La Real Academia Española encuadra el verbo expropiar como “un decir de la Administración”, más exactamente, como un dicho – tiempo pretérito- y con ello asegura su carácter fáctico. Expropiar es pues, algo que calló, de hecho, como la lluvia en Borges.

“Privar a una persona de la titularidad de un bien o de un derecho, dándole a cambio una indemnización. Se efectúa por motivos de utilidad pública o interés social previstos en las leyes”, concluye la definición de la RAE.

De raíz latina, sus componentes léxicos indican los prefijos ex (hacia a fuera) pro (a favor), privo (privado) y suma el sufijo ar, usado para nombrar verbos. ¿Ensayamos una interpretación creativa? Expropiar como acción de privar en favor de un a fuera. Razón de Estado por sobre el interés del uno ­­+ uno+ uno. Eso que, colegas con mejor suerte que esta servidora, gustan en llamar “sociedad civil”. Una bolsa de gatos que maúllan (el agregado corre a cuenta de quien suscribe).

Lo cierto es que mi curiosidad semántica no parece azarosa, claro. La noticia Vicentin es un asunto entretenido para el métier politológico pero hay más. Debería agregar que ahorita mismo me encuentro enredada en la decisión sobre el avance / no avance hacia el lugar irretornable que se inaugura con la judicialización de los desencuentros de alcoba. Judicialización que zigzaguea todas nuestras creencias en torno a supuesta titularidad sobre bienes y personas (léase; la descendencia). 

En verdad, en este caso los modestos bienes son bien míos. ¡Y guay con que algún juez de esta pobre comarca ose ponerlo en discusión! El escollo sin embargo es mi niña. Nada menos que mi niña. De solo imaginar que ese mismo juez podría habilitar la pernocta de mi hija en casa del padre, lejos de mi mano, se me anudan las tripas. Así las cosas con el verbo expropiar, un asunto de tripas.

¿Y entonces? ¿Por qué hubo de vociferarse sin un previo análisis pormenorizado sobre sus implicancias en el imaginario social ¿ Es necesario nombrar todo? ¿Nadie previó el entripado que desencadenaría la densidad de la palabra amasada, y solo en estas pampas durante doscientos años de liberalismo?

Los argumentos en favor de la legalidad de la medida no contribuyen a sortear la piedra del camino. Y no contribuyen porque el problema es eminentemente cultural. Liberalismo como práctica consistente en “no intervenir demasiado” a riesgo de comentario clichetiado, me insto a volver a releer la biopolítica para entender la magnitud de la implicancia subjetiva en esta práctica decimonónica que ha vencido a todos.

Por ello, ínfima relevancia adquiere la dimensión técnica o jurídica del tema. La interpretación sobre el carácter irrestricto de la propiedad privada ha sido interpelada por sucesivas producciones normativas desde comienzo del siglo XX, la provincia de Buenos Aires muestra ejemplo variopinto en los años del primer peronismo. Más acá, la adhesión argentina a la soberanía de la doctrina internacional de Derechos Humanos mediante la firma del Pacto de San José de Costa Rica en 1994, ratifica la preeminencia de una “Razón Social” de la propiedad. Sí, Menen lo hizo.

Finalmente, y ante la resistencia a la faz coactiva intrínseca a la medida, y además, pantalla del emblema de opositores, tampoco se ofrecieron desde la Administración sólidos fundamentos sobre qué hacer a futuro una vez que el negocio se tenga entre manos. Fundamentos que no deberían escamotear las consecuencias alentadoras sobre el bienestar general. Promesa de bienestar, recordémoslo hasta el cansancio si confiamos en la democracia, sobre la que se sostiene la obediencia al Leviathan.

 

Solo eso.

Rumiar sobre el lenguaje y sus erróneas puestas en escena, porque la privación en favor de un a fuera, no está tan clara.