El discurso jurídico y, con más intensidad el discurso judicial, tiende a presentar la opinión establecida como dada, indiscutible. Los objetos conceptuales no son analizados pues los argumentos hallan su utilidad en la justificación y no en el conocimiento. De allí también el desprecio por la contrastación empírica, el llamado a lo obvio, a lo evidente, a lo que resulta claro. Es que desde el momento mismo en que se apela a la claridad del concepto, se está renunciando al objeto mismo del pensamiento que no es la claridad sino la clarificación.

Un concepto no es claro por su nominación como tal, sino por efecto de haber sido tratado como problema. Y los problemas no se plantean por sí mismos, son el resultado de una interrogación. Cuando en una exposición se remite a lo evidente o a lo obvio, lo que se declara implícitamente es la decisión de no problematizar. Decisión de privilegiar el saber como tesoro y no el conocimiento como proceso de búsqueda. No es racional, ni democrático ni republicano, pero sirve a la afirmación de la autoridad de quien se coloca en el lugar de quien enuncia un discurso de poder. Ayuda a la validación de este discurso el hecho de que el destinatario prefiera lo que confirma su saber y no lo que lo cuestiona, por eso prefieren las respuestas y no las preguntas.

Sin esas preguntas sobre lo que se presume conocido, la opinión fundada en lo que “todos sabemos” se identifica con las categorías de la conservación del orden existente. La realidad, en tanto tiene estructura de ficción, es ya un constructo ideológico. Por eso a veces, la única verdad es la verdad de las clases dominantes.

En particular, con relación a la manifestación del interés colectivo, la reacción “natural” es la del control sobre ésta, en tanto foco de agitación. En el territorio trillado de “lo evidente”, la manifestación colectiva no es primariamente un derecho sino un objeto a controlar o encauzar. Una pauta del éxito del discurso hegemónico es que la propia reacción contra el retorno a la política represiva del conflicto social, sea el de luchar contra la criminalización de la protesta y no el de la afirmación de un derecho humano fundamental reconocido expresamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (artículo 20.1), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (artículo 21) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (artículo 15).

El discurso dominante hace caso omiso de las características indisolublemente colectivas del derecho a reunión que, para ser tal, implica el uso del espacio público y la acción concertada con un objetivo. Esta hegemonía que coloniza el discurso “resistente”[1] se manifiesta en la discusión exclusivamente penal de la manifestación colectiva, obviando que, en tanto derecho de los ciudadanos, el ámbito judicial es el del amparo, cuyas reglas deben adecuarse a las características del derecho amenazado, de conformidad a la regla supraconstitucional de tutela judicial efectiva. No se trata de analizar si los ciudadanos que ejercen un derecho de máxima jerarquía han cometido un delito, se trata de analizar si el control o reglamentación de este derecho lo desnaturaliza (artículo 28 de la Constitución Nacional).

Si la manifestación colectiva es un derecho, tal como lo señala el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la manifestación mediante las prácticas del colectivo no puede ser cercenada so color de que el único legitimado para expresar la validez de la práctica es la organización reconocida por el Estado. El campo del espacio público es, precisamente aquello que está más allá de los ámbitos propios del Estado o de los particulares. No hay libertad pública sino en el ámbito de este espacio público que existe en la medida en que no es apropiado o apropiable por los particulares o el Estado.

1. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección, así como la libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la enseñanza.

3. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los demás.

No se advierte en el texto de la sentencia en análisis la justificación de la restricción con relación a las razones de seguridad, orden, salud o moral públicas o derechos y libertades fundamentales de lo demás. Es probable que, si estas consideraciones hubieran sido enunciadas, hubiera aparecido una escala valorativa que aproxima el contenido de la sentencia a una concepción moral autoritaria esquiva a los principios de libertad, democracia e igualdad.

La idea de la representación política o del mandato libre está en directa relación con el concepto de soberanía. A partir de la Constitución Francesa de 1791 se asienta la idea de que la representación política no es una representación vinculada a una voluntad empírica de personas o de grupos. El pueblo, en tanto identidad representada, sólo halla su expresión soberana en la voluntad de su representante. Pero este principio, que es admisible con relación a los Estados soberanos, no es transmisible a personas de derecho privado (como son los sindicatos o las organizaciones sociales) en materia de tutela de derechos humanos. Este es el principio de legitimación que, con respecto al amparo sostiene el artículo 43 de la Constitución Nacional en cuento se trate de la gestión del interés colectivo.

En realidad, lo que se está excluyendo es la base del principio democrático que es la existencia del espacio público. Sólo hay democracia en la medida que entre los particulares (lo que incluye a las personas jurídicas de existencia ideal) y el Estado existe un ámbito de actuación en la que puede manifestarse lo colectivo.

Esto es expresamente reconocido en el artículo 21 del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos. 

Artículo 21. Se reconoce el derecho de reunión pacífica. El ejercicio de tal derecho sólo podrá estar sujeto a las restricciones previstas por la ley que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la seguridad pública o del orden público, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos y libertades de los demás.

La manifestación colectiva (por eso es derecho de reunión pacífica) halla su reconocimiento convencional en tanto derecho de los sujetos que son capaces de decir nosotros. No hace falta una persona que aparezca como interlocutor legítimo pues de lo que se está hablando es del derecho de manifestación colectiva en el espacio público. Por supuesto, las corrientes autoritarias de derecha pretenden hacer desaparecer el espacio público, único lugar donde es posible la manifestación colectiva mediante la regimentación estatal o la privatización. Por tal motivo, la defensa del Estado de derecho no puede preocuparse por la no criminalización de la protesta social sino por la necesidad de criminalización de los intentos estatales o privados de hacer sucumbir el espacio público y, con él el Estado democrático.

Y este derecho de manifestación pública, uno de cuyos corolarios es la huelga, es diferente del derecho de sindicalización contemplado en el artículo 22 del mismo pacto y en el artículo 8 del Pacto internacional de Derechos Sociales.

 

[1] En este punto es tentador citar a Gramsci (1986:22-23): “…si ayer era irresponsable porque era ‘resistente’ a una voluntad extraña, hoy se siente responsable porque ya no es resistente, sino operante y necesariamente activo y emprendedor”.

* Juez de la Cámara Nacional del Trabajo