Esa tarde tenía que entrevistar a tres pacientes. El primero a las 16, el segundo a las 17 y el tercero a las 18.30. Los había llamado a cada uno y, finalmente, tenía frente a mí la imagen, en la pantalla del teléfono celular, del tercero de ellos.

El primero era un abogado que ocupaba el escritorio de una empresa de construcción. El segundo era un deportista que cumplía la función de director técnico de un equipo de fútbol. El tercero, un economista que controlaba los gastos de un ferrocarril. Estos gastos aparecían, en estos momentos, sin control --en palabras de mi paciente--. Si los gastos seguían mucho tiempo sin control --decía el paciente-- se corría el riesgo de destrucción de los vagones y de descarrilamientos.

La imagen de mi teléfono celular, si bien retrataba a mi paciente y me permitía observarlo, pese a no encontrarse personalmente frente a mí, no me permitía definir con claridad sus sentimientos.

La posibilidad de acceder a la imagen de mi paciente, que mi teléfono ofrecía, no era de una manera tal que salvara la distancia física. Por eso, la sesión que posibilitaba la utilización de la videocámara de mi teléfono, con respecto al “cara a cara” en el consultorio, parecía disminuida.

Cabía, entonces, preguntarse si eso que sucedía a través de la pantalla del celular sería psicoanálisis o no lo sería.

El psicoanálisis trabaja con el lenguaje y con los sentimientos. El lenguaje aporta frases, relatos, palabras; los sentimientos registran alegrías y dolores, recuerdos gratos e ingratos.

En alguna medida, el teléfono permitía percibir lenguaje y sentimientos de mis pacientes. Desde esta perspectiva, el teléfono permitiría retener los valores que el psicoanálisis aporta.

Pero, también dijimos, la percepción de sentimientos no tenía claridad en la imagen retratada en la pantalla. De este modo, la pregunta permanecía abierta para el debate: ¿el teléfono permitía retener los valores que el psicoanálisis aporta?

Juan Carlos Nocetti es psicoanalista.