko, Merini, el narrador, todos de alguna manera están siempre fabulando. Todos tienen una historia que contar, a los otros y a sí mismos, claro, una historia que creen, que viven como real o como un juego pero la viven igual. Y eso, me parece, hacemos todos. Siempre estamos contando o escuchando historias. Es maravilloso.

Hay una tensión interesante que se plantea en las crónicas en relación al libro: amarlos y al mismo tiempo tener que venderlos. ¿Cómo hacés para elegir qué libros quedarte y cuáles vender?

-Es terrible. Posta que es muy difícil. A mí me encantaría quedarme con todos, por supuesto. Amo mi biblioteca, amo sentarme en el sillón a mirarla, me da alegría, me levanto y agarro un libro y lo dejo, y después otro y otro, la desordeno todo el tiempo. Pero por otro lado tengo que comprender que los libros ocupan un espacio físico y los que tenemos grandes bibliotecas lo sabemos. Y lo saben también nuestras parejas, que nos aman como somos pero por suerte se ocupan de que la casa sea habitable. Por lo general me quedo con libros que quiero leer en ese momento o en un futuro cercano, o algún libro inhallable que sé que un día voy a leer. Es una regla que me impuse y que funciona como filtro. Igual tampoco soy tan estricto, muchas veces agarro un libro que por alguna razón me atrajo y me lo llevo. Ya fue.