Bad Education                7 puntos

Estados Unidos, 2019.

Dirección: Cory Finley.

Guion: Mike Makowsky, sobre un artículo periodístico de Robert Kolker publicado en la revista New York Magazine.

Duración: 108 minutos

Intérpretes: Hugh Jackman, Allison Jenney, Ray Romano, Welker White, Annaleigh Ashford, Geraldine Viswanathan, Rafael Casal, Stephen Spinella.

Estreno: en HBO.

Hay juegos muy simples que todos los padres del mundo han utilizado desde siempre para asombrar a sus hijos cuando todavía son chiquitos. El de filtrar un rayo de luz a través de un cristal facetado, para revelar el secreto de su abanico cromático, es uno de esos trucos modestos a los que, aunque parezca increíble, los siglos transcurridos no han conseguido quitarle ni un poco de su magia. A veces el cine también funciona como un prisma, que al ser utilizado para proyectar una historia determinada le permite al espectador descubrir, no sin asombro, que en ella cabe mucho más de lo que la superficie del relato parece ofrecer.

Algo de eso ocurre con Bad Education, segunda película del prometedor director estadounidense Cory Finley, quien se vale de la mayor estafa cometida contra una escuela en la historia de los Estados Unidos no solo para abordar la reconstrucción lisa y llana del caso, sino para permitirse esbozar un ensayo sobre la condición humana. Un auténtico arco iris dentro del cual es posible encontrar una radiografía crítica del sistema capitalista; un mapa de las reglas que es capaz de romper un individuo para alcanzar a toda costa el imperativo del éxito; o una instantánea de cómo los padres trasladan esa lógica perversa a sus hijos. Y sobre todo, Bad Education es el retrato de un hombre tan codicioso como vulnerable, cuyos claroscuros la película convierte en un impiadoso "yo acuso" contra la sociedad que lo produjo (y que lo alentó mientras le fue de provecho), pero que ante la revelación de lo corrupto se tapa los ojos para no ver en él un reflejo de profundos vicios propios.

Frank Tassone era el hombre perfecto. Encantador, buen compañero, siempre de buen humor, elegante, culto y, lo más importante: el mejor en su trabajo. Él logró convertir una escuela del montón en una de las más sólidas de Estados Unidos, una cuyo prestigio le garantizaba a sus egresados recibir la atención de las principales universidades del país. Y ya se sabe lo que eso vale en un sistema en donde las reglas del mercado también rigen la lógica de la educación. El primer acierto de Bad Education es enorme: haberle dado al protagonista la ventaja de contar con el cuerpo, la cara y la gracia de Hugh Jackman, la fachada perfecta para un personaje como Tassone. Porque si hay alguien capaz de convencer a cualquiera de que el mejor tipo del mundo puede ser también un sociópata manipulador de primera, para terminar descubriendo bajo esas máscaras a un hombre sensible y adicto al afecto de los otros, ese alguien es el actor australiano.

El uso de la palabra fachada es una de las claves del relato, que Finley conduce con oficio infrecuente para alguien con apenas dos trabajos. El principal recurso con el que cuenta el director es el de ir revelando de a poco quién es en realidad Tassone, apostando a provocar en el espectador el mismo desconcierto que provocó en quienes confiaron en él. La película utiliza la coquetería del protagonista como un recurso que le permite jugar con esa alegoría de la fachada. Porque Tassone convirtió a su vida pública en una puesta en escena que no solo demandaba de sus naturales dones de seductor, sino también de maquillajes y otros “efectos especiales”. Detrás de esa imagen siempre “perfecta” se ocultaban sus engaños, pero también aquello que muchos prefieren no sacar nunca del ropero, detalle que Finley usa no de forma condenatoria, sino para recalcar los dobleces del personaje.

El director aprovecha todo eso para ir dosificando la información con astucia, siempre atento a lo que la trama va demandando. Por ese camino Tassone comienza encarnando al héroe, el tipo que todos quieren de amigo y de cuyo trabajo todos se benefician, para convertirse en pocos pasos en un psicópata capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Lejos de soltarle la mano, la película lo abraza, haciendo que en el victimario conviva la doble condición de culpable y de chivo expiatorio de una maquina que, mientras funcionaba bien, a nadie le importaba preguntarse cómo lo hacía.