El País, especial para Página/12.

El líbero, hijo del rígido catenaccio, encontró trabajo en la selección brasileña para custodiar su fútbol alegre. "Está bien que divirtamos al mundo", razona el técnico Sebastián Lazaroni, "está mal que terminemos divirtiendo a los adversarios".

Para asustar adversarios, el Brasil de Lazaroni confía en el hombre de la cueva, y para divertir al mundo sobra con un balón y 11 brasileños. El espectáculo y los resultados, el adorno y el realismo, son pesos y contrapesos de una misma obsesión futbolística mundial. Brasil le exporta a Italia jugadores para pulir el rocoso calcio, e importa de Italia la función de líbero para opacar el brillo excesivo de su fútbol.

El líbero, u hombre de la cueva, u hombre escoba, u hombre libre, es fruto de la discordia en el Brasil futbolístico por ser un rol contracultural que choca con la tradición de su defensa zonal. Lazaroni es el entrenador, la selección está ganando y, por tanto, líbero habemus.

Mauro Galvao fue el eficaz dueño de la función en la Copa América y durante las eliminatorias, pero es Carlos Mozer, "el maestro" del Olímpico de Marsella, quien más categoría tiene para reclamar el puesto que la selección de Brasil nunca necesitó.

Los laterales pertenecen a Branco y Jorginho, dos laderos que ven en la línea de banda una flecha que les señala el sentido del ataque... Tienen argumentos técnicos para quitar atrás, jugar en el medio y desbordar arriba.

El último especialista en interrupción, destrucción y derribo es Dunga, centrocampista de contención con adecuado aspecto de piraña, malhumorado y dueño de un cuerpo que tiene la propiedad de imantar el cuero, de forma que todo balón suelto que aparece a espaldas de los centrocampistas le pega a él en alguna parte. El rubio Tafarel (portero de garantía), junto a los seis nombrados, son los formales guardianes de Lazaroni. ¿Traición estilística? No sé; aunque su nueva ley sea la telaraña, Brasil siempre será Brasil.

El seleccionador argentino Carlos Salvador Bilardo lleva algún tiempo diciendo que "el día que Brasil se discipline los demás tenemos que jugar por el segundo puesto". Ya está, Brasil se disciplinó.

El sistema convierte a muchos talentos en mano de obra desocupada. Para Valdo, Silas, Alemao, Giovani y Tita sólo hay dos puestos en mitad de cancha. En la delantera, si Antonio Careca es el indiscutible propietario de la camiseta número 9, tiene que buscar compañía sólo en uno de estos tres sublimes socios: Muller, Bebeto y Romario.

Harta de ser generoso con los mezquinos, la selección brasileña desarrolló el arte de la paciencia. En la prueba que realizó frente a Italia en Bolonia escondió la pelota apelando a la pulcritud de su toque, y aprovechó el momento valiéndose del milagro de su técnica. Milagro, sí.

En el minuto 77, André Cruz, un joven central de 21 años que estuvo preseleccionado decidió tirar con la pierna izquierda una falta frontal que, académicamente, pertenecía a un diestro.

En el avispero de aspirantes, que discute cada tiro libre en cualquier equipo brasileño, Cruz convenció a Careca, Alemao, Dunga, Miller y Tita, golpeó la pelota, y todo lo demás. Al parecer, no fue cosa suya. André lo explicó así: "La pelota iba fuera, pero un soplo divino le hizo cambiar el camino". André que no en vano se apellida cruz, terminó diciendo que "fue Dios quien mandó el balón al ángulo alto de la portería de Zenga". El arbitro le anotó el gol a Cruz, y el partido terminó I a 0.

No será la última vez que alguien busque ayuda celestial para entender la maravilla indescifrable de algún genio del balón.

La poliomielitis infantil que dobló para siempre las piernas de Garrincha acaso fuera la causa de ese regate que todos conocían y nadie sabía desentrañar. El periodista Armando Nogueira no encontró forma terrenal de explicarlo y, también, acudió a un apoyo divino para escribir que "lo de Garrincha es la prueba de que, en materia de fútbol. Dios escribe recto con piernas torcidas".

La fuerza titánica del fútbol vence a la realidad en el desmesurado pasional y mágico Brasil.

El día que la selección brasileña perdió la final de la Copa del Mundo de 1950 ante Uruguay en el Maracaná, el barítono Waldir de Perrota se levantó de su asiento a cinco minutos del final y en medio de 200.000 atónitos perdedores gritó: "¡Eso es mentira! Estamos soñando".

El escritor, periodista y ex seminarista Carlos Heitor Cony jura haber dejado de creer en Dios aquella recordada tarde del 16 de julio de 1950.

Ese fracaso de Brasil, conocida como la derrota de las derrotas, fue la antesala de grandes triunfos En México '70, 20 años después de aquel revés sísmico. Pelé le mostraba al cielo la tercera copa del mundo del fútbol brasileño (Suecia '58, Chile '62, México '70). Italia '90 cerrará otros nuevos 20 años de frustraciones (Alemania '74, Argentina '78, España '82, México '86), en los que los ángeles patearon en contra.

Brasil llegó a Italia con una buena cantidad de devotos, mucha fe, y varios atletas de Cristo, entre los convocados, pero no creo que a Dios le guste verlos jugar con líbero.