Julio de 1974

Me ofrecí sintiendo que era imprescindible estar allí; como médico pensé que cualquier otro lugar carecía de sentido en ese momento. Desde el día primero, una sensación de desamparo y temor al futuro nos invadía.

La ambulancia fue buscando su lugar; tanto el chofer como yo estábamos decididos a estar cerca.

Por fin, nos ubicamos sobre Rivadavia, frente al Congreso. Bajé y entré sin esperar, con la ventaja de mi ropa de trabajo. Recuerdo que me impresionaron sus manos, cruzadas sobre el regazo, con grandes máculas color café con leche. La gente circulaba en silencio y con los ojos húmedos o simplemente llorando, sin ocultarlo.

La multitud encolumnada avanzaba lentamente, en forma muy organizada. Al llegar a la puerta del Congreso, circulaban de a uno, pasando rápidamente frente al cajón abierto.

Un hombre sollozaba sentado en el cordón de la vereda:

-¿Por qué llorás?

-“Vine muy tarde del trabajo y por la gente que hay no llegaré a verlo”

-¡Vení conmigo!

Otra vez la ropa blanca nos abrió el camino, y entramos juntos.

Repetí esta maniobra varias veces, para consuelo de diversas personas que advertimos desconsoladas por no poder entrar.

Ya de madrugada, un joven agente de policía se acercó a la ambulancia con el miedo en su rostro:

-¡Doc, déjame entrar que parece que viene “ la guerrilla” y va haber kilombo! 

Subió y fue a sentarse en el fondo. Nada ocurrió. Luego, conversando sin apuro, nos contó que no le gustaban las armas, que en realidad era maestro, pero que en la Federal ganaba más y necesitaba el dinero para mantener a su familia.

Hasta la mañana, atendimos una u otra persona con mareos, sensación de desmayo u otro malestar producidos por las largas horas de pie y la sensación de temor y desamparo que generó la muerte del General.

Por fin, nos tocó ubicarnos detrás del cortejo, y así fuimos hasta Olivos.

Nunca voy a olvidar los rostros que pasábamos lentamente: soldados y policías llorando mientras hacían el saludo militar; ancianos y jóvenes, obreros y personas de todas las capas sociales reflejando en su rostro y en su gesto, con una foto o una flor en las manos, el dolor de la pérdida irreparable, y tal vez presagiando lo que ocurriría más tarde.

Repasé en mi memoria la marcha a Ezeiza, la asunción de Cámpora, y tantos otros encuentros donde nos reunimos con una multitud de compañeros.

“Llevo en mis oídos la más maravillosa música que para mí es la palabra del pueblo argentino”. Pocos días antes habíamos salido de nuestros trabajos para correr a la plaza, donde lo encontraríamos por última vez.

Siempre las circunstancias políticas generan apoyos y rechazos, análisis y controversias, y críticas a veces muy profundas. Pero cuando cierta congoja me asalta escribiendo estos recuerdos, no me queda duda: este sentimiento habita en lo más profundo y firme de mis convicciones, por estar justamente más allá de cualquier análisis, y me amalgama con todos esos rostros sin nombre con que compartimos el dolor y el miedo en aquellas jornadas del 74

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