En la foto se ve a una mujer de rodillas que apoya sus manos entrelazadas contra una alta y fuerte puerta de madera cuidadosamente tallada. Tiene la cabeza baja, los ojos cerrados y algo está diciendo. ¿Qué es lo que dice? No lo sabemos, pero se ve claramente que está rezando. La puerta es la de una catedral y está cerrada. Como están cerradas también las iglesias. Es por la pandemia. La gente no puede aglomerarse en las casas de Dios porque puede contagiarse el virus que cruelmente azota el planeta.

La foto produce una gran tristeza y mucha piedad. Le han cerrado las puertas de la casa de Dios y ella igualmente reza. Se la ve muy sola. Nadie abrirá la puerta para escucharla. La religión no tiene una respuesta para darle. Sin embargo, ella sigue rezando. Su fe es muy fuerte. No ve (o no quiere ver) que la gran puerta cerrada de la catedral es el símbolo de un Dios que no se digna a escucharla. O porque está ausente, o porque no quiere o porque no existe.

Pero la mujer no abandona su fe. La fe es distinta de la razón. Nunca llegaré a creer en Dios por medios racionales. Siempre hay que dar un salto. Es el salto a la fe. Algunos lo dan, otros no. La mujer que reza ante la puerta cerrada acaso sea una figura patética. Pero también es envidiable. No necesita pruebas de nada. Ha construido a Dios en su corazón. Allí lo siente y ella se dará la respuesta que necesita. El que cree en un Dios omnisciente, omnipresente, todopoderoso y bueno está sólidamente protegido ante los vaivenes terribles de la existencia y la realidad irrefutable de la muerte. Digamos: Dios es el amigo imaginario de los adultos. Como los niños, creen que está junto a ellos, los acompaña y escucha.

Durante los pestíferos días que corren los habitantes de este planeta no esperan mucho de Dios. Por ejemplo: creen más en una vacuna salvadora que en un milagro divino. La ciencia se ha impuesto sobre la fe. Son cientos de miles los científicos que –a lo largo y ancho del mundo- investigan para conseguir una vacuna salvadora. Y todos esperan algo de ahí. La Ciencia se está volviendo más cercana y confiable que la religión. Los sacerdotes no dicen mucho y si dicen algo es lo mismo de siempre, lo previsible. Que estamos en este mundo para sufrir, que Cristo murió en la Cruz en medio de terribles tormentos para redimirnos de nuestros pecados, que debemos confiar en Dios y en su infinita bondad, que debemos acudir a la oración. Pero las cifras de todos los seres que día a día mueren en el mundo siguen aumentando y ya son demasiadas. Por tanto, algunas preguntas no pueden evitarse. ¿Por qué tantos muertos? ¿Por qué este castigo? ¿Otra vez las plagas de Egipto, el diluvio universal? ¿Otra vez Sodoma y Gomorra? Algunos llegan a decir que esta pandemia es, en efecto, un castigo de Dios, que castiga a los humanos por los males enormes en que han incurrido. Aquí aparece el problema del Mal. Si los miles y miles que mueren por esta pandemia mueren por causa del Mal que han hecho, ¿Dios nada tiene que ver con ese Mal? Se trata de un problema que viene de muy lejos, que siempre se formula y siempre fastidia a los que creen en un Dios omnipotente y bueno. Su lejana y acaso primera formulación está en Epicuro. Si ese Dios omnipotente y bueno existe, ¿por qué permite el Mal? Hay muchas respuestas, desde luego. Algo que revela la certeza de la pregunta, su sólido sentido común y la indignación que produce a los teístas. No podemos entrar aquí en todos los matices de la discusión Siempre se termina afirmando la bondad de Dios y el libre albedrío que dio a los hombres para causar el mal. O se echa mano a la figura del Diablo. Mas, ¿quién creó al Diablo sino el mismísimo Dios? ¿Cómo un Dios bueno puede generar el Mal? ¿O el Mal ya estaba en Él? Y si el libre albedrío humano es causa del Mal, ¿para qué sirve Dios? ¿Sólo como causa del Bien? En el siglo XIX, Ludwig Feuerbach escribe un libro al que da el título de La esencia del cristianismo. Afirma ahí que no es Dios quien ha creado al hombre sino el hombre el que ha creado a Dios. Por si fuera poco “a su imagen y semejanza”. Grandes pensadores retoman esta idea y añaden otras. Marx, Nietzsche, Freud, Sartre, Bertrand Russell y en nuestro tiempo el pujante y tal vez obstinado Christopher Hitchkens. Aquí nos vamos a remitir al problema que mencionó Epicuro. Si Dios es bueno, omnipresente y todopoderoso, ¿por qué no impide el mal? Conocí a un teólogo (los teólogos son los abogados de Dios) que algo irritado decía: “Estoy harto de que me pregunten dónde estaba Dios en Auschwitz”. Pero alguien tan creíble –que estuvo prisionero en el Lager de la Muerte- como Primo Levi afirmó: “Existe Auschwitz, no existe Dios”. Podemos remitirnos a algo más popular, pero no menos esencial, no menos expresivo del sufrimiento humano: “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”, se dice en un tango. La muerte, el dolor, la injusticia, las guerras incesantes, la tortura, no son fáciles de explicar si uno cree en ese Dios bondadoso que menciona Schiller en su Oda a la alegría y al que Beethoven puso música. “Allá en lo alto (cito de memoria) tiene que haber un Dios bondadoso”. Tal vez lo haya, pero ¿qué es lo que hace, por qué su permanente ausencia, su desatención, su desinterés evidente? Otra pregunta se puede hacer siguiendo a Primo Levi: “¿Dónde estaba Dios en la ESMA?” ¿Dónde estaba en Vietnam, en Hiroshima, en Dresde y en tantos otros escenarios del horror? No estuvo, y si no estuvo es porque no existe o no importa si existe. Hace siglos que se olvidó de este cascote que gira alrededor del sol.

 

Todas esas discusiones sobre la creación del universo son vanas, fútiles. No podemos saber quién creó el universo, si es que fue creado. Lo que existe, lo que hoy nos angustia y nos hace sentir pequeños y efímeros es un virus inaccesible a nuestros ojos y, por el momento, a nuestro saber. Es irritante que en medio de esta tragedia humana la gran potencia del norte aún mande astronautas al espacio. ¿Qué buscan? ¿Algún lugar donde refugiar a los poderosos si la pandemia se agudiza, si el cambio climático destruye la Tierra? Entre tanto, esa mujer sigue solitaria ante la puerta de la catedral, rezándole a un Dios ausente que no le dará respuesta alguna ni sanará a los suyos. El ser humano es el causante de todo el Mal que hay en el mundo. Si al virus se lo derrota será por medio de la Ciencia, que, como decía Heidegger, no piensa. Pero quizá pueda hacer retroceder a la pandemia. Una conquista que tendrá que ver con la praxis humana, no con la bondad divina.