“Corría 1924. Mi papá, que entonces tenía 14 años, fue de visita a la casa de un compañero. Lo recibió el padre, un violinista de la Filarmónica de Varsovia, quien le informó que su hijo había ido a la farmacia a comprar unos medicamentos. El hombre estaba engripado y terriblemente aburrido. Mientras aguardaban el regreso del hijo le preguntó si sabía jugar al ajedrez. Mi papá dijo que no y el violinista contestó de mal modo. '¿No te da vergüenza? Un chico tan inteligente no puede ser tan ignorante. Acercame el tablero que te enseño'. Por cortesía tuvo que aceptar. Le indicó el nombre de las piezas, el movimiento y el valor de cada una y jugaron unas pocas partidas. Salió entusiasmado y se compró un libro de ajedrez, en francés. A la semana siguiente le daba a su maestro una torre de ventaja".

Ese texto marca el comienzo del exquisito libro Najdorf por Najdorf, que escribió una de sus hijas, Liliana, alguna vez estudiante de periodismo, quien embellece con su prosa cientos de anécdotas de todo tipo y revela intimidades de lo complejo que fue estar cerca de ese hombre que “más que comer devoraba y más que amar adoraba”.

Nacido en Varsovia, en el seno de una familia judía, Mojsze Najdorf tenía 29 años cuando el inicio de la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió en Buenos Aires hacia donde había viajado como representante de Polonia para participar de la Olimpiada de ajedrez. Se nacionalizó argentino, pasó a ser Miguel sufrió por las grandes pérdidas afectivas y armó, de a poco, una nueva familia. 

En el trabajo ganó mucho dinero como vendedor de seguros: en los trebejos fue múltiple campeón en los torneos de Mar del Plata, recogió grandes resultados como primer tablero de Argentina. También logró el reconocimiento universal por su talento y sus aportes teóricos, como la variante que lleva su nombre en la Defensa Siciliana. 

Entre las hazañas de aquel hombre brillante aparece en primer plano la de San Pablo, cuando jugó 45 partidas a ciegas con el objeto de producir una noticia de resonancia universal que le permitiera saber algo de sus familiares. El 25 de enero de 1947 , elegantemente vestido de blanco, se sentó en un mullido sillón, en una sala pequeña de un club de San Pablo. En un salón contiguo se dispusieron 45 tableros y Najdorf se enfrentó a 83 rivales porque cuando alguno se fatigaba era reemplazado. Por los parlantes le anunciaban la jugada del adversario y él respondía desde un micrófono de mano. 

Tenía por delante la posibilidad de quebrar un récord mundial que estaba en poder del belga George Koltanowsky, quien había jugado 37 simultáneas a ciegas en Escocia, en 1937. Ya Najdorf había roto ese registro en Rosario, en el 43, pero no lo homologaron por falta de veedores internacionales; esta vuelta sí los hubo.

El espectáculo empezó a las 21 del 25 y terminó a las 19.40 del día siguiente, es decir 22 horas 40 minutos. Cuatro médicos lo atendieron en todo ese tiempo (“la verdadera simultánea”, bromeaba él). La revista La Gaceta de San Pablo da cuenta de que no ingirió ningún alimento, sólo bebió jugo de naranja y entre vaso y vaso retuvo más de 1800 jugadas a un promedio de 40 por partida. 

La increíble hazaña incluyó este detalle: en un momento un participante se quejó de que Najdorf había hecho una movida imposible. El, inmutable, reprodujo la partida jugada a jugada y quedó claro que su contrincante había movido involuntariamente una pieza. Cuando el rival admitió el error el salón estalló en un fuerte aplauso. La ovación fue aun mayor cuando llegó el final y se anunció el resultado obtenido por el gran maestro: ganó 39, entabló 4 y perdió 2. 

La noticia circuló por todo el mundo, pero sus familiares nunca se enteraron. Luego se supo que habían estado en el gueto de Varsovia y después en los campos de concentración de Treblinka y Auschwitz antes de que se les perdiera el rastro. Terminada aquella increíble simultánea de San Pablo, Najdord durmió dos días seguidos.

Hasta que murió (el 4 de julio de 1997, esta semana se cumplieron 23 años) le hablaron miles de veces de su memoria prodigiosa. “Depende para qué -decía pícaramente- si me prestan plata capaz que me olvido”.