Y al final, parafraseando una de sus últimas canciones, sucedió: se convirtió en el tallo de esta flor, en la copa de aquel vino, en las piedras de este río, en la tierra del camino. Demasiado pronto, a los 54 años, murió Rosario Bléfari; y hoy pareciera escucharse un murmullo colectivo que entona, con sincera congoja, el tema exacto: “Escuchando sin la radio una canción / Va rodeándome tu voz / El canto directo en la sangre me habló / Adorarte es muy poco, adorarte no es nada…”. La devoción merecida, intentando estar a la altura de una persona que, sin alardes, renovó la escena independiente de los 90s al frente de una banda de culto, Suárez, en una época en la que eran pocas las mujeres que lideraban grupos. “Siempre me resistí a parar para armar estrategia, nunca tuve dudas sobre lo que quería hacer”, declaraba sin darse ínfulas, demostrando siempre que era posible un hacer ético y tenaz, insobornable como cantante, compositora, actriz, dramaturga, poeta, escritora , incluso como periodista (de tevé, de este suplemento). Cuando se supo que, después de mucho resistir había perdido la pelea contra el cáncer, desbordaron las redes, y no con panegíricos pomposos y vacíos sino con anécdotas preciosas, conmovedoras, pintándola tal como era: una artista de vanguardia, curiosa, modesta, generosa.

De sonrisa invencible, Rosario Bléfari (Mar del Plata, 1965) solía decir que para ella la canción era el género literario por excelencia “porque la palabra vuela, va montada sobre la música, y al ser entonada, se libera: es la actuación del sentido”. Decía también que su formación era “enciclopédica” porque mucho lo había aprendido leyendo los tomos Salvat de su papá. Que componía usando papelitos con anotaciones varias, dándole a las letras una dosis de azar, siempre y cuando significaran: “Nunca me ha interesado el sinsentido; me importa la construcción, que parezca espontáneo o casual pero no lo sea, o viceversa”. Decía también que, aunque le encantara la ironía, no la manejaba mucho, “pero trato de expresarme de modos más secretos todavía, para que se develen a quienes estén disponibles a ese sentimiento, a esa sensación”.

A la hora de sentarse a componer, proponía poner al tema en un altarcito, creer que sin él no existiría el mundo. “Me gusta pensar que estoy trabajando en las huestes de algo muy delicado, de algo superior”, contó a esta cronista hace casi una década. En una entrevista que bien podría haber naufragado estrepitosamente, dicho sea de paso: la cita, al fin y al cabo, fue en una plaza muy concurrida, con griterío y correteo de cientos de purretes como banda de sonido. Así las cosas, sentaditas al borde de una fuente, la voz tranquila de Rosario fue cápsula suficiente, y ella, atenta, habló del que entonces era su último disco solista, Privilegio. Habló también de su niñez en Bariloche y de cómo había conectado con el bosque, “un refugio plagado de presencia, de vida, de complot”, “una cofradía que te acepta o no te expulsa”. Contó con sincera alegría que Nina, su hija, le había dicho que le encantaba Retiro con su gente, su movimiento, sus puestos: “Es importante para mí que aprenda a disfrutar ese tipo de belleza que no está en el plato de lo suculento”.

El LP Privilegio fue sucesor de Cara, de Estaciones, de Misterio Relámpago, de Calendario; antecesor de Sector apagado y de varios proyectos colaborativos (Sue Mon Mont, Los Mundos Posibles). Obras preciosas y fundamentales, donde ella -como una sirena de voz límpida- se movía con reflejos afiladísimos entre las aguas del rock alternativo y el pop experimental, entre la simplicidad rítmica y armónica, y lo etéreo, lo vanguardista, lo experimental. Si sumamos los rompedores álbumes de Suárez, habría suficiente tela para canonizarla como figura vital de la escena local. Pues, no: Rosario Bléfari hizo todavía más. Nos regaló tanta tela que podríamos confeccionarle torres de ajuares benditos.

Publicó libros como Poemas en prosa, La música equivocada o Las reuniones (en breve saldrá Diario del dinero por editorial Mansalva). Coescribió y actuó en obras como Somos nuestros genes, Somos nuestro cerebro. Dio talleres. Se embarcó en propuestas tan encantadoras como “Canciones a pedido”, haciéndole temas a medida a desconocidos que le arrimaban situaciones o necesidades (una declaración de amor, por caso). O Los cartógrafos, podcast que coprodujo, donde un escritor elegía un fragmento de su obra, un actor lo interpretaba, un músico lo intervenía. Que Rosario Bléfari trataba a las palabras con delicadeza, poca duda cabe, así como se lanzaba sin red en cuanto proyecto la movilizaba. Por su registro de actuación despojado, personal, atípico, devino actriz imprescindible de Silvia Prieto, de Martín Rejtman, película bisagra del cine nacional. Le seguirían muchos roles. Aquel fue su primer protagónico, pero ya había actuado antes “en un corto de Martín que se llamaba Dolly vuelve a casa y, unos meses antes, en un film recontra-experimental de la alemana Jutta Brückner, una cineasta feminista, política, muy grossa, El ultimísimo tango”.

Se nos fue Rosario Bléfari, la cinéfila que pasó incontables horas viendo películas en ciclos de la Lugones, del Goethe, de la Hebraica; la fotógrafa amateur que compartía en redes imágenes de sus camas; la chica dulce, curiosa, inquieta. La que alguna vez cantó “Que no termine nunca / esta cuadra / esta noche, este aire / que no se acaben los días / que nunca esté completa la felicidad / Que no termine nunca / este cielo / este instante en tus brazos / No se ya lo que digo / se vuela mi vestido / no será una casualidad…”.