Las relaciones padre-hijo, en particular aquellas más problemáticas, han sido desde siempre objeto de atención de dramaturgos, literatos y cineastas, entre otros artistas dedicados a la creación de historias. Trauma, anhelos, rechazos, amores, odios. Pathos en infinitas variantes, sabores y colores. Dos largometrajes recientes vuelven a hincar el diente en el tema, uno de ellos dirigido por una realizadora debutante en la ficción, el otro comandado por un veterano de la comedia contemporánea. Los dos proyectos parten de historias reales o semiautobiográficas para reconvertirlas en relatos dramáticos o humorísticos. Honey Boy – El valor del dolor, que puede alquilarse en sistemas de streaming como Google Play y iTunes, es la ópera prima por fuera del terreno documental de la israelí (afincada en California) Alma Har'el, pero es también un proyecto extremadamente personal de su guionista y protagonista, Shia LaBeouf. El actor interpreta una versión de su propio padre a mediados de los años 90, un ex alcohólico con tendencias violentas dispuesto a todo con tal de que su pequeño hijo triunfe en el negocio del cine y la televisión. En The King of Staten Island, el más reciente largometraje de Judd Apatow, el comediante Pete Davidson recrea en el personaje de Scott Carlin –un joven de veinticuatro años que insiste en no abandonar el confort de la adolescencia– algunas de sus propias zonas erróneas. La figura del padre ausente, muerto durante la más tierna infancia del “héroe”, sobrevuela durante toda la proyección y sólo es ensombrecida cuando el nuevo novio de su madre comienza a acaparar todas las atenciones. Se trata de dos películas muy distintas, con tonalidades y rasgos a veces enfrentados, aunque en ambas es posible hallar, nuevamente, el difícil derrotero de una reconciliación posible, la sanación de heridas evidentes y otras de las cuales ni siquiera se conocía su existencia.

Ficción y realidad se entremezclan en el arranque de Honey Boy: Otis (Lucas Hedges en su versión adulta) participa del rodaje de una escena en una superproducción de acción. Un cable invisible a la cámara lo impulsa hacia atrás, producto de una explosión que luego será superpuesta por los creadores de efectos especiales. Corte, una visita al tráiler y el consumo de alcohol desenfrenado. Luego, un choque automovilístico brutal, que el espectador no reconoce de inmediato como un hecho de la realidad, fuera de la gran pantalla. Otis es, desde luego, un alter ego de Shia LaBeouf, y la ficción dentro de la ficción podría ser uno de los capítulos de la saga Transformers, la franquicia que terminó por convertirlo en un rostro reconocible para el gran público. El largometraje de Alma Har'el alterna ese presente traumático, con Otis en pleno proceso de desintoxicación (el último de ellos, pero no el primero), y un pasado en el cual ese mismo personaje es interpretado por el joven Noah Jupe. Diez años antes en la misma ciudad, Los Ángeles, y un mismo ámbito, el del show business. En esa temporalidad no tan lejana al presente narrativo, LaBeouf es James, el padre de Otis, un clown profesional que nunca logró alcanzar sus sueños y que en el rol de duro manager de su propio hijo muchas veces olvida los deberes y respetos paternales. James y Otis viven en un motel a la vera de la ruta y sus vecinos son un grupo de prostitutas y algunos camioneros de paso, un ámbito alejado del glamour propiciado por la fábrica de sueños de Hollywood. Según consigna Alma Har'el en una entrevista con la revista Esquire, LaBeouf escribió el guion original de Honey Boy durante un período de detox y terapia psicológica obligatorias, luego de un escándalo en la ciudad de Savannah, Georgia, durante el cual fue detenido en estado extremo de alcoholismo y rebeldía ante las autoridades. “Es la clase de relaciones que se tienen con padres así”, afirmó la realizadora. “Personas adictas o que se sienten heridas y huyen. Me golpeó muy fuerte porque, luego de pasar toda mi vida intentando desenredar el dolor y el amor, la piedad y el cuidado, sentí que comprendía todo muy bien. Shia pudo poner en palabras cosas que yo nunca pude escribir y realmente deseaba contar su historia. Muy poca gente conoce por todo lo que pasó”.

Historia de un trauma

Con dirección de fotografía de la argentina Natasha Braier, Honey Boy despliega muchas de las constantes del “cine indie americano” (no es casual que su estreno mundial haya sido en el Festival de Sundance), incluidos ambientes y situaciones. Pero el elemento autobiográfico le aporta una potencia inclaudicable a la típica historia del niño actor marcado en la adultez por los traumas de crecimiento. Con una madre lejana y un padre tutor tan estricto como arbitrario y cruel, el Otis de doce años se debate entre la obligación de ser el sostén económico de la familia y la evidente pérdida de varias inocencias con cada nueva jornada de trabajo y descanso. Y si bien el film es, ante todo, un relato sobre la relación entre un hijo y su padre, una de las escenas más tiernas e intensas se produce cuando el muchacho entra en contacto con una vecina prostituta, madre putativa durante algunas horas, reemplazo imposible pero al alcance de la mano. Como si un Émile Zola resurrecto dirigiera algunas de las acciones, hay en la historia un componente de fatalismo, de adicciones transmitidas de generación en generación, un determinismo de alcohol, drogas y autodestrucción que la propia existencia de Honey Boy pareciera querer exorcizar. De hecho, en la mencionada entrevista, la directora confirma algunos de los elementos terapéuticos detrás del rodaje: “Hubo escenas tan dolorosas de filmar que no pudimos hacer más de una o dos tomas. Todo el mundo se largaba a llorar al terminar y sabíamos que ya la teníamos. Fue el caso de una o dos escenas con Shia, pero no sólo con él. Lucas Hedges hizo todas las escenas de terapia en un día y recuerdo verlo gritando ‘Hagan que esto pare’. Fue una combinación de ensayos e improvisación y también algunas partes absolutamente terapéuticas, como si fueran momentos psico-mágicos, cuya crudeza debía ser abrazada en lugar de buscar otra cosa, filmando diez tomas más”. Con calvicie pronunciada por efecto del maquillaje y anteojos alla John Lennon, la estrella de Transformers y ex chico Disney (fue el protagonista de la serie Even Stevens a comienzos del milenio) entrega una actuación de alto octanaje e intensidad, muchas veces al límite de la sobreactuación. No parece haber existido otra opción. Las fotografías reales de Shia LaBeouf y su padre Jeffrey Craig LaBeouf que cierran Honey Boy le recuerdan al espectador que, más allá de las licencias creativas de toda obra de ficción, muchos de los dolores y heridas en pantalla tienen un origen muy real. Antes de esas imágenes en blanco y negro, la última escena de la película, padre e hijo recorriendo el costado de la autopista, caminando entre un sembrado de plantas de marihuana, habilitan la probabilidad del perdón. De hallar una rosa en medio de tantas espinas.

La marihuana es también uno de los ejes cotidianos en la vida de Scott Carlin. La otra es la afición por los tatuajes, a pesar de que su talento para el dibujo no supera el estadio del aprendizaje. Pete Davidson encarna a la última criatura apatowiana con furia y estupor, digno ejemplar de esa raza de adultos adolescentes que pueblan su filmografía, man-child sin deseo alguno de dejar de serlo. La película lo encuentra en un punto de quiebre biográfico. Su hermana menor Claire (Maude Apatow, hija mayor del realizador) está a punto de embarcarse en la aventura de una carrera universitaria, abandonando el nido familiar, y su madre (impecable, como siempre, Marisa Tomei) conoce casualmente a un hombre, Ray (Bill Burr), e inicia una relación sentimental luego de diecisiete años de enviudar. Scott siente que el suelo que transita empieza a temblar sin poder aferrarse a nada, excepto lo usual: una amigovia con la cual no logra mantener una relación seria, la vagancia y el coqueteo con el crimen junto a sus amigotes, la práctica cada vez más escasa del arte del tattoo (ya no hay quien quiera cederle centímetros de piel). Y, desde luego, el porro. A diferencia de lo que ocurre en Honey Boy, aquí el padre no está presente. No podría estarlo, y su muerte en un incendio cuando Scott tenía siete años lo dejó marcado de por vida. A tal punto que el protagonista no puede ni cruzarse con un bombero, profesión paterna que el joven ubica en el fondo de la lista de posibles horizontes de vida. Nuevamente, las conexiones con la realidad: el padre de Davidson, bombero de oficio, falleció en plena faena luego de los ataques a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001. En ese sentido, y más allá de las múltiples capas de creación ficcional presentes en The King of Staten Island, el joven comediante de Saturday Night Live admitió en varias entrevistas que la película de Apatow es un trabajo semi autobiográfico acerca de su propia pérdida y duelo. Y sobre crecer en Staten Island, una de las zonas menos ricas y turísticas de la ciudad de Nueva York.

Una comedia nerviosa

En el comienzo de The King of Staten Island no hay un accidente automovilístico, pero casi. Scott maneja su auto en la autovía y, de manera impulsiva, con un deseo de muerte a flor de piel, cierra los ojos durante varios segundos. El humor aparecerá una y otra vez a lo largo de poco más de dos horas, pero el último Apatow no es una comedia en un sentido estricto y muchos de los “gags” lo son de una manera nerviosa, extrema, incómoda. El padre muerto y las remotas chances de entablar amistad con el peor enemigo –incluso, contra todos los pronósticos, de entenderlo como una posible figura paterna– van transformándose en el centro de gravitación de la historia, coescrita por Apatow y el propio Davidson. Entrevistado por el medio digital Screen Rant, el director de Virgen a los 40 y Ligeramente embarazada declaró que “lo que me interesaba era la idea del sacrificio. Por alguna razón, esa palabra volvió una y otra vez a mi cabeza durante varios años. Creo que pensé ‘¿sobre qué cosa no escribiría nunca?’ Investigué sobre un montón de tópicos, pero cuando empecé a hablar con Pete pensé que, de alguna manera, me había preparado mentalmente para esto durante años. Escribir sobre su familia y el sacrificio que hizo su padre por otra gente. Héroes. Su madre fue enfermera en una sala de emergencias durante toda su infancia. Eso es lo más interesante de esta historia. Y, por supuesto, el dolor, que todos sufrimos e intentamos superar para curarnos”. Afortunadamente, The King of Staten Island –cuyo estreno en salas de cine de los Estados Unidos debió cancelarse por la cuarentena obligatoria– dista mucho de ser un clásico relato dramático con enseñanzas de vida y golpes debajo de la cintura. La dupla Apatow-Davidson logra un tono agridulce en el cual el desequilibrio emocional no deja de ser serio, pero nunca grave ni impostado, y la escalada de conflictos no amenaza con teñir todo de tragedia. A mitad de camino, cuando Scott comienza a pasar las noches en la estación de bomberos donde su padre prestaba servicios, la lenta sanación comienza a recorrer su cuerpo tatuado. Una velada de borrachera en un bar permite una camaradería antes inimaginable y, confesión va, confesión viene (con un Steve Buscemi en pleno control de los diálogos), el muchacho y el novio de mamá hacen (algo así como) las paces. ¿Es la película un coming-of-age tardío, dada la avanzada edad del protagonista? Sin duda, pero en el fondo no es otra cosa que un sentido homenaje a una forma de entender los lazos familiares, de sangre o adquiridos, y los vínculos comunitarios como una red de contención ante las crisis personales más densas y profundas.