Conocemos el clásico esquema de la obediencia: alguien da una orden que otro acata, es decir que se trata de una práctica de poder y sumisión. Por lo regular, el obediente no es alguien que se sienta demasiado a gusto con su situación. A menos que ignore que está obedeciendo. A menos que confunda subordinación con soberanía. O perciba que le resulta más cómodo obedecer que no hacerlo.

El caso que me interesa, el que en definitiva dispara esta reflexión, es el primero: el que ignora que está obedeciendo.

Semejante desacierto -a primera vista incomprensible- es tal vez el logro psicopolítico más sorprendente del neoliberalismo: haber conseguido que cada persona se sienta un individuo, exclusivo y responsable de su destino, independiente de todo sometimiento laboral colectivo y dueño de sus decisiones personales como si no existieran los otros o los fenómenos externos a su voluntad pero capaces (aunque él no lo crea) de alterar la realidad de su entorno e incluso los diseños más privados de su intimidad.

Todas estas personas, algunos millones alrededor del mundo y sobre todo en Occidente, se consideran a sí mismas democráticas, defensoras de la república, meritócratas y esencialmente libres.

Subordinados a una disciplina cultural cuyo mecanismo desconocen, votan candidaturas de derecha mientras dicen de sí mismos que son progresistas. El trastorno se muestra aún más impresionante cuando declaran que el Estado no debería existir y que no hay mejor regulador de una sociedad que el libre mercado.

De hecho, la prédica en los medios, la fuerza y abundancia del consumo y la totalizante utilización de las herramientas digitales han diseñado a esta nueva persona hasta extremos inconcebibles.

Como sabemos desde hace tiempo, ya no hay más ciudadanos, hay consumidores y contribuyentes. Ahora, además, son obedientes, republicanos y digitales. Sin que lo sepan, son los sujetos de una dictadura que repudia todo autoritarismo si bien de la democracia sólo conoce el acto de votar.

El éxito cultural de esta forma extrema del conservadurismo capitalista -hecho cultural que contiene al hecho político- ha sido tan grande que en América Latina, por ejemplo, ya no fue necesario recurrir a los militares (salvo en Bolivia) para provocar golpes de Estado que deslegitimen la democracia. Ahora basta con llamar a elecciones y trabajar la voluntad de los votantes con las tecnologías comunicacionales más sofisticadas o, directamente, falsificar resultados con los mismos recursos digitales.

El esquema de la obediencia, para volver al principio, merecería un estudio especial que, naturalmente, excedería estas líneas, pero está presente entre todos nosotros de forma poco menos que obcecada: en medio de la pandemia del coronavirus los “belicosos” anticuarentena pertenecen a las huestes de la obediencia aunque ellos crean todo lo contrario: les enseñaron a pensar que cuando el Estado aplica alguna medida que los afecta los está reprimiendo. Y bien, esa es la divisa que utilizan ahora. Cuidar la salud en lo posible mediante formas de aislamiento social es el mejor camino para que el gobierno democrático de Alberto Fernández, por ejemplo, llegue a ser Venezuela.

Es una aberración insostenible, pero así piensan los obedientes.

Un punto, dentro de esta misma gama, que no deja de tener para mí una significación tan novedosa como arrolladora es la entusiasta compulsión de la gente a salir a la calle a correr. A quien corre ya se le llama naturalmente “runner”, en inglés, como si decirlo en castellano - corredor- fuera vulgar y no reflejara una cierta jerarquía social venerable. De manera que un “runner” tiende a ser un anticuarentena, desafía al virus y se siente inmanejable. Se trata de una etiqueta penosa porque, en sí, el acto de correr está lejos de ser insano, salvo cuando se lo utiliza poco menos que ideológicamente.

Es indudable (eso espero) que en la medida que superamos la pandemia y el neoliberalismo empiece a resquebrajarse o a hacerse polvo, dejaremos atrás este modelo de la obediencia (disfrazada de lo que no es), pero sin la necesidad de convertirnos en “runners”.